Assange, la cuarentena más larga
La justicia británica negó la extradición del creador de Wikileaks a EEUU. Asilo en México en el horizonte.
El 2021 trajo un poco de aire fresco para Julian Assange, sólo porque la justicia británica negó su extradición a Estados Unidos. Pero se trata de un capítulo más en la mega filtración que puso en crisis al complejo militar industrial de ese país y su política intervencionista. Mientras tanto, el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador ya inició trámites diplomáticos para dar “protección” y “derecho de asilo” al ciberactivista.
El creador de Wikileaks está acusado de conspiración, espionaje e intrusión informática. Pero lo cierto es que esta vez Assange es quien habría sido espiado en los últimos tiempos por agentes de la CIA durante su cautiverio en la embajada de Ecuador en Gran Bretaña, según adelantó el diario español El País. El objetivo de la escucha ilegal no sería otro que encontrar motivos para sumar acusaciones a las 18 acumuladas, con penas que llegan a 175 años de prisión.
Esa es la faz oculta de una novela que lleva más de diez años con denuncias de todo tipo sobre el enigmático australiano Assange, de quien nunca sabremos si es un periodista independiente, un fanático del agente de CIPOL –Comisión Internacional Para la Observación de la Ley, según la serie de los años 60–, un informático ingenuo que quiso desenmascarar las tramas secretas del poder, o un espía caído en desgracia de la alianza Five Eyes (Australia, Canadá, Nueva Zelanda, Reino Unido y Estados Unidos).
Por ahora, la jueza inglesa Vanessa Baraitser argumentó que Assange presenta un estado emocional delicado que lo puede llevar al suicidio si es trasladado a los calabozos estadounidenses. Sin embargo, el fallo puede ser recurrido dentro de un plazo de dos semanas contadas a partir del 4 de enero, en tanto la defensa de Assange insiste con un pedido de libertad bajo fianza. Incluso, la ironía del destino le ofreció en septiembre pasado un indulto con firma de Donald Trump a cambio de transformarse en buchón para su campaña.
La magistrada del Tribunal Penal Central inglés no sobreseyó al ciberactivista. Recordemos: Wikileaks hizo públicos los crímenes de guerra del Ejército de Estados Unidos durante la invasión a Irak en tiempos de George W. Bush, con la apertura de 400 mil documentos muchos de ellos probatorios de asesinatos, ejecuciones públicas, torturas y otros abusos, entre los que se revela la muerte niñxs y civiles. Todos ellos filtrados en 2010.
El caso más famoso fue la filmación del helicóptero Apache con la confirmación de una orden por radio para aniquilar su “objetivo”, con presuntos terroristas escapando de las balas de metralla el 12 de julio de 2007. Entre los “falsos positivos” –el eufemismo para solapar los crímenes– cabe recordar que murió una docena de personas junto a dos reporteros iraquíes de la agencia Reuters. El video fue publicado en las redes con el nombre “Asesinato Colateral”.
Luego WikiLeaks filtraría otros 300 mil documentos, con más de lo mismo en Afganistán, vejaciones sufridas por prisioneros en Guantánamo y la clave de la segunda entrega documental orientada a la desclasificación de cables del Departamento de Estado, que vieron la luz a través de los principales diarios del mundo.
Los elegidos fueron The Guardian, The New York Times, Le Monde, Der Spiegel, El País, Al Jazeera y el Bureau of Investigative Journalism. La estrategia de difusión simultánea y global no sólo encendió las alarmas del tío Sam sino las de todos sus sobrinos con basura debajo de la alfombra. Porque esas filtraciones resucitarían al periodismo de sus páginas amarillas, en lo que luego se conocería como “Periodismo (con bases) de Datos”.
La prensa uniformada
En 2013 vendría el escándalo de la metadata telefónica denunciada por el ex integrante de la NSA (Agencia de Seguridad Nacional), Edward Snowden, quien mostró cómo todos somos vigilados mediante las redes clandestinas del programa PRISM, financiado con fondos secretos habilitados por el Senado norteamericano. En 2016 el ICIJ (Consorcio Internacional de Periodismo de Investigación) mostraría con los Panamá Papers cómo lavan dinero sociedades fantasmas en las que participan políticos y presidentes, que no es otra cosa que el resultado de la corrupción de algunos grupos de presión acomodados. Y más adelante surgirían nuevos casos entre los que se destacan 13,4 millones de documentos sobre evasión impositiva y ocultamiento de activos, con la reina Isabel II como protagonista y dato de color de los Paradise Papers.
Por supuesto, en nuestro país el periodismo de investigación tiene sus matices. Mientras el mundo occidental apunta todos los cañones a figuras como Assange o Snowden –hoy refugiado en Rusia– por investigar y distribuir información de relevancia para la comunidad, luego chequeada por tipxs serios y publicada en medios reconocidos, la libertad de expresión sirve de escudo de algunos pícaros.
Se trata de aquellos seres grises que suelen operar con fuentes reservadas nacidas de los organismos de inteligencia para realizar orquestaciones de prensa. Un ejemplo claro es el que involucró al candidato a gobernador en 2015, Aníbal Fernández, en el triple crimen de General Rodríguez. El ex jefe de Gabinete sería para la gilada un “capo mafia” conocido en el ambiente narcotraficante como “La Morsa”, según una de las tantas teorías conspirativas de Elisa Carrió que replicó la prensa uniformada con organizaciones como FOPEA, la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) y la Academia Nacional de Periodismo. ¿Pero son verdaderamente democráticos estos grupos?
El opusdeista Fernando J. Ruiz preside la primera, el ex jefe de prensa de la última dictadura uruguaya Danilo Arbilla lo fue de la segunda, y el fotogénico Joaquín Morales Solá titular de la tercera.
Nada es perfecto en el periodismo de investigación. En la lista de periodistas argentinos que integran el ICIJ figura Daniel Santoro, quien ha transmutado en una estampita de FOPEA para defender la libertad de expresión desde fines de 2019, cuando la Cámara Federal de Mar del Plata revocó su procesamiento por integrar una asociación ilícita junto con el fiscal Carlos Stornelli y el falso abogado Marcelo D´Alesio, una fuente primaria de su libro La ruta de la efedrina (Ediciones B, 2017).
Las investigaciones de Santoro no pueden equipararse a las de Assange. Sus informantes parecen más cercanos a las tareas poco claras de los “profesionales del secreto” que al “secreto profesional”, este último un valor ineludible como resguardo de la actividad periodística de no existir malicia. No obstante, cabe destacar que Assange eligió diarios que chequearon la información mientras que lo de Santoro fue la circulación de mentiras verdaderas por ciclos como Animales Sueltos, además de los shows televisivos de Luis Majul y Jorge Lanata, que hicieron coro con la teoría de “la Morsa”.
Santoro aseguró haber sido engañado por D´Alessio y Majul se desdijo en 2016, después del triunfo de Mauricio Macri. En toda esta historia de fake news con fines electorales, que nada tienen que ver con revelaciones sensibles como las de Assange, hay un dato clave: la ley de Delitos Informáticos (2008) establece una multa de 1.500 a 100.000 pesos (artículo 6) para quien genere un daño a un tercero cuando se publicare una comunicación electrónica, como las famosas escuchas ilegales utilizadas de insumo en otro caso como el del Instituto Patria.
No obstante, la norma exceptúa de responsabilidad penal “si se hubiere obrado con el propósito inequívoco de proteger un interés público”. Ese siempre es el argumento usado para divulgar conversaciones como el famoso “soy yo Cristina, pelotudo”, que nada tiene que ver con un delito y se trató de una charla privada.
Así las cosas la multa irrisoria frente al volumen de facturación por campañas de desprestigio o, simplemente, segundos de rating ceden a los brulotes con los que se vende información falsa, curiosamente con intenciones contrarias a la protección del interés público.
Good bye, Lenin!
La historia de Assange es conocida y una versión crítica de ella puede verse en el documental de Laura Poitras, Risk (2016). Assange fue acusado por abuso sexual en Suecia bajo una causa que se cerró y abrió en varias oportunidades porque la fiscalía nunca pudo avanzar en las medidas de prueba.
Con libertad condicional desde 2010, solicitó asilo diplomático en la embajada de Ecuador en Londres, donde se refugió desde 2012 hasta que el presidente Lenin Moreno decidió entregarlo a la justicia británica el 11 de abril de 2019, por considerar que había roto el protocolo de convivencia de la sede diplomática.
Sin pruebas fehacientes, argumentó que Assange participó de una filtración de Wikileaks donde se revela una carta confidencial del Papa Francisco en la que se opone a que la Orden de Malta reparta anticonceptivos como parte de su labor humanitaria. También le objetó la agresiva actitud de usar equipos informáticos propios para conectarse a Internet por desconfiar de la integridad en la red de la sede diplomática, y comunicarse con el exterior a través de un celular no registrado por la embajada, entre otros actos “irrespetuosos”.
Lenin Moreno aseguró que el fin del asilo venía con el compromiso británico de que no fuera extraditado “a un país en el que pueda sufrir torturas o pena de muerte”. No es el caso de Estados Unidos y la justicia británica parece mantener esa postura por otras razones.
La pregunta obligada es si las sospechas del nuevo Lenin –que poco tiene que ver con el líder bolchevique– no venían con espionaje de trampa. En este preciso momento, el juez de la Audiencia Nacional española, José de la Mata, está investigando si la empresa UC Global compartió con la CIA audios, videos y conversaciones almacenados en sus discos rígidos de Andalucía.
Según un testigo protegido que trabajó en UC Global, la proveedora de internet de la firma es la compañía de seguridad The Shadowserver Foundation, una ONG sin fines de lucro asociada a diversos gobiernos y agencias de inteligencia para combatir la ciberdelincuencia. Y ya que estamos, a ciberactivistas molestos como Assange, quien parece no tener para Lenin Moreno derechos humanos fundamentales como el de la privacidad.
No sabemos cuál será el futuro inmediato de Assange. Pero algo ha cambiado en el periodismo desde Wikileaks: las investigaciones que surgen del periodismo con bases de datos agregan mayor calidad informativa al campo profesional.
En estos tiempos de fake news, el uso de fuentes confiables, con información compartida y distribuida por canales de comunicación no convencionales, parece agregar un poco de racionalidad y certezas a la ola de operaciones de prensa que se acomodan siempre del lado de los poderosos.
De momento, la posibilidad de que Assange circule libremente por las calles de México parece ser la mejor de las opciones para el periodismo y para no perder las utopías, más allá de los protagonistas y sus contradicciones. En fin, de un futuro más lindo, con una dosis mayor de ese compromiso heroico de Rodolfo Walsh como antídoto para pensar un mundo libre. Si es deslactosado, mejor.
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