CÁLIDA LUZ DEL ÁRTICO

Cuentos que se novelan, de la finlandesa Tove Jansson

 

Entre las variables de la producción literaria, las condiciones atmosféricas pueden parecer descabelladas si se deja de considerar que a nadie por estos lares le resulta asociar, sin ir más lejos, al realismo mágico latinoamericano con el calor caribeño. Pues así como los polinesios sueñan —groseramente— con mantarrayas, corales, arena y caracoles; los neoyorquinos los hacen con el Central Park, el río Hudson, las escaleras de incendio, las hamburguesas y la Trump Tower en las pesadillas. Por más que —como rezaba Baudelaire— el paisaje sea un estado de ánimo, geografía y clima se compactan en el escenario sensorial que nutre la producción artística; la que sea.

En el panorama urbano, tal vez aquellos condicionamientos se saturan en alguna trama que privilegia distintos asuntos. En otros escenarios, las contingencias atmosféricas, el fragor de la naturaleza, pasan a incluirse como personajes con variable protagonismo (necio quien afirme que Moby Dick trata de una ballena). Es lo que sucede con la obra de la finlandesa Tove Jansson (Helsinki, 1014-2001), en la que cuatro meses de luz crepuscular al hilo en invierno y un sol que se resiste a zambullirse en el horizonte durante casi sesenta días, le altera el sueño a cualquiera. De ahí que El Libro del Verano (Sommarboken, 1972) constituya una marca muy especial en un espacio donde “el equilibrio entre la supervivencia y la desaparición resultaba tan frágil que no era posible el más mínimo atisbo de cambio”. Frágil juego, el de mantenerse entre los extremos, que requiere suma rudeza. Es la que ejercen, en una forma que oscila entre la despreocupación y la intensidad, una abuela y su nieta Sophia, durante sucesivos estíos en una pequeña isla azotada por el mar en el Golfo de Finlandia. Acompañadas por un hombre viudo —padre de una, hijo de otra— que no pronuncia palabra a lo largo de los veintidós cuentos, pero queda definido por sus acciones, a la vez funcionales y estrambóticas.

 

 

La autora, Tove Jansson.

 

 

En su conjunto, estos relatos que bien pueden leerse en forma independiente, van constituyendo una novela que crece en potencia de lo bucólico a lo dramático, pasando por el paso de comedia y con alguna escala en el manifiesto político. Iniciada en la literatura infantil, Jansson salta, con El Libro del Verano, al público adulto, despojándose de todo índice naif, aunque conservando la exquisitez de una pluma carente de redundancias y regodeos narcisistas, en la que las palabras dejan paso a los silencios, con lo que los personajes se perfilan en una humanidad clara, contundente. La crítica ramplona se ha apresurado a encuadrar la prosa de Jansson en el pastiche de la apología ecologista, cuando no en una literatura propia del animismo vegano. Facilismo que prejuicia al lector del singular gozo de zambullirse en un mundo animal, vegetal y mineral con vida propia, interactuando con los actores, activos y pasivos: “Solo los campesinos y los veraneantes pisan el musgo. Y es que no saben que el musgo es lo más delicado que existe. Si se lo pisa una vez, el musgo vuelve a erguirse con la primera lluvia, pero a la segunda ya no se levanta, y a la tercera muere. Algo similar ocurre con los patos salvajes: a la tercera vez que se los espanta de sus nidos, ya no regresan nunca más”.

Definida por los hechos, la abuela octogenaria de modo alguno se equipara a las nonas acarameladas y moralistas de la usanza mercantil: duerme en un cuartucho de huéspedes para que no la jodan, fuma, bebe, permite que la nieta se estrelle, no responde todas las preguntas, más bien calla; hay cosas que prefiere olvidar, regula la complicidad entre generaciones. Se la muestra sin floreos: “No encendía las velas, porque entonces perdía todo el sentido de dirección y distancia, pero la oscuridad la angustiaba más. Lo mejor era estirar las piernas hacia el borde de la cama y esperar hasta lograr el equilibrio. Después, cuatro pasos hacia la puerta, abrir el picaporte, esperar de nuevo. Luego, otros cinco pasos tomada del pasamanos. La abuela no tenía miedo de caerse o extraviarse, pero sabía que la oscuridad era absoluta y que, cuando la mano pierde su asidero, ya no hay nada a que aferrarse”. La nieta asimismo escapa al estereotipo: pasa de la ternura al capricho, es intolerante; una niña común, bah.

No abundan los personajes secundarios, fuera del silencioso padre de Sophia. Aparece Berenice, una chiquilla de ciudad, inadaptada y neurótica a la que abuela y nieta aplican un tratamiento de crueldad contrafóbica. Eriksson, el ermitaño flotante (pocas veces se baja de su embarcación), a quien “no le gustaba mucho la pesca y la caza ni tampoco los botes a motor. Lo que en realidad le gustaba era más difícil de precisar, pero perfectamente comprensible. Su mente, así como sus repentinos deseos, volaban como la brisa marina sobre el agua, de un sitio a otro, y, al igual que el mar, vivía constantemente en una suerte de serena tensión. El mar siempre está expuesto a eventos de una naturaleza inusual”. Su función, como la del noviete frustrado (o no) de la abuela, es la de plantear la alteridad, fogonear el aporte de lo diverso, resquebrajar el encierro endogámico, partir el bocho martillando sutilezas. En los cuentos finales, con el emprendimiento paterno con la jardinería y el tremendo capítulo de la tormenta, ese aspecto queda en poder de las fuerzas naturales.

Publicado por una pequeña editorial independiente de catálogo jugado y una perspicaz traducción del sueco original y prólogo de Christian Kupchik, El Libro del Verano propone un circuito por las boreales aguas de la condición humana. Tove Jansson pone a disposición del subtropical lector un universo estrellado, cada tanto tormentoso, definitivamente adulto, del que sin embargo ningún joven o anciane podrán intoxicarse, sino de una cristalina, honda escritura.

 

 

 

FICHA TÉCNICA

El Libro del Verano

Tove Jansson

 

 

 

 

Buenos Aires, 2019

216 págs.

 

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