¡A bailar que se acaba el mundo!, parece decir buen número de gente y yo me siento perdida, sumida en la contradicción. Soy devota de los carnavales y la catarsis implícita, del desenfreno, la inversión de los roles cuando el rico se viste de harapos y el pobre es rey. Pero no es el caso en estos aciagos tiempos de pandemia. El rico se hacina y baila y protesta y vocifera en nombre de la economía sin recordar que en un principio fueron sus pares quienes trajeron la peste de ultramar. El pobre, hacinado, sólo la sufre.
Quienes invaden las calles supuestamente convencides de que el virus no existe, o es a penas una gripecinha y de todos modos elles son inmunes, quizá pertenezcan a la escuela del difunto Jack Schwarz, curador holístico, cabeza de la Fundación Psico-física Altheia (mind over matter), autor del libro Sistemas de energía Humana: el camino a la salud usando nuestros campos electromagnéticos. O quizá no tengan idea de ese gurú pero intuyen su verdad, aun siendo algunes de elles terraplanistas descreyentes del magnetismo terrestre.
Lo podemos aceptar, por qué no, al fin y al cabo la mente es poderosa y quizá los proteja. Los proteja a elles, quienes están convencides de su propia inmunidad. Pero, ¿y les demás? ¿Quienes les rodean, quienes conviven con elles, quienes pasan por la calle a su vera?
¿Qué diferencia hay entre los bombos peronistas y las cacerolas, más allá de la ideología de los usuarios? Respuesta: la accesibilidad.
Cacerolas buenas o abolladas todes tenemos, y para mejor las cacerolas, sartenes y demás utensilios de cocina ponen un toque de entrecasa, de espontaneidad hogareña. Sólo que no es el personal de servicio quien las golpea sino sus patronas. En Recoleta, of all places.
De la batería de cocina a la batería musical propiamente dicha, un solo paso. De danza. Y muches salen a bailar a la calle. Maravillosa y espontánea manifestación de euforia si no estuviéramos viviendo tiempos de pandemia. Quienes bailaron en la cubierta del Titanic nada podían hacer para impedir la catástrofe. Pero una montaña de virus no es un iceberg, la mires por donde la mires, y si no tenés microscopio electrónico mirarlo te será imposible. Sólo podés centrarte en la extraordinaria foto que lograron los del Instituto Malbrán, y nadie te impide alegar que es una superchería.
Esto no significa que una esté en contra de desacuerdos y protestas. Bienvenidos los argumentos sólidos y bien fundamentados, la verdadera libertad de expresión. Pero lo visceral no da lugar para un debate serio. Hace años ya que nos asedia la Posverdad, esa “mentira emotiva” nacida para modelar la opinión pública desdeñando los hechos fehacientes y los datos verificables. También las superabundantes fake news alegremente reproducidas por los diarios hegemónicos, que hoy hacen eclosión en nuestras apandemiadas calles.
Tampoco tengo –tenemos—nada contra lo emocional, pero ¿conviene acaso dejar que las emociones nos obnubilen el entendimiento? El ser humano –dice la neurociencia— suele quedar fijado en las primeras impresiones y sólo acepta aquello que las refuerza. Mejor prestémosle atención a dicha trampa.
El tema Vicentin surca equivalentes aguas. Vicentin el Aceitoso, el de los granos evasores y los vinos freudianos: Banda de los Tres Sucios, El Contrabandista, El Apostador, El Renegado. Les antiestatistas, que ni siquiera conocen el concepto, se unen al irracional clamor de las protestas. ¡Propiedad privada!, exigen. Propiedad… decididamente no de quienes la defienden con mucho más énfasis que lógica. Lo de privada lo dice todo: privada de ética.
Peras al olmo
¿Por qué no pedirlas, dadas las circunstancias? ¿Por qué no esperar que las cosas cambien y se renueven y reverdezcan tras esta tremenda insólita cienciaficcionesca experiencia que estamos viviendo?
Peras al olmo... ha llegado el momento de dar vuelta la taba o, como se dice ahora, de esperar un cambio de paradigma. La palabra solidaridad ha sido esgrimida desde las altas esferas para combatir la peste que nos asuela, o al menos para paliarla. Muches la han escuchado y puesto en práctica, otres no. Lo mismo o peor pasa con la empatía, esa generosa y desinteresada capacidad del ser humano de ponerse en el lugar del otro.
Cabe referirse acá a Tony Schwartz, el negro de Trump.
Negro, en el léxico editorial, no alude al tema del racismo tan candente es estos tiempos (y candente es la palabra exacta) sino al escritor fantasma, ghost writer, hombre que presta su pluma y su cacumen a las dispersas elucubraciones de quien lo ha contratado. Este preciso Schwartz redactó años atrás, en el anonimato de su oficio de sombras, una especie de rimbombante autobiografía de Donald Trump, The Art of the Deal. Hoy confiesa que acaba de desayunarse, para decirlo en criollo, percatándose por fin con qué buey (valga el mexicanismo involuntario) estuvo arando. Y reconoció compungido que el actual Presidente de los Estados Unidos es “un sociópata que carece de toda empatía y se deleita con la atención, la dominación y la crueldad”. Lo comprendió por fin al leer un libro de su compatriota la psicóloga Martha Stout, donde afirma los siguiente: "El sociópata quiere manipularte y controlarte, razón por la cual se siente recompensado y alentado cada vez que le dejas ver tu ira, tu confusión o tu dolor".
¿No nos recuerda a alguien por estas costas?
Tuvimos nuestra sobredosis de an-empatía, valga el neologismo, que ahora parece haberse atomizado en la caterva de trolls ambulantes que repiten consignas crudas, indigeribles, cuando no les estalla el odio en la cara y escupen improperios de alta carga.
En mi errático merodear por textos de ciencia me apropio de piedras preciosas que engarzo en mis reflexiones. Al respecto de insultos y palabrotas —eficaces para definir al emisor, no al destinatario— me asombró encontrar el origen enfermo de estos exabruptos. Es decir que putear, valga el apropiado guaranguismo, no suele ser mala educación o furia (justificada o no) sino una rara condición neurológica. Por lo pronto el distinguidísimo neurocientífico Antonio Damasio, en su libro La sensación de lo que ocurre sobre la elaboración de la conciencia, cuenta de su asombro al descubrir que pacientes que sufren de afasia global —en la que se pierden las facultades del habla consciente— sólo pueden tener exaprutos emitiendo algún vocablo inconexo, insultos por lo general, contundentes improperios. Al respecto, más conocido es el síndrome de Tourette, tan estudiado por Oliver Sacks, que también despierta el incontrolable y atroz impulso de insultar y maldecir a los gritos.
Ojo con el contagio. Las manifestaciones irracionales de odio y de desprecio a su vez nos enferman. Attenti a la contaminación en nuestras calles, envirosadas en más de un sentido.
Improperios apropiados
Para no tener que atender sones y voces contaminadas que pretendiendo ser políticas se nutren de un odio irracional, me refugio en mi estudio. Así, acomodando papeles, afloró la gigantesca revista gringa BOMB, desmedida en todo sentido, que ojeo con gusto. Y encuentro un trampolín al pasado, un “poema” de Harold Pinter que pongo entre comillas porque su propia desmesura se centra en la sarta de improperios e injurias que enhebra con encomiable entusiasmo. La fecha es 1991, el título: American Football (A Reflection upon the Gulf War). Fue encontrarlo impreso y verme en Londres, ese mismo año, mes de octubre si no me equivoco. El British Arts Council nos había invitado a Claribel Alegría, Nicanor Parra y a mí a una magnífica gira de lecturas por Inglaterra. Nicanor a último momento debió excusarse, acababa de ganar el premio Juan Rulfo y debía ir a recibirlo a Guadalajara. En nuestro muy británico cóctel de recepción el gran Pinter, viejo amigo de Claribel, se acercó a saludarnos, y charla va charla viene nos regaló a cada una copia taquigrafiada de su flamante poema. Cuando más tarde lo leímos, más desconcertadas que impresionadas o disgustadas, lamentamos la ausencia de Nicanor que lo habría disfrutado mejor.
Esta mañana, al sentarme a la compu, en el momento en que iba a transcribir el poema y tratar de traducirlo, pensé que quizá con suerte lo encontraría en la web, esa enciclopedia del apurado. Y por supuesto allí estaba, con su historial y su exégesis. No recuerdo si Pinter con orgullo nos contó en aquel entonces que el tal poema había sido rechazado por todos los principales periódicos ingleses y norteamericanos. Creo que algo mencionó al respecto pero no sé si ya había recibido la sarta de disculpas, y burdas explicaciones para justificar la censura. Ahora en Google podemos encontrar el historial y tengo acá a mi alcance la única publicación que se le animó en esa época, la revista indie Bomb del invierno de 1992. En la web encontré la tardía traducción, obra del muy recordado Andrew Graham-Yool.
Fútbol americano (Una reflexión sobre la Guerra del Golfo)
¡Aleluya!/ Funciona. / Los hicimos mierda.
Les metimos la mierda en sus propios culos / y les salía hasta por sus orejas de mierda.
Funciona. / Les reventamos la mierda. / ¡Se ahogaron en su propia mierda!
Aleluya. / Alabado sea el Señor por todas las cosas buenas.
Los hicimos mierda del todo. / Se la están comiendo.
Alabado sea el Señor por todas las cosas buenas. / Les estallamos las pelotas en astillas de polvo, / astillas del mismo polvo.
Lo logramos.
Ahora quiero que vengas aquí y me beses / en la boca.
En una exégesis, un tal Michael Billington explica las intenciones del conocidísimo autor teatral: “Lo que Pinter está haciendo a las claras con el fútbol americano es satirizar, a través de un lenguaje deliberadamente violento, obsceno, sexual y de celebración, el triunfalismo militar que siguió a la Guerra del Golfo y, al mismo tiempo, contrarrestar los eufemismos manejados por el escenario a través del cual se proyectó en televisión”.
¿Y nosotros qué?
No es semejante noble si bien críptica intención la que mueve hoy en día a locales puteadores seriales.
Me pregunto qué pretenden expresar insultando a un gobierno que está haciendo las cosas de la mejor manera posible, que se encontró con tremendo caos económico y social y al poco tiempo le estalló en la cara el caos global. No es fácil encontrar respuesta a esta pregunta, más allá del odio a este mismo gobierno asiduamente fomentado por las redes sociales.
Sin embargo debe haber algún motor personal que impulsa a les superagentes del desquicio a desatender la amenaza pandémica. Para la recurrencia de manifestaciones y hasta bailes callejeros y para la propagación de dislates, sólo encuentro una explicación que quizá, quizá, valga de justificativo: el miedo.
¿Por qué lo pensé? Porque desde un principio la sensación que tuve al ver a esa gente “sacada”, es decir fuera de quicio, acercándose a micrófonos y cámaras para descargar su bilis, pensé que habían perdido su alma, su espíritu. Y no sin cierta sorna pensé que les vendría bien una Cura de Espanto. Chamanes y chamanas de Centroamérica la conocen bien y para oficiarla invocan: “Fulano, fulana. Toma tu espíritu y vuelve”. La UNAM la avala, porque entiende que la Cura de Espanto alivia el susto, que “no es la pérdida de ánimo sino la pérdida de una entidad anímica” y puede tener muy diversos orígenes. Así, siendo el miedo un susto sostenido en el tiempo, quizá habría que sentir cierta piedad por quienes se manifiestan en formas tan poco acordes con lo razonable. No hay duda de que la pandemia puede despertar un miedo sordo, sin control. Estamos enfrentándonos a un fantasma, y eso de enfrentarse es una utopía porque apenas podemos resguardarnos, moderadamente. Este enemigo es peor que invisible, es apenas un virus, un microorganismo compuesto de material genético protegido por un envoltorio proteico, que causa diversas enfermedades introduciéndose como parásito en una célula para reproducirse en ella, según el diccionario. Nombre masculino, aclara. ¿Y contra tamaña invasión alienígena sólo podemos lavarnos bien las manos, permanecer en casa?
El miedo no es tonto, dicen, pero parecería atontarnos de la peor manera.
La empatía no es tutía
No es ninguna pavada la empatía, no. Pero es tutía de alguna manera. Basta un click para saber que “la atutía o tutía era un fármaco o medicina antigua utilizada sobre todo contra las enfermedades oculares. El vocablo procede del árabe hispánico attutíyya”. Es decir que la atutía, y sobre todo su hermana poética la empatía, te permiten ver más allá del propio ombligo. Mucho más allá. Es por pérdida de empatía que nos volvemos ciegos y sordos a las necesidades de los demás y sólo atendemos tóxicos cantos de sirena.
Ergo, una vez que la cura de espanto nos haya devuelto nuestro espíritu perdido, ¿qué tal si nos embarcamos en la lectura? No de chatarra, aunque no tengo nada contra best-sellers o libros de autoayuda o historietas, pero para el íntimo alimento de la empatía se recomienda la buena literatura.
Es algo bien sabido y suelo repetirlo: la alta ficción, los clásicos de antes y de ahora, nos brindan un acercamiento abarcador y plural al alma humana, sin distinción de razas ni de credos ni de posición económica o social. Algo imprescindible en estos tiempos que corren (que nos corren). La lectura no sólo genera empatía, produce alivio profundo. Al punto que existe en los países anglosajones el flamante oficio de biblioterapeuta, quien le recomendará al paciente las obras literarias idóneas no sólo para remediar sus ansiedades y angustias, también para aprender a descifrar a fondo las trampas del lenguaje prestando atención al peso de las palabras. Bien lo dice Antonio Damasio cuando explica que “el lenguaje es un gran contribuyente al nivel superior de conciencia que estamos empleando en este preciso instante, la conciencia extendida. Por esta razón se requiere un enorme esfuerzo para imaginar qué subyace tras el lenguaje, pero es un esfuerzo que debe ser realizado”.
Que la literatura nos ilumine. En más de un sentido.
¿A bailar que se acaba el mundo?
No
A razonar, o acabamos nosotros con el mundo.
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