Mientras el Ministro de Economía Martín Guzmán ensayaba en Nueva York con su maestro Joseph Stiglitz los blues de la deuda externa, que el martes le cantaría a Kristalina Georgieva, me entretuve leyendo la columna semanal que publica en el New York Times otro premio Nobel de Economía, Paul Krugman. Breve y didáctico, Krugman enarbola la bandera keynesiana contra la horda de economistas ortodoxos, a quienes trata con más cordialidad de la que reciben sus homólogos locales de los heterodoxos argentinos, pero con la misma precisión crítica. Krugman demuestra una y otra vez por qué están equivocados y predica las bondades del gasto público para el crecimiento económico y su mejor distribución, tema que en este momento se puso candente por el paquete de estímulo de 1,9 billones de dólares (trillions, en inglés) que la mayoría demócrata logró aprobar en el Capitolio pese a la reticencia republicana, y cuya aplicación concreta se discute ahora.
Sin duda, son muy distintos los equilibrios macroeconómicos en el mayor mercado del mundo, que además imprime la moneda universal que el resto acepta, y cuya inflación se estima en 2% anual, de la de un país en ruinas por el tornado neoliberal de los últimos cuatro años, con un endeudamiento impagable en divisas que no posee, una moneda doméstica que solo cumple la función de medio de pago en las transacciones cotidianas, pero no se usa como depósito de valor y cada vez menos como unidad de cuenta; con un empresariado que resiste aun la más elemental regulación y una inflación que si todo sale bien a fin de año será de 2% mensual. Pero aún así el socorro estatal a los más golpeados y el estímulo al consumo son el único mecanismo disponible para ir saliendo del pantano en que nos sumió el dormilón del Zoom.
Al terminar la columna, Krugman incluyó un video de Casey Abrams y Haley Reinhart, de quienes yo nada sabía, con una consigna a la que adhiero con más entusiasmo aún que a sus planteos económicos: "Porque sí, sólo unos minutos de placer". Y vaya si lo son:
Después me entró la curiosidad y empecé a averiguar algo de ellos. Haley tiene 30 años, es hija del conocido guitarrista de blues Harry Reinhart y de la también música Patti Miller. Canta desde los 8 años y hace tres se hizo famosa en el Cantando (que en Estados Unidos se llama American Idol).
Salió segunda en el concurso de 2018 pero las compañías editoras de música se la disputan y en cualquier momento la veremos aparecer en el cine, por razones evidentes. Las cámaras la aman.
Aquí canta acompañada por su padre en un lugar histórico del blues en Chicago, la sede de Chess Records.
También podés verla aquí con una banda bien nutrida.
Esta no es mi música preferida, ni ella me parece a la altura de Amy Winehouse o Lady Gaga. Pero condenado a parecerme a la descripción que hicieron de mí como un omnívoro musical, amplío el registro.
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