Blade Runner en la Argentina

Tres preguntas para identificar falsos libertarios

 

El 15 de julio de 1982 fue el estreno en la Argentina de Blade Runner, dirigida por Ridley Scott y protagonizada por Harrison Ford, Rutger Hauer y Sean Young. El tercer largometraje del director británico fue una adaptación muy libre de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, novela de Philip K. Dick, a la que la película supera ampliamente. En su momento, no tuvo éxito, aunque recuerdo haber salido de una sala de la calle Lavalle deslumbrado por la mezcla de policial negro y ciencia ficción. Con el tiempo, se transformaría en un clásico.

Como Alien, su película anterior, Blade Runner es un relato fantástico que describe un futuro que en aquel entonces parecía lejano, pero que para nosotros es pasado: la historia transcurre durante el 2019. En lugar de la derrota electoral en primera vuelta de Mauricio Macri frente a Alberto Fernández, en el 2019 de Scott, la humanidad ha colonizado nuevos mundos, mientras la Tierra se transformó en un lugar hostil, contaminado y sobrepoblado. Los avances de la bioingeniería han permitido la fabricación de una nueva clase de androides llamados replicantes, que son usados como mano de obra esclava en la constante expansión a través del espacio. Los replicantes son idénticos a los humanos, pero si bien los superan en destreza física, carecen de sentimientos, al menos en teoría. Al encabezar un motín, estos esclavos futuristas son expulsados de la Tierra y enviados a las lejanas colonias espaciales. Un grupo de policías, llamados blade runners, tiene como misión detectar a aquellos que no cumplan con la restricción y “retirarlos”, un eufemismo usado para ocultar lo que sucede: los replicantes son ejecutados. Una prueba, el test Voight-Kampff, permite diferenciarlos a través de una serie de preguntas que sólo desencadenan una respuesta emocional cuando el sujeto es humano. Por el contrario, la ausencia de empatía permite identificar a los replicantes.

Como corolario de la falla en el sistema, basta recordar el monólogo final de Roy Batty, el magnífico replicante que quería vivir, interpretado por Rutger Hauer: “He visto cosas que ustedes jamás podrían creer. Naves de combate en llamas más allá de Orión. He visto rayos C en la oscuridad, cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Llegó la hora de morir”.

 

 

En la Argentina, contamos con nuestro propio test Voight-Kampff, una prueba ácida que, en lugar de detectar a los replicantes, desenmascara a los autoritarios que intentan pasar por liberales. 

El test Voight-Kampff requiere de un dispositivo que —a partir de una serie de preguntas— permite medir la variación de funciones corporales tales como la respiración, el ritmo cardíaco y los cambios en la mirada del individuo analizado, a la vez que calibra el tiempo de reacción. El test para detectarlos prescinde de esa tecnología sofisticada y sólo requiere que el examinador haga unas pocas preguntas en el momento adecuado. Como los falsos liberales suelen afirmar que “el liberalismo es el respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo” y ponen énfasis tanto en la libertad y las garantías individuales como en la defensa de las instituciones republicanas, el test debe buscar inspiración en dichos tópicos. 

Esta semana fue un momento ideal para detectar replicantes. En efecto, la Cámara Federal de Casación Penal ratificó el fallo del Tribunal Oral contra CFK y el resto de los acusados en la causa “Vialidad” y, de paso, convalidó punto por punto lo adelantado por Clarín y La Nación. Los humoristas Mariano Borinsky, Gustavo Hornos y Diego Barroetaveña consideraron que hubo “una maniobra fraudulenta que perjudicó de manera trascendente a las cuentas del Estado nacional” y Hornos, el más entusiasta de los tres, incluso votó a favor de sumarle a la ex Presidenta nada menos que el delito de asociación ilícita, tal como pidieron los fiscales. Así, Casación confirmó la condena sin pruebas de un delito que, además, ella nunca podría haber cometido, ya que —como lo recordó en su dictamen como experto legal el actual procurador del Tesoro, Rodolfo Barra— desde la reforma constitucional del ‘94, quien ejecuta el presupuesto de la Nación es el jefe de Gabinete y no el Presidente. 

Como si esto fuera poco, al día siguiente, el vocero presidencial anunció que el gobierno decidió de forma discrecional dar de baja la jubilación de CFK y la pensión que percibe como viuda de Néstor Kirchner. Las razones invocadas, ajenas a la ley que reglamenta esos haberes, refieren a la supuesta falta de honor de la ex Presidenta. La jubilación de Amado Boudou como ex Vicepresidente correrá la misma suerte. Para coronar una semana de persecución política a cielo abierto, el oficialismo anunció el tratamiento en el Congreso del famoso proyecto de “Ficha Limpia”, una de las tantas iniciativas liberticidas impulsadas en la región por el Departamento de Estado de los Estados Unidos que, por supuesto, jamás implementaría en su país. “Ficha Limpia” limita una garantía constitucional elemental como la inocencia presunta, ya que quien haya recibido una condena en segunda instancia —es decir, que se presume inocente porque todavía tiene una instancia de apelación— perderá el derecho a presentarse a elecciones. El proyecto tiene una destinataria clara: CFK. Frente al frenesí moralista que invoca una supuesta ausencia de honor con el objetivo de cercenar derechos, es bueno recordar que Donald Trump, el ídolo de quienes llevan adelante esta cruzada ética, acaba de ser electo pese a contar con una condena firme, mientras enfrenta ochenta y ocho cargos en cuatro causas diferentes.  

Por ello, nuestro test para detectar a quienes se disfrazan de liberales consta, en este caso, de solo tres preguntas:  

  • ¿Acuerda con un fallo que resucitó una causa ya juzgada y archivada, que prescindió de pruebas, que no consiguió ningún testimonio en contra de la ex Presidenta y la condenó por un delito que según la Constitución no podría haber cometido?
  • ¿Considera aceptable que, de forma discrecional, el gobierno elimine el derecho adquirido de políticos opositores basándonos en nociones ajenas a las leyes y la Constitución?
  • ¿Le parece bueno restringir una libertad individual elemental como la presunción de inocencia, a la vez que se le otorga al Estado la potestad de decidir por nosotros a quién podemos votar?

La respuesta positiva a cualquiera de las tres preguntas traduce una profunda alergia a la libertad y a las garantías constitucionales más elementales, además de demostrar una tenaz ausencia de empatía hacia quienes no comulguen con las mismas alucinaciones políticas. Esa falta de empatía no es un hecho político nuevo: el antipopulismo es una obstinación nacional que siempre ha rechazado el empoderamiento de las mayorías y lo ha combatido con tanques o fallos oportunos. Hace cien años buscó terminar con el yrigoyenismo, a partir del ‘45 con el primer peronismo y hoy, por las mismas razones, busca ponerle “el último clavo al ataúd del kirchnerismo con Cristina adentro”, como sostuvo el Presidente de los Pies de Ninfa. “Nos dicen kirchneristas para bajarnos el precio. Somos y seremos peronistas”, decía Néstor. 

El frenesí del gobierno de la motosierra es el vehículo del antipopulismo de hoy. Y tiene la cortesía de ser tan explícito que alcanza con unas pocas preguntas para desenmascararlo.

 

 

 

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