Al despuntar los '90, el género gangsteril parecía agotado. Hollywood lo había ordeñado durante medio siglo —sus primeros éxitos pochocleros, como Little Caesar y Public Enemy, datan de los años '30—, y en los últimos tiempos había sido redefinido, y redimido, por el cine más excelso. ¿Qué podía superar las alturas alcanzadas por El padrino en los '70, o los excesos del Scarface de Di Palma en los '80?
Hacía falta un verdadero mago, como Martin Scorsese, cuya galera guardaba más trucos que las de todos sus colegas juntos, para darle un spin al asunto y lograr que la enésima peli de mafiosos tuco y pesto pareciese fresca. Y el libro de Nick Pileggi llamado Wiseguy —un non fiction de 1985— le concedió el trampolín perfecto. Con Pileggi como co-guionista, Scorsese concibió lo que hoy conocemos como GoodFellas — en su versión en español, Buenos muchachos.
Aquí no se trataba, como en El padrino, de la aspiración a una legitimidad inalcanzable que detonaba la tragedia; ni tampoco del power trip de Tony Montana (Al Pacino), propulsado por la cocaína como adicción y negocio. El encanto de GoodFellas, de cuyo estreno se cumplieron ayer 30 años, derivaba de su conexión con el verdadero motor que impulsaba a estos tipos a levantarse cada día y hacer lo que hacían: ser mafioso era divertido. Una pasada. La joda misma. (Trabajar es otra cosa, diría el Indio.)
Tony Montana (Al Pacino) en "Scarface": "Say hello to my little friend!"
Ninguno de los mafiosos de GoodFellas quiere llegar a senador o Presidente, ni ser reconocido como ciudadano estadounidense de primera clase, ni cargarse al FBI entero. Todo lo que desean es ser aceptados en el club de muchachones que es la mafia y, una vez adentro, sacarle todo el jugo posible a su way of life, apropiándose del slogan de la tarjeta American Express: Pertenecer tiene sus privilegios.
Treinta años atrás Scorsese le dijo a un periodista de USA Today que su intención había sido que GoodFellas arrancase "como un tiro, y a partir de allí sólo acelerase, como si fuese un trailer de dos horas y media. Era la única forma de que el espectador percibiese la exultación de ese modo de vida, y entendiese así por qué tanta gente lo encontraba atractivo".
La película se abre con una escena brutal —el asesinato de una persona indefensa, que ha sido arrojada dentro del baúl de un auto— cuyo efecto visceral es el de producir distanciamiento. Lo que siente cualquier/a espectador/a en sus cabales es, de una: Ugh: Qué cosa horrible, qué gente horrible.
Pero pronto tiene lugar la escena en la cual el protagonista, Henry Hill (Ray Liotta), lleva a la chica que está tratando de seducir al club Copacabana. Un plano secuencia de antología, en el cual Henry y Karen (Lorraine Bracco) bajan del auto, entran por la puerta de los laburantes, atraviesan la cocina y desembocan en el salón, para que les habiliten una mesa exclusiva al pie del escenario. Henry reparte billetes de 20 dólares a destajo y todo el mundo —tanto empleados como los habitués del Copa— lo saluda como si fuese alguien. (Ahí tiene lugar un diálogo que pediré que recuerden, porque será relevante dentro de un rato. "¿A qué te dedicás?, pregunta Karen una vez que los ubicaron en primera fila y se le hizo evidente que su galán es un mono importante. "A la construcción", responde Henry con cara de piedra.)
El efecto del uno-dos que propina Scorsese en el comienzo revela nuestras contradicciones respecto de ese tipo de vida. El crimen del principio produce rechazo. Pero al entender cómo vive ese tipo al que vimos participar de la violencia hace pocos minutos, nuestro impulso es el de corregir la impresión inicial y atemperar el juicio: Bueno, debe haber tenido sus buenos motivos para hacer lo que hizo. Habría que ver...
Parte del atractivo sempiterno del género pasa por ahí: cuenta la historia de gente plebeya —como el 99% de los espectadores, o sea: como nosotros— que se niega a aceptar su lugar en la escala social y hace lo que haya que hacer, por destemplado que parezca, para vivir como el 1% que tiene su Olimpo garantizado desde el nacimiento. Por supuesto, como el cine es un derivado de las construcciones sociales, el mafioso termina recibiendo castigo por la osadía de robar un fuego que no le pertenece, que debería seguir en manos de los dioses que moran entre nosotros.
Pero todos conocemos a ciertos mafiosos a los que no les va nada mal.
La dolce vita
Yo no soy Rocco Carbone, que sobre este tema se las sabe todas, pero creo entender que la cultura mafiosa es un producto del sur de Italia: la zona más deslumbrante pero más pobre, en contacto diario con la inmigración africana, costera y tórrida, que contrasta con la Milán del norte — industrial, alpina, aristocrática, gélida. Los fenotipos que se desprenden de las imágenes de Franco Macri y Paolo Rocca son expresivos de estas diferencias: uno más bien rotundo, de rasgos burdos (oily, dirían en los Estados Unidos, o sea aceitoso como el Boogie de Fontanarrosa, un rasgo que no se limitaba a su forma de peinarse), y el otro alto, delgado y de rasgos elegantes, el 0 y el 1 del ADN digital del poder alla italiana. (Me pregunto de dónde vendrán los Magnetto.)
Imagino que cuando Franco consiguió arrimarse a los Blanco Villegas o a la misma Alicia, su futura esposa, le debe haber respondido algo parecido a lo que Henry Hill le dice a Karen: "Yo me dedico a la construcción". Lo cual en un sentido era cierto, en ambos casos; pero a la vez, no. Nadie niega que hayan erigido edificios aquí y allá, pero en esencia lo que construían era poder y fortuna, trabajando siempre sobre las zonas grises —por no decir oscuras— del sistema.
Scorsese contaría esta prosapia en minutos a través de un montaje vertiginoso y divertido, al estilo GoodFellas. Pero cuando llegase el momento de enfocarse en la historia de Mauricio —ese experimento siniestro, que cruzó la mafia calabresa con la aristocracia ganadera argentina—, no le quedaría otra que mudar de registro y sintonizar el tono de Cabo de miedo. (O Cago de miedo, como la rebautizó un programa cómico de aquellas épocas.)
El aire de comedia que sobrevuela GoodFellas lo permite el hecho de que Scorsese se dedica al mediopelo de la organización, el Conurbano de la mafia. El Henry Hill real ni siquiera era de raigambre tana estricta —su padre era un electricista de origen irlandés, la familia de su madre, Carmela Costa, venía de Sicilia—, como tampoco lo era su amigo y socio Jimmy Conway (Robert De Niro). El único que podía aplicar como miembro estricto era el tercer vértice de este triángulo de atorrantes: Tommy De Vito (Joe Pesci), que era de sangre "100% italiana". Como nunca acceden a los rangos superiores de la organización, disfrutan de sus mieles sin cargar con el peso de las grandes decisiones. Que se los reconozca socialmente como miembros del clan del capo Paulie Cicero (Paul Sorvino) hace que se les abran todas las puertas. Y así, sin despellejarse nunca las manos y gozando del high de adrenalina que inspira la vida al margen de la ley, Henry & Co. se convierten en figuras de su comunidad a la vez que disfrutan de la dolce vita. "Para nosotros —reflexiona Henry—, vivir de cualquier otro modo era una locura". Por eso es tan amarga su confesión en el final, al contemplar el futuro que le espera por haber volado tan cerca del sol: "(Ahora) Soy un tipo promedio, un nadie. Voy a vivir el resto de mi vida como un pelagatos".
Esa es su condena. Trabajar para Paulie lo convenció de que pertenecía a algo grande y que por eso podía ser alguien. Pero el problema de centrar la vida en pasarla bomba es que lo que hoy produce disfrute termina por perder su efecto y reclama otra cosa, nuevos estímulos. Esa es la razón por la cual Henry comienza a vender droga en paralelo e involucra a sus amigos, a pesar de la oposición de Paulie: porque necesita más — más adrenalina, más guita, más sexo, más de todo.
El de Henry no es un trip de poder, tal vez porque siempre tuvo claro que no podía ascender mucho dentro de la estructura de la organización. Se parece más bien al trip de aquel que en lugar de alma tiene un vacío perfecto, un hueco que se acostumbró a llenar con estímulos cuya pólvora se moja pronto y reclama nuevas detonaciones. Por ende, el castigo que recibe es resignarse a los estímulos que abarrotan el alma de la mayoría de los mortales: los programas de TV, las píldoras, el sexo triste del consumidor de porno, los celulares.
Se puede reír ante su historia, esa picaresca con moraleja incluida, porque Henry es un personaje menor. Cabo o sargento, y gracias. Pero cuando gente como esa trepa en el escalafón y accede a gran poder, la comedia se acaba.
A esas alturas de la fuerza bruta y del crimen impune, la cosa pinta para tragedia.
La Murga de los Garcas
Me tienta reimaginar nuestra historia reciente como si fuese un film de Coppola / Di Palma / Scorsese. Si bien no contamos con mafia ortodoxa desde los Chichos Grande y Chico —una organización delictiva que se reconozca como tal y se encolumne detrás un nombre que la singulariza—, identificamos constantes similares actuando sobre el escenario de la realidad: construcciones destinadas a concentrar una masa de poder que habilite a hacer cosas que no obtendrían jugando limpio. Torcer la muñeca de legisladores y funcionarios electos, para conseguir ciertos negocios o que se dé luz verde a otros, aunque vayan en contra de la ley vigente. Imponer candidatos, y hasta gobiernos. (Y de ser necesario, voltearlos.) Bloquear investigaciones, comprar fallos a medida, inventar causas. Manipular la información y las redes sociales.
Que es lo mismo que hacen todas las mafias, en todos los tiempos y lugares.
Por supuesto, el caso argentino tiene sus peculiaridades. El hecho de que lo que llamamos delito organizado —drogas, trata— tenga tantas conexiones con nuestras fuerzas de seguridad que se torne difícil dirimir dónde empieza uno y dónde terminan las otras. La alianza entre la rama calabresa de nuestros contrabandistas más famosos con la "aristocracia" local. (No tendremos Tommy De Vitos, pero tenemos Bullrichs.)
Está claro que no se trata de bandas armadas con códigos secretos, como tanto le gusta al cine. Pero está igualmente claro que se trata de jugadores que acumularon un poder tan desmesurado, que se torna incompatible con la democracia. Cuando Henry recuerda sus tiempos dorados con nostalgia, dice que ser aceptado por ese club equivalía a lograr "una licencia para robar, para hacer cualquier cosa". Acá existe gente que lleva tanto tiempo haciendo lo que se le canta, y sin pagar precio alguno, que ya ni siquiera concibe la posibilidad de someterse a otra autoridad que no sea la suya propia. La existencia de poderes semejantes es una afrenta al sistema democrático, porque se niegan a atenerse a las mismas leyes que regulan nuestras vidas. Y desde que se asumen por encima del sistema, están afuera del sistema. Esa es una de las evidencias que prueban que, más allá de las diferencias puntuales, hay conexiones entre la mitología de los gangsters y la forma en que alguna gente interviene en la política de este país: el hecho de que no costaría nada contar sus historias adaptándolas al estilo de un GoodFellas criollo.
En la Argentina, la Murga de los Garcas trata de imponer su música por encima de todas las demás, a las que pretende ahogar con su ritmo latoso. (Clarín techint, clarín techint, clarín techint...) El peso simbólico de la controntación es tan grande y evidente, que cuando uno la mira así, mueve a risa: ¡son brutti, sporchi e cattivi contra Les Fernéndez! (La co-producción, se imaginarán, cuenta con capitales norteamericanos.)
Durante los '70, jóvenes que se involucraban con la contracultura —en general de origen inmigrante, como Coppola, Scorsese & Co.— encontraron en uno de los géneros más remanidos de Hollywood la herramienta ideal para hacer cine político. Pocas cosas más trilladas había por entonces que las películas de gangsters. (Scarface era remake del film de Howard Hawks de 1932.) Y sin embargo, estos pibes que venían del rock and roll, la cultura lisérgica y la militancia en contra del racismo y la guerra de Vietnam reinventaron el género, usándolo como Caballo de Troya de una sensibilidad nueva. El padrino y su continuación no son películas sobre la mafia: son películas sobre los Estados Unidos de fines del siglo XX, una realidad que sólo podía ser explicada a través del prisma de la actividad delictiva. Los mafiosos de relatos como GoodFellas, Casino y El irlandés —por mencionar tres de Scorsese, nomás— prosperan porque comprenden cómo funciona el poder real mejor que los funcionarios de carrera o electos. Para descular la historia contemporánea de ese país (y del nuestro también, ya que estamos), hay que hacer foco en la trama de negocios y venalidad que, desde las sombras, condiciona el poder político.
Sabrá Dios a qué género acudirán los jóvenes de Estados Unidos cuando quieran explicar su presente. (Haría falta una mezcla de Kubrick con Tim Burton, para filmar Doctor Peluquín Insólito: cómo aprendí a no preocuparme y amar la cama solar.) Pero a nosotros nos vendría bien contar con epígonos y epígonas de Coppola y Scorsese, que narrasen las historias del poder real que existe ahí donde no llega el poder formal; porque necesitamos que hasta el más colgado de nuestros ciudadanos termine por pescar qué está pasando y quiénes son los jugadores más pesados. Ya lo dijo Cristina en Sinceramente: "No hay ningún país en el mundo en donde un empresario tenga el poder que tiene Magnetto". También dice en el libro: "Él quiere controlar todos los sistemas de decisión argentinos". Más claro, echale agua. Si alguien quiere manejar un país sin haber sido elegido para la magistratura, se está posicionando en un lugar de autoridad supraestatal. Y nuestra Constitución no prevee la existencia de nada parecido. De prosperar algo similar, comprometería el contrato sobre el que se funda la Nación.
¿Ustedes ven esta realidad reflejada en noticieros y medios? ¿Está plasmada esta situación en nuestras ficciones? Claro que no, al menos en términos generales. Pero por detrás de los fuegos fatuos que atizan los medios, hay representantes electos que defienden la voluntad del pueblo, artistas y periodistas que contamos lo que aprendemos y millones que entienden y por eso hacen el aguante.
El humo que crean y difunden estos sujetos es espeso. Y lo van a engordar aún más, victimizándose. (Ahora hasta se hacen allanar, los muy pillos.) El tema es que no nacimos ayer, y ya tenemos kilometraje encima para haber entendido que el amo siempre juega al esclavo. Si queremos seguir adelante sin tropezar, lo primero que hay que entender es que esos muchachos —los machos de la cosa sua, que se creen dueños de la Argentina— no son buenos muchachos.
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