Bimonetarismo y neocolonialismo
La destrucción del Estado nos debilita ante el dislocamiento de las relaciones internacionales
Continúa la catarata de medidas desatadas por el gobierno mileísta contra los intereses populares y contra el progreso nacional, sin solución de continuidad.
La decisión de destruir el proyecto de reactor nuclear CAREM (Central Argentina de Elementos Modulares), una central energética de baja potencia íntegramente diseñada y construida en la Argentina, considerada por los especialistas como eficiente y segura, con un potencial exportador notable, es uno de los “logros” recientes que se puede anotar el gobierno neocolonial.
Poner en duda la continuidad de las funciones del ANMAT (Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnología Médica), el organismo público que resguarda a nuestra población de los desmanes que puede provocar la “iniciativa privada” en cuestiones vinculadas a la alimentación y la medicina, forma parte del salvajismo y oscurantismo desatado por el oficialismo, a favor de los intereses corporativos locales y multinacionales.
Como en el caso de la suspensión a comienzos del año de la construcción del Gasoducto Néstor Kirchner, que le terminó costando al país la importación de gas por casi 600 millones de dólares, el gobierno parece inmune al cálculo económico racional. El criterio destructivo de cortar cualquier gasto sin sopesar las repercusiones futuras sobre el bienestar de la población parece estar guiado por prejuicios fuertemente ideológicos que son 100% compatibles con la idea de subdesarrollar al país. Un gobierno de ocupación colonial no lo haría mejor.
En el caso del veto a la modesta mejora a los haberes jubilatorios planteada por el Congreso, prima el mantra compartido por toda la derecha argentina, de punta a punta: es muy caro el gasto en jubilaciones decentes. Sostenerlas en el tiempo obliga a una política impositiva seria y progresiva, medida redistributiva con la cual están absolutamente enfrentados. El sistema previsional, según ellos, debe ser partido en dos tramos: el de los jubilados pobres –la mayoría– puestos en situación de semi-indigencia, y el de los jubilados que pertenecen a tramos de asalariados bien remunerados, de cuyos ahorros se harán cargo gustosamente las nuevas AFJP, o como se llame el nuevo curro de los financistas.
Las universidades públicas masivas, entienden en el mileísmo-macrismo, son un lujo que la Argentina –país que debe ser subdesarrollado para la actual gestión– no debe darse. Son otro costo que hasta ahora asumía el Estado, pero al cual la troupe libertaria ha venido a reducir para llenar de plata los bolsillos a los empresarios, como sostiene el Presidente.
Asfixiando al CONICET, a las universidades y a los organismos nacionales de alta tecnología, se logrará que se vayan los científicos –ahora también incluidos en la casta– y los profesores, a la actividad privada o al exterior. Arrasar la cosa pública es uno de los ejes centrales de la gestión libertaria-macrista y sobre eso no hay demasiadas tensiones entre los socios.
Hablar de debates públicos en la Argentina no tiene sentido. La derecha no debate. No le llegó el relativismo posmoderno. No está aquejada por la jactancia de la duda.
La brújula de la rentabilidad privada de corto plazo no admite discusiones ni negociaciones. Es una agenda que no ha sido votada por la población, porque nunca se someten las reformas estructurales pro-empresa a la opinión de los ciudadanos.
A los grandes debates nacionales convoca Cristina Fernández, pero el cordón sanitario anti-k organizado por los poderes fácticos que gobiernan la sociedad la deja hablando rigurosamente sola.
Los orígenes del bimonetarismo
El documento emitido por Cristina la semana pasada (con el clintoniano título de “Es la economía bimonetaria, estúpido”), vuelve sobre un tema que ella ubica en el centro de los problemas argentinos: el bimonetarismo. Muestra algunas de las inconsistencias del planteo libertario para afrontar los problemas nacionales como la inflación, y vuelve a apuntar al problema de la escasez de dólares, el endeudamiento externo y los condicionantes del FMI como temas que deben ser afrontados.
No hay muchos secretos sobre cómo aumentar la cantidad de dólares que entran a la economía nacional: exportar más y más variado, combatir en serio la fuga de divisas y el contrabando, y sustituir importaciones en forma eficiente. Los compromisos externos que han generado las experiencias neoliberales podrían ser refinanciados de buena fe, si no hubiera una notable voracidad en los centros de poder occidentales por los recursos naturales argentinos, que prefieren un país estrangulado, siempre al borde del precipicio y colocado en un estado de desesperación que lo empuje al remate vil de sus recursos. Los liberales neo argentinos son sus aliados insustituibles.
Tampoco hay demasiados secretos en cómo lograr una moneda estable: tener una tasa de inflación reducida (para lo cual es necesario una fuerte política antimonopólica y de defensa del consumidor, y por lo tanto abrir el abanico de productores de bienes esenciales), ofrecer instrumentos de ahorro más interesantes que apostar al dólar en moneda nacional, tener una balanza comercial equilibrada, no endeudarse estúpidamente para convalidar la timba financiera, no emitir dinero en forma desordenada y tener un Estado capaz de recaudar con eficacia los impuestos que se votan en el Parlamento.
Es decir, la parte “objetiva” del fenómeno bimonetario –no aquella vinculada a prácticas sociales o comportamientos adquiridos, creencias o mentalidades o negocios directamente asociados a la inestabilidad cambiaria– puede ser atacada desde políticas públicas coherentes y bien diseñadas.
Pero es evidente que no es allí donde está el problema. Una pista se encuentra precisamente en la convocatoria patriótica que lanza cada tanto CFK y que es sistemáticamente desoída por todo el arco político restante.
¿Cómo puede ser que una convocatoria a resolver los más graves problemas argentinos no sea tomada por el resto de los actores políticos? Sí, es cierto, la derecha no debate. Pero tampoco está dispuesta a “hacer como que debate” para fingir que hay democracia.
La respuesta, a mi juicio, es evidente: a una parte influyente de los actores políticos, económicos, sociales y comunicacionales no les interesa algo que pueda asociarse con el concepto de Patria. Es un término demasiado fuerte para una camada de políticos y empresarios nacidos y criados en la ideología de la globalización, que promueve la liquidación de los proyectos nacionales y sus relatos patrióticos, la apertura total de los mercados nacionales hacia las grandes firmas multinacionales y el capital financiero global, y la introyección en el mundo cultural y político periférico de la idea de subordinación acrítica a los centros de poder.
Por eso no está en su agenda reparar a la economía argentina, ni dotar de un futuro a su población. La agenda de los sectores políticos que se ofrecen para globalizar –y subdesarrollar– a la Argentina, pasa por acondicionar a nuestro país, a nuestra sociedad y a cada uno de sus componentes individuales, para que sea business friendly con el capital que desee hacer negocios en este territorio.
Los reiterados llamados de Cristina al logro de consensos nacionales elementales, y los reiterados ninguneos y caídas en sacos rotos de sus apelaciones, no deben llevar a la idea de que se debe abjurar de retomar un rumbo patriótico para nuestro país por falta de actores interesados.
Quizás, en cambio, sea necesario aceptar que no va a encontrarse ese camino apelando a acuerdos con dirigencias quebradas, extraviadas o vendidas, sino apuntando a construir un amplio movimiento patriótico en las vastas mayorías abandonadas por la política partidaria, tan entregada a la lucha por puestos en las listas electorales y en los cargos públicos.
Como ya hemos señalado en otras oportunidades, el campo nacional y popular es enorme, y cuenta con especialistas en las más diversas disciplinas, que están en condiciones de elaborar en forma colectiva un proyecto nacional. La pregunta es cómo movilizar y encausar ese gigante que más que dormido está desorganizado y que no encuentra un espacio en el cual aportar fructíferamente sus ideas y propuestas.
Polémicas en la derecha
La diferencia de agendas entre el espacio nacional y lo que se discute dentro de la derecha no podría ser mayor. Es fácil distinguirlas: si no hay ninguna mención a los seres humanos y sus necesidades en los intercambios de ideas, es porque se está discutiendo dentro de la derecha.
Las derechas tienen su propio centro organizador del pensamiento: los negocios, las rentabilidades, las oportunidades de hacer plata rápida. Eso les proporciona un ángulo peculiar para analizar la bondad o maldad de las políticas públicas, la calidad o endeblez de las medidas económicas, la habilidad o inutilidad de los políticos para llevar adelante los proyectos de las corporaciones.
El gran eje ordenador del pensamiento de derecha actual –que siempre es coyuntural– es si tiene razón el tándem Milei-Caputo-Arriazu-Capital Financiero en cuanto a que no hay por qué devaluar, ya que la inflación próximamente sería casi nula y el tipo de cambio se volvería más competitivo, lo que generaría confianza global, fluirían los capitales y las reservas se poblarían con los dólares necesarios para pagar compromisos externos.
A su vez, el tándem Exportadores-FMI-Cavallo-Sturzenegger prefiere una devaluación, que permitiría una mayor acumulación de divisas a costa de un derrumbe adicional del mercado interno.
Para los que persisten en la meta de inflación baja, el tema de la salida del cepo, o sea que el dólar oficial tenga un valor tal que el gobierno pueda venderlo “libremente” sin que el público se abalance, no es muy relevante.
Los que quieren apurar el paso en materia devaluatoria sostienen que sin esa salida del cepo no vendrán las inversiones, porque no tienen garantías de salir de la economía argentina cuando quieran, o de poder remitir utilidades al exterior a voluntad. Para tranquilizar, dicen que el nuevo dólar “libre” se cotizaría sólo un poco más alto que el actual, y que por lo tanto el impacto inflacionario sería bajo. Lo minimizan, y también minimizan el efecto social y político de una pirueta cambiaria de esa magnitud.
Este tipo de economistas, como se sabe, son bastante ignorantes en general, y más aún en cuestiones sociológicas relativas a la Argentina. Porque ignoran, o prefieren ignorar, los comportamientos predatorios de los actores con posiciones dominantes en los mercados, que remarcan incluso más allá de lo que indican los saltos devaluatorios. A su vez, esos comportamientos luego son replicados por infinidad de actores menores, que imitan a los grandes y asumen la práctica remarcatoria abusiva como un dato de la realidad.
Los dos escenarios que prefigura la derecha económica son, por supuesto, malos para la población.
En un caso, porque la muy dificultosa baja de la inflación se está logrando con depresión económica, degradación salarial y laboral, y cero perspectivas de mejora, lo que promete desgaste político creciente y acumulativo. En el caso contrario, porque una devaluación tendría impacto instantáneo en la carestía de la vida, por lo tanto provocaría una nueva caída en el salario real y aumentaría las penurias por las que ya se viene atravesando. También aquí habría costos políticos, con el agregado de que la “hazaña” anti-inflacionaria se esfumaría, con lo cual Milei le tendría que pedir a su público una nueva dosis de crédito político al ilusionismo libertario.
En la inflación baja, el mileísmo ve tanto la ventaja política de cumplir con una demanda masiva como una carta de presentación internacional: sería el gobierno que logró –a los mercados no les importa cómo– el equilibrio fiscal y abatir la inflación, es decir, se ofrecería “al mundo” una nueva tierra de oportunidades para invertir financiera o productivamente con baja incertidumbre. En esa ficción, todos los actores locales, desde los que piden devaluación a los que ven destruidos sus ingresos, se adaptarían al esquema, o no tendrían capacidad para impugnarlo. Esa sería la muestra final de la solidez política del esquema mileísta, y eso sería lo que finalmente le daría verosimilitud internacional.
Sin embargo, la inflación de agosto fue del 4,2%, lo que representa un grado de avance cero hacia la meta de una inflación mínima.
En este punto chocan dos de los objetivos del gobierno: 1) consolidar el muy precario equilibrio de las cuentas públicas, atado con alambre, y 2) mostrar un logro inflacionario “espectacular” (hasta ahora no lo pudo exhibir) tanto para obtener respaldo popular como para enfriar las expectativas devaluatorias.
Pero para consolidar el equilibrio fiscal lo único que se les ocurre es bajar el gasto público, para lo cual tienen que seguir reduciendo o eliminando los subsidios a los servicios públicos, lo que se traduce en saltos tarifarios brutales para el bolsillo de la población, y que inevitablemente se reflejan en el índice inflacionario mensual, impidiendo que siga bajando o directamente proyectándolo para arriba.
Y si quieren concentrarse con todo en un único objetivo, por ejemplo inflación del 2%, tienen que sacrificar muchas otras cuestiones, y arriesgar la credibilidad fiscal (y atizar el fantasma del default por falta de dólares para afrontar los próximos compromisos de deuda).
Es gracioso que ambos tándems de la derecha empezaron a declarar últimamente que ya se ven las mejoras, y se toman de algunos números puntuales y de escasa significación para “dar buenas noticias”, como diría De la Rúa. Son los “brotes verdes” que el macrismo vaticinó para el segundo semestre de su propio gobierno.
En ese sentido, es más científica una tirada de tarot de algún miembro prominente de este gobierno que los pececitos de colores que venden los trajeados economistas del establishment.
El horno internacional no está para bollos
Es casi una tradición nacional vivir como si afuera de la Argentina no pasara nada. En el caso de la derecha local, son una máquina de inventarse un mundo inexistente, maravilloso, que está afuera. Viven en “los felices '90”, como bautizó a esa década fallida Joseph Stiglitz.
Pero el mundo está viviendo tensiones muy profundas y peligrosas, y está avanzando en la dirección exactamente contraria a las ideas que hoy predominan en la política argentina.
En el reciente debate presidencial norteamericano, protagonizado por la demócrata Kamala Harris y el republicano Donald Trump, se pudieron visualizar con claridad las amenazas que hoy se ciernen sobre el mundo.
Kamala Harris fue inflexible en su apoyo a la OTAN, a la guerra contra la Federación Rusa, desplegando el guión de que Putin es un ambicioso tirano que se quiere engullir más países europeos y que por eso hay que pararlo como sea. El guerrerismo norteamericano habló por su boca.
En tanto Trump, que se quiere bajar del conflicto ucraniano para focalizar su furia en la República Popular China, advirtió que los inmigrantes que entran a los Estados Unidos se comen los perros y los gatos de los vecinos. Una síntesis perfecta de xenofobia y aporofobia, disfrazada de amor por las tiernas mascotas del prójimo.
Es muy llamativa la afinidad entre el estilo trumpista de fanfarronería, mentiras, pensamiento infantil y reaccionarismo, con el del actual mandatario argentino. Pero Trump se muestra muy preocupado por su moneda nacional, a diferencia del gobernador neocolonial local en relación a nuestra moneda.
El dólar está perdiendo de a poco terreno a nivel mundial a medida que se despliega la diplomacia económica de los BRICS. En los últimos días, el líder republicano dijo que el dólar estadounidense se había debilitado como consecuencia de la guerra en Ucrania –por eso la quiere terminar– y que pondría aranceles del 100% a los países que dejen de utilizar esa moneda en sus operaciones exteriores.
Tanto la profundización de la guerra en Ucrania, con consecuencias peligrosísimas para la paz mundial –se habla actualmente con mayor frecuencia del uso de armas atómicas–, como las guerras comerciales sin límites que anuncia sin cesar Trump, no son compatibles con la idea de un mundo feliz en el que la Argentina vende sus commodities en grandes cantidades y resuelve sus problemas externos e internos gracias a esa venturosa abundancia que nos llegaría desde afuera y sin hacer más que aplicar el RIGI.
Las dos opciones políticas presentes en la escena norteamericana tienden a provocar una disrupción en el orden global, por la vía militar o por la vía de la guerra comercial. Por el despliegue de una estrategia u otra, van a resquebrajar la globalización, sus cadenas de valor y sus instituciones regulatorias, y a comprometer las posibilidades del crecimiento económico mundial en el corto y mediano plazo.
La dirigencia argentina está –en un 95%– en Babia. Entre el macrismo y el mileísmo derrumbaron el nivel del pensamiento político argentino.
El país no está preparado para las situaciones complejas que se anuncian en el horizonte mundial. El proceso actual de destrucción del Estado argentino es una verdadera desgracia, porque aumenta nuestra indefensión frente al dislocamiento de las relaciones internacionales existentes hasta el presente. Va a ser necesaria mucha organización y mucha disciplina nacional para enfrentar los escenarios conflictivos que se anuncian.
Más Estado, más producción nacional diversificada, y más ciencia y tecnología para resolver los problemas y defender la vida, es lo que vamos a necesitar. Quienes sepan ver ese horizonte, y organizarnos en esa dirección, serán los verdaderos héroes del tiempo por venir.
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