Asalto a la felicidad

El delito callejero es la continuación del consumo (entusiasta) por otros medios (odiosos)

 

El Indio Solari tiene una canción que resume la banalidad del mundo que nos toca: “Si Nike es la cultura, Nike es tu cultura, Nike es tu cultura, hoy”. Un mundo encantado que gira en torno a objetos que prometen la felicidad en cómodas cuotas. Una felicidad con fecha de vencimiento, pero que alcanza para levantar la autoestima y meternos en la película que sentimos rodada para cada uno de nosotros.

Una vida “bien vivida” es una vida satisfecha, feliz. Una felicidad que cada uno persigue y comparte, en el mejor de los casos, con la gente más cercana. Cuando la sociabilidad se organiza en función de las afinidades, la felicidad se vuelve una burbuja, cada grupo tiene su propia cámara de oxígeno para desplegar y ostentar sus posesiones y marcar el territorio.

Ahora bien, ¿qué pasa con aquellos jóvenes que tienen dificultades para adecuarse a las expectativas del mercado? ¿Qué sucede con los jóvenes que no pueden seguir el ritmo de consumo que imponen las modas? ¿Cómo asociarse a las mercancías que prometen felicidad? Dicho en otras palabras: ¿Cuánto del delito callejero está vinculado a la búsqueda de la felicidad?

 

Mundo Nike

La felicidad es sinónimo de Nike, se parece al mundo que Nike promociona. Nike o cualquier otro logo que se imponga a través de las vidrieras, la televisión o las redes sociales.

George Bataille enseñó que los objetos tienen una parte maldita, hecha de mucha inutilidad. El costado inútil, pero moral, pesa más que la utilidad agregada a las cosas. Los consumidores no van detrás de la utilidad sino de su moralidad. Quiero decir, Nike es mucho más que un par de zapatillas, es sinónimo de belleza, éxito, vitalidad, alegría, simpatía, jovialidad, seducción y respeto. Nike es lo más parecido a la felicidad, otra cajita feliz y erótica. Sobre todo, cuando el mundo se reduce al eterno presente y no trasciende las fronteras del barrio, la escuela o el mundo del trabajo.

Nike oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Nike es el opio de los pueblos. Giramos alrededor de las Nike, de las promesas que nos llegan a través del mundo Nike. Sea un par de zapatillas, una remera, un buzo con capucha, un jogging, una visera, una campera. Eso no es lo que cuenta, lo que importa es la autoridad que hemos ido depositando en ella, su logo. Uso Nike, luego existo. Si no tengo las Nike no existo. Tener o no tener las Nike, esa es la cuestión. Después de tanta filosofía tenemos muchos clisés que merecen ser reescritos a la luz de las Nike.

Nike nos devuelve entusiastas a la vida mientras patinamos en el barro. ¡Pero las Nike no se manchan! Nike nos roba unas cuantas sonrisas cuando las vestimos y lucimos por el barrio. Las Nike se han convertido en un objeto de diferenciación y distinción social. Nos comunicamos y buscamos reconocimientos a través de las Nike. El mundo de los consumidores es un mundo mediatizado por las Nike, nos relacionamos en función de las Nike que posamos en la pasarela de la vida cotidiana. Las Nike no se disponen para ser guardadas en el placard sino para ser expuestas en la esquina, en el boliche, la tribuna o el pabellón. Son bienes ostensibles que desafían la mirada ajena y fuente de respeto.

Cuando la vida se aliena y nos apretujamos en el tren Roca, la manera de imprimirle un estilo a la vida chata y mula será a través del consumo de estos objetos animados, llenos de vida, que fueron adquiriendo vida a medida que circulaban por las redes y la televisión.

 

Tentaciones y desafíos

Ahora bien, canta el Indio: “Si Nike es la cultura, Nike es tu cultura, hoy”. Hoy, no mañana ni pasado mañana, ni dentro de siete meses cuando lleguen los reyes magos. En un mundo tomado por la novedad y la moda, una moda que se organiza a través de la obsolescencia percibida, tener las Nike es tenerlas hoy. No se puede desplazar su goce para tiempos mejores.

Además, el mercado enseña que la falta de dinero no puede ser un obstáculo para adquirir los objetos. Se sabe, “compre hoy y pague mañana”. Pero cuando no hay crédito o no se tiene la edad para tomar uno en algunas de las financieras que proliferaron en los últimos años, entonces el delito es una gran tentación.

Las Nike se disponen para ser lucidas, esto es, admiradas y festejadas. Pero también se vuelven objeto de envidia. El mercado puso a comparar a las personas entre sí, y las comparaciones son odiosas. Como señaló el artista Daniel Santoro, la envidia funciona cuando es inconfesable, de lo contrario se convierte en disputa social, en un motivo de violencia. Por eso, usar las Nike es estar dispuesto a defenderlas. El que ostenta carga con el riesgo, reclama una tarea extra de los consumidores. Salir a consumir es estar dispuesto a defender lo que se consume.

La felicidad se vuelve cada vez más central cuando los jóvenes viven replegados en un eterno presente. Cuando no pueden proyectarse en el tiempo, hay que pasarla bien, por lo menos pasarla bien. Si no hay futuro, tampoco hay pecado, pero hay felicidad. Ese será también el consuelo de los jóvenes plebeyos: la reproducción inmediata de la vida y la conjura de las humillaciones a través de los objetos encantados.

Frente a esas circunstancias y con esas expectativas, el delito puede ser el mejor atajo a la felicidad. El delito es la continuación del consumo (entusiasta) por otros medios (odiosos). Una felicidad que suele costarles caro, que tiene un costado duro, pero lleno de adrenalina. Para ellos no hay felicidad sin crueldad. El precio de la felicidad es la violencia que hay que utilizar a la hora de salir a robar, en busca del botín que cambiarán por plata para luego comprarse las zapatillas Nike.

Pero la dureza puesta en juego a la hora de robar, no solo entusiasma y anima, sino que nos devuelve dosis de vitalidad. Esa energía que corre por el cuerpo, esa euforia que arrebata a los jóvenes que se mueven de manera furtiva, es lo más parecido a la felicidad, sobre todo cuando se lo hace encima de unas esplendorosas, chetas y bien flamas Nike.

 

Un trampolín a la felicidad

Detrás de las Nike no sólo están los conflictos interpersonales, muchas broncas y picas entre grupos de jóvenes, sino la mejor motivación para muchos delitos callejeros.

Las Nike no son gratis, para acceder al consumo se necesita dinero. El dinero es la contraseña que impone el mercado para adecuarse a sus valores. Si el dinero no lo provee la familia ni el trabajo, y tampoco llega a través de la ayuda social, en algunos casos, los pibes pueden proporcionárselos a través del robo. El delito es una vía alternativa pero rápida para ajustarse a los estilos de vida que impone el mercado.

Para decirlo otra vez con las palabras del Indio: “Jovencitos peligrosos, los papis no dan más, no bancan (…) Operarios con salarios de miseria (…) Tengo trece o quince años, las Jordan's son para mí”. En otras palabras: cuando la economía familiar se ha desfondado y el sueldo no alcanza, empezá a correr porque ellos también quieren existir y ser felices. El delito abre un campo de experiencias para que estos jóvenes se sientan poderosos y temidos, pero también atractivos y famosos. El cartel que van tallando se corona con el vestuario y la joda. Para decirlo con las palabras de Zaramay, el cantante de RKT: “Me gasto uno’50 en el Nike, me gasto otro’40 en Adida’ (Tres líneas). Y lo que sobró, me lo gasto en champagne”.

No se trata de sugerir que el delito este determinado por el mercado. El consumismo es un dato que hay que leer al lado de otros factores y motivaciones, como, por ejemplo, la desigualdades sociales e individuales, la fragmentación social, la estigmatización y la cultura de la dureza, la segregación y compartimentación territorial, el declive de la cultura del trabajo, la impotencia del Estado, el resentimiento y el odio acumulados, la rabia y el aburrimiento. Los jóvenes suelen ser objeto de presiones que no controlan, y una de esas presiones llegará a través del mercado, que todos los días los bombardea con publicidades para que adecuen sus estilos a los mandatos de la cultura del consumo.

 

Altas llantas

Hace algunos años, en un sketch del programa Peter Capusotto y sus videos, Pedro Saborido y el propio Diego Capusotto parodiaban uno de los lugares comunes que se fueron construyendo alrededor de los jóvenes que viven en barrios plebeyos. Jóvenes que vestían ropa deportiva y andaban con gorrita y hablaban un idioma ininteligible. Venían de otro planeta y llegaron a este mundo en busca de “altas llantas”. Eran seres programados para conseguir “altas llantas”. De hecho, estas son las únicas palabras que pronuncian y se repiten en una jerga tumbera y enconurbada, como un mantra que recuerda su misión en la Tierra. Saborido no se ríe de los pibes sino de lo que se suele pensar de estos pibes, pero al hacerlo, pone sobre la mira una de las obsesiones que cautiva la atención de todos: ese objeto endemoniado lleno de fantasías.

Como se darán cuenta, los criminales plebeyos no son habitantes de otro planeta que bajaron en un plato volador. Tienen los mismos valores y quieren lo mismo que el resto de los mortales: ser cancheros, divertidos, reconocidos, triunfantes y, sobre todo, felices. Si hay una diferencia no habría que buscarlas en las metas sociales que impone el mercado sino en los medios para alcanzar esas metas. No hay subcultura sino una sobre-identificación con los valores que el mercado propone y auspicia. No hay subcultura sino rituales distintos. No se trata de celebrar con ello al mercado y su ideología felicista sino de destacar la siguiente idea: los chicos malos con estilo sólo quieren divertirse. A veces la diversión llega con dureza, con el ejercicio de la maldad. Pero esa maldad es también una forma de ser feliz, de adecuarse al mandato que impone la sociedad neoliberal. El mercado les enseñó que en una sociedad salvaje, para llegar a ser alguien, a veces alcanza con el mérito y otras veces hay que empeñarse en “ser un hijo de puta”.

 

 

 

 

* El autor es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y la Universidad Nacional de La Plata. Profesor de sociología del delito en la Especialización y Maestría en Criminología de la UNQ. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor, entre otros libros, de Temor y control; La máquina de la inseguridad; Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil, Prudencialismo: el gobierno de la prevención; La vejez oculta y Desarmar al pibe chorro.

 

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