En estado de gracia
La nueva novela de Marcelo Figueras testimonia una adolescencia marcada por la dictadura
En lo que va de lo banal a lo trivial emerge un juego sobre el cual es factible trazar las distantes fronteras entre lo literario y lo político. Mientras lo banal —como el Mal de Hanna Arendt, a propósito de las atrocidades de Eichmann— reside en la subestimación extrema, compone un artificio político. Lo trivial resulta de un relato cotidiano común, pasible de trascendencia solo a través de una construcción literaria. El modelo ejemplar de esto último es la descripción del acto de mojar una magdalena en el té, como memora el personaje de Marcel Proust en el primer libro de En busca del tiempo perdido.
Capturar un hecho de todos los días, común a buena parte de la población, y catapultarlo a la condición de acontecimiento singular, resulta un riesgoso ingreso en el campo de la ficción, al extraerlo del ámbito de la repetición que siempre acecha. Pocos sucesos tan unánimes y comunes como la escolaridad, siete años de primaria, cinco de secundaria, por estos pagos. Pasaje de la infancia a la adolescencia, suele carecer de eventos extraordinarios, a excepción de las cualidades que sus protagonistas puedan otorgarle y, rota esa monotonía, hacen mella, funcionan como marcas. De hecho, buena parte de ese extenso recorrido, con el tiempo, se olvida. De ese limbo los rescata el prolijo inventario llevado a cabo por Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) en su más reciente producción, Valecuatro.

Presentado como novela, sin dejar de serlo visita la condición de memorial, se reviste de autobiografía y circula temporalmente al modo de un particular registro histórico. Su escenario es la Argentina, en particular Buenos Aires, en especial los barrios de Flores y Caballito, ante los ojos curiosos de un niño que a los 12 años recién cumplidos pone pie en un colegio secundario católico barrial en el vertiginoso año bisagra de 1974. A partir de allí, y hasta el egreso hacia el fin de la década, dos universos: el de una pequeña burguesía autorreferente, abstraída de los furores de la historia, y el de una sociedad presa del terror cuyas tragedias resuenan en fragmentos lejanos, indescifrables para los habitantes de la tensa calma clasista.
Compatibilizar ambos registros, uno explícito, el otro escamoteándose entre el blanco de las líneas tipográficas, es la faena encarada por Figueras, haciéndose cargo del primero y reservando al lector la administración del segundo. Lo hace en primera persona asumiendo el protagonismo, aunque en momento alguno nominándose, en una escena de apertura que lo ubica en la borda de un barco pirata, haciendo equilibrio sobre esa planchada de castigo bajo la cual aguardan en encrespadas aguas, ávidas criaturas devoradoras. Ingreso al campo de la ficción y al primer día del secundario, trasfondo de terror, entrecruzamiento de escenarios, dan lugar al alivio de la tensión en la propuesta lúdica: jugar al truco. Con las palabras, desde ya, y las reglas de esa baraja condescendiente con las férreas reglas asediadas por el fingimiento y el bolazo. De aquí en más, rige la narrativa en estado de extrema pureza. Qué es biografía y qué imaginación deja de importar cuando la literatura se impone. Por ello mismo, si Valecuatro es memorial, testimonio, registro, fábula, pasa a un plano bastante secundario. Las cartas está echadas. Prima la escritura. Los géneros son la jactancia de los obsesivos.
Dotada del desparpajo y agilidad propia de la indecente belleza de la juventud, el momento de la escritura de Figueras es asimismo una máquina del tiempo; conjuga dos ocasiones: remite allá —los años '70—, ocurre aquí —ahora—. Dice en la actualidad lo que fuera cocido en el caldero del pasado: “Somos gente rara, los católicos. Nos colgamos del cuello un cadalso, actuamos como caníbales al devorar el cuerpo y la sangre del Salvador y, aunque prohibimos que las mujeres jueguen en primera, veneramos a un tipo de Roma que viste polleras”. Caracterizado el espíritu de la institución escolar confesional, la escenografía se amplía para solaz de la nostalgia tanto como dato destinado a quienes ignoran la época. La cotidianidad doméstica sirve de demostración; sin internet, TV con antena, teléfonos con cable, ausencia de control remoto, discos en el combinado, bondis con boletera, su ruta. Raudo, ese año asoma la noticia del peronismo y así como llega, se escapa. El pibe zafa de ingresar al Liceo Naval.
Uno a uno va apareciendo la fauna escolar, profesores, condiscípulos, curas, autoridades autoritarias. Como a todo lo largo de la trama, el relator va informando sus recursos contra el ostracismo de la timidez: “Soy un tipo parco, de esos que solo hablan cuando tienen algo que decir”. De Salgari y Stevenson a Hesse, Cortázar, Genet, Camus, Conti, algo de mitología griega, pasando por Bond, James Bond. Referencias literarias y cinematográficas reiteradas, como si el chico padeciera una oscuridad satelital, ávida de la luz proveniente de refulgentes astros del espacio exterior. A medida que despliega el folclore del día a día, escolar y doméstico, el relato va bocetando la paulatina maduración de quien cuenta.
Entre camándulas adolescentes, alguna exploración erótica inmersa en una pacata educación sentimental, livianas travesuras puberales con rango de arriesgada aventura, injusticias, tímidas reivindicaciones, la vida y la muerte van jalonando un devenir atrapante. El derrotero de experiencias hacen a la variedad de un relato que, común a una buena porción de los mortales así alfabetizados, adquiere trascendencia verosímil, razón de ser literaria. Año a año los personajes se mantienen en cuerpos cambiantes, unos crecen, otros envejecen. Llegado el momento, el “como si” del juego adquiere seriedad: "El truco era un juego con trasfondo de filosofía sarteana (…) lo crucial es lo que se logra hacer con la mano que nos tocó en suerte”. Gambetea al fatalismo, entonces: “Si uno juega en estado de gracia, es posible triunfar —hacerle a la suerte un corte de mangas, como Sordi en Los inútiles— a pesar de no contar con las cartas ganadoras”.
Un raudo punto de inflexión se desata a los catorce años; en 1976, golpe de Estado. "No vi nada (…) que no fuese mi circunstancia inmediata. Vivía dentro de una burbuja de paredes ahumadas. Todo lo que ocurría afuera quedaba reducido a manchas”. Nada repleta, casi aviesa a la percepción, no obstante “todo era muy normal en derredor: la gente, su febril actividad. Muy normal, todo. Re normal. Recontranormal”. Demasiado. “El colectivero actuaba de colectivero con gran persuasión. A Fernández, el del kiosco, Fernández le salía mejor que nunca. Hasta mis padres actuaban de padres”. Impostura abarcativa, la ciudad toda hacía su parte: “Mostrarse ruidosa, vital, creativa, llena de calles y vigilantes y edificios y negocios y vigilantes y plazas verdes y parque automotor y vigilantes y humo y sol y lluvia y vigilantes y laburantes y alumnos y jubilados y perros – perros vigilantes, perros policías”.
A pesar del ambiente tenebroso, en el plano individual van surgiendo las ineludibles definiciones, el encuentro con el futuro saltando por encima del presente. Concluía una década, la de los '70, que a pesar de todo dejaba marcas individuales. Para el relator y sus pares “no existían perspectivas de averiguar lo que ocurría, y muchísimo menos de obtener justicia. Éramos prisioneros de la realidad: menores de edad, ignorantes del genocidio que los militares perpetraban a metros de distancia, desprovistos de todo derecho que no fuese obedecer”. Sobreadaptación que fue destino para algunos, para otros, no.
Valecuatro es un texto que admite recortes transversales según diversas arbitrariedades, la etaria es una. Para los contemporáneos de la narración, hijos de una pequeña burguesía que cursaron la escuela secundaria durante la dictadura, hoy sexagenarios advertidos que han llegado tarde al Flower Power y a la Revolución, propone situaciones en las que no demorarán en reconocerse, en revivir experiencias adolescentes y compararlas; un muestrario empático y generoso para dar cabida a esas vidas. La generación anterior, sub cincuentona a la fecha, derivará su asombro hacia un conglomerado de usos y costumbres ya desactivados, complejos a un entendimiento marcado por la efusión de la restauración democrática y un pasado inmediato presentificado a través de su atroces secuelas. Finalmente, la generación posterior, los septuagenarios (y post) actuales habrán de toparse con un contraste impiadoso, pues habiendo vivido de cerca, quien más quien menos, una Argentina saturada de muerte, tortura, desaparición, en fin, los horrores del terrorismo de Estado en un país entregado al capitalismo salvaje, el tema resultará más ingrato. Ésta, la generación diezmada, retrucará con que de alguna manera se sabía lo que pasaba y cómo se resolvía esa situación dependió al modo en que la Historia, en lo singular y en lo colectivo, lo encontró situado. Estas franjas etarias son, por supuesto, permeables; ciertos rasgos se cuelan apenas de unas a otras, arrastradas por las más diversas variables.
En términos de Marcelo Figueras, para todos, qué se logró con las cartas que tocaron en suerte. No fueron las ganadoras para nadie, por cierto. Ese juego nunca concluye, se barajan nuevas manos, las series de las cartas nunca se repiten pues ingresan en cada ronda las ajenas, las de nuestros compañeros y las de los adversarios.
FICHA TÉCNICA
Valecuatro
Marcelo Figueras
Buenos Aires, 2025
288 páginas
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