ARGENTINATOWN

Chinatown, la de Polanski, es un documental sobre los argentinos como uno en la era Milei.

 

Esta semana volví a ver Chinatown, el clásico dirigido por Roman Polanski, debido a la conjunción de dos noticias. Una, previsible pero celebratoria: la película que protagonizó Jack Nicholson cumplió 50 años de estrenada en su país natal, los Estados Unidos. Chinatown arrancó su trayectoria a fines de junio del '74 y tardó nada en ganar un Oscar, cuatro Globos de Oro y el reconocimiento como uno de los mejores films de todos los tiempos. La segunda noticia también puede ser considerada previsible, aunque no tuvo nada de jubilosa: el creador de la historia original y guionista del film, Robert Towne, acaba de morir, este 1 de julio, a los 89 años. El único Oscar que recibió la película fue precisamente el que Towne se llevó, como responsable del Mejor Guión Original.

Durante décadas —desde los consagratorios '70 hasta el presente— Towne fue considerado el patriarca de los guionistas de Hollywood. Comenzó como actor, trabajando con el director y productor Roger Corman. Entre los compañeros de aquella troupe estaba Jack Nicholson, con quien llegó a compartir departamento y para quien, tiempo más tarde, escribió a medida el papel del protagonista de Chinatown, el detective Jake Gittes. (Cuyo apellido, dicho sea de paso, era el de otro amigo de Nicholson, el productor Harry Gittes.)

Nacido en Los Angeles como Robert Bertram Schwartz, Towne escribió films para Corman —por ejemplo la adaptación del texto de Poe La tumba de Ligeia (1965)— y trabajó en series como El agente de C.I.P.O.L., una de las favoritas de mi infancia. Su primer contacto con un éxito de proporciones se lo brindó Warren Beatty, que lo convocó a reescribir partes del guión de Bonnie and Clyde (1967), que dirigió Arthur Penn y tenía al mismo Beatty como estrella.

 

Robert Towne, el Santo Patrono de los Guionistas.

 

Esa recomendación le valió el conchabo de Francis Ford Coppola, que lo contrató como script doctor —así se les dice a los guionistas fogueados que intervienen en guiones ajenos, para resolver sus problemas— de esa película a la que todos conocemos como El padrino (1972). Aunque el guión está acreditado a Coppola y al autor de la novela original, Mario Puzo, Towne metió mano en escenas claves, como la de último diálogo entre Don Corleone (Marlon Brando) y su hijo y principal heredero Michael (Al Pacino). Esa secuencia hace avanzar la trama —allí el Don le advierte a Michael que aquel que se le acerque para proponerle cierta reunión será el traidor—, pero a la vez se toma el tiempo para tratar al mafioso envejecido con ternura. (La escena que le sigue es precisamente la de su muerte, jugando con el nieto en el jardín: una de las más bellas, a mi juicio, de la historia del cine.) Coppola valoró tanto el input de Towne, que tuvo la decencia de agradecerle con nombre y apellido durante el discurso que pronunció al recibir el Oscar por el guión de El padrino.

Chinatown era un proyecto personal de Towne. En el '71, el productor Robert Evans —otro de los responsables de El padrino— le ofreció 175.000 dólares para que adaptase la novela de F. Scott Fitzgerald El gran Gatsby. Towne retrucó con una contraoferta: que le diese apenas 25.000 dólares y lo dejase desarrollar Chinatown. La historia se le había ocurrido a partir de dos fuentes. La primera fue la lectura de un libro sobre la disputa por el agua en la reseca California, a comienzos del siglo XX. La segunda, un artículo sobre la ciudad de Los Angeles, tal como la había recreado en su literatura Raymond Chandler, uno de los padres de la novela negra.

Towne alentaba la esperanza de dirigir la película. Pero al asociarse a Evans para que financiase la escritura, perdió el control del proyecto. Entonces Nicholson le contó el argumento al director franco-polaco Roman Polanski, con el beneplácito de Evans. El productor estaba convencido de que la sensibilidad europea de Polanski —que venía de éxitos como Repulsión, La danza de los vampiros y El bebé de Rosemary— le sentaría de maravillas al film. Polanski no tenía ganas de volver a Los Angeles, donde su esposa Sharon Tate, que además estaba embarazada del hijo común, había sido asesinada por los dementes del Clan Manson. Pero la calidad excepcional del guión lo convenció. Pronto quedó claro que Evans había estado en lo correcto y que Polanski era el director ideal.

 

Roman Polanski.

 

¿Se acuerdan de Chinatown? No me digan que no la vieron. Si no lo hicieron, vayan corriendo y después me agradecen. En estos días está en Netflix. Y si la vieron, yo que ustedes la repasaría. Porque, como suele ocurrir con las grandes obras, Chinatown resuena distinto con cada época nueva. Y en tiempos como estos, más que resonar te pone los pelos de punta, como si uno estuviese dentro de una relojería y todas las alarmas comenzasen a atronar en simultáneo.

Formalmente Chinatown es un policial negro, una película de género. Pero a la vez es mucho más: por mencionar apenas dos cosas, también funciona como una tragedia al estilo de los griegos y como un film político, en el más profundo de los sentidos.

Towne partió del conflicto real en torno del agua que terminó haciendo viable a la ciudad de Los Ángeles —que está junto al mar, pero sobre terreno naturalmente desértico—, usándolo como trasfondo de su historia. Allí, el detective privado Jake Gittes, dueño de una empresa de investigación, es contratado para lo que parece ser un simple caso de adulterio: una mujer le paga para que obtenga pruebas de que su marido la engaña. Y Gittes —ex policía, que se abrió de la fuerza para iniciar su propio negocio: un emprendedor— cumple con creces. Sólo que la esposa afrentada termina por no ser la verdadera esposa del hombre vigilado. Y el hombre vigilado no es uno cualquiera sino Hollis Mulwray, el ingeniero en jefe del Departamento de Agua y Energía de Los Ángeles. Ciudad que en ese momento atraviesa una terrible sequía, a consecuencia de la cual los campesinos se están desprendiendo de sus tierras por monedas. Poco después Mulwray aparece muerto, víctima de un aparente suicidio: se habría ahogado, paradójicamente. Pero a Gittes la versión oficial que vende la policía le huele mal.

 

Jack Nicholson es Jake Gittes en "Chinatown".

 

Mosqueado por la forma en que lo manipularon para difamar a Mulwray, Gittes quiere meter la nariz allí donde no le llaman. Pero, para que investigar el tema no sea un desperdicio de su tiempo —a juzgar por la prosperidad de su empresita, además de buen detective debe ser un buen administrador—, Gittes decide aceptar un doble encargo. Por un lado trabaja para Evelyn (Faye Dunaway), la verdadera esposa —y ahora viuda— de Mulwray, que quiere saber qué ocurrió con el difunto. Pero también acepta la comisión del poderoso Noah Cross (el célebre director John Huston, brillando aquí como actor), que no sólo es el padre de Evelyn sino que además era socio de Mulwray y, como él, tenía intereses en la explotación acuífera. A Cross le interesa el paradero de la jovencita con quien Mulwray parecía estar ligado amorosamente, y que ha desaparecido. El millonario explica que ella debe tener información vital sobre lo ocurrido con su ex socio... y ex yerno.

Nicholson contó que la intención original de Towne era generar un tríptico sobre la ciudad de Los Ángeles, girando siempre alrededor del detective Gittes. Así como Chinatown ocurre a fines de los años '30 y dramatiza la lucha en torno de ese elemento escaso que era el agua, la idea era saltar después a los '40 con una historia sobre la industria del petróleo y finalmente a los '60 con un crimen vinculado a la disputa por tierras. Tiempo después Towne desmintió a Nicholson, diciendo que nunca había planeado trilogía alguna. Pero, a sabiendas de que actor y guionista fueron amigos durante mucho tiempo y de que Towne fue un furibundo adicto a la cocaína durante los '70, en esta estoy tentado de creerle a Nicholson. De todos modos, aunque ese desarrollo no se concretó —más allá de una continuación olvidable, The Two Jakes, que dirigió Nicholson—, Chinatown alcanza para testimoniar la ambición de su creador.

Tiempo después, el guionista y productor David Simon hizo algo similar a través de las cinco temporadas de la serie The Wire (HBO), sólo que con otro epicentro geográfico: su propia ciudad natal, Baltimore. (La del puente que un barco se cargó en marzo de este año.) La conexión no es ociosa. Ante la muerte de Towne, Simon comentó por Twitter: "Chinatown justificaría una carrera artística por sí sola. Es un guión perfecto".

Uno que suena más afinado que nunca. Porque Chinatown describe un mundo sórdido y desprovisto de esperanzas, que en los '70 produjo un shock. Pero para nosotros, los habitantes del siglo XXI, horrores como los que cuenta son cosa de todos los días.

 

 

 

 

La tercera es la vencid... ¿La cuarta?

Dice Polanski que, a la hora de filmar Chinatown, quiso interpretar el guión de Towne acorde a una regla narrativa que atribuyó al mismísimo Raymond Chandler, autor de esas maravillas que son El largo adiós y El sueño eterno. Por esa razón, usó al personaje de Gittes como el vehículo a través del cual el espectador toma contacto con ese mundo. La persona que se sienta a mirar Chinatown no ve otra cosa que lo que Gittes ve, al punto que, cuando lo desmayan de un golpe, la pantalla funde a negro y la acción sólo retorna cuando Gittes recupera la consciencia. Uno nunca sabe más que lo que el detective sabe, y va descubriendo cada nuevo dato a su lado, paso a paso, pista tras pista. A consecuencia de este recurso, Gittes se vuelve mucho más que el protagonista de la historia: él es los espectadores (nuestro avatar, diríamos hoy), y los espectadores somos él. No sólo sabemos lo que sabe y entendemos lo que entiende, también empezamos a sentir lo que siente, prácticamente en tiempo real.

Entonces, ¿quién es Gittes? Para empezar, es un avance respecto de los héroes prototípicos de la novela negra. Los detectives más emblemáticos de aquellas historias que fascinaron entre los años '30 y '50 del siglo pasado —gente como el Sam Spade de Dashiell Hammett y el Phillip Marlowe de Chandler— eran tipos duros, con calle, pero que conservaban un resabio idealista. Robert B. Parker, que se hizo cargo de la tarea de completar la novela póstuma de Chandler, dijo que a través de Marlowe el escritor había forjado al héroe estadounidense apropiado para su tiempo: "Avispado pero esperanzado, reflexivo pero aventurero, sentimental pero cínico — un romántico que tiene espaldas para bancarse su romanticismo, en un mundo donde hasta los lacayos son escépticos".

 

Gittes y Evelyn (Faye Dunaway).

 

Pero claro, Chandler publicó esas historias entre fines de los '30 y fines de los '50, y Hammett lo había hecho aun antes. Mientras que Chinatown, a pesar de que su anécdota transcurre en el '37, es el producto de la sensibilidad de los '70. Es decir, de la realidad que creó la Casa Blanca al cargarse la cultural juvenil y la rebelión política que instigaban la minoría negra y la Nueva Izquierda. La presunta Guerra contra las Drogas que lanzó Nixon logró inundar el país con drogas baratas y criminalizar su consumo, convirtiendo en enemigo instantáneo a cualquier personalidad contracultural y a los pobres negros que sólo encontraban escape en sus porritos. Esa es la razón por la cual Jake Gittes no podía limitarse a ser una nueva versión de Spade y Marlowe: a esa altura no podía darse el lujo de conservar ni siquiera el rescoldo de romanticismo individual que los detectives clásicos conservaban encendido, aunque a duras penas, en sus almas. En los '70, ya no quedaba margen para esa ilusión. No la alentaba Towne, el creador de la historia, pero mucho menos Polanski, el director. ¿Qué clase de esperanza en este mundo puede conservar un tipo que perdió a su mujer, y a la criatura que llevaba en su vientre, a manos de una manga de idiotas que veneraban a un psicópata como Charles Manson?

Pero, de todos modos, durante un buen tramo de Chinatown Gittes nos induce a pensar que todavía estamos en el universo de Spade y Marlowe, donde, a pesar de la corrupción imperante, uno puede al menos conservar su integridad. Estamos a su lado a medida que va descubriendo quién es en verdad Evelyn Mulwray y quién es la presunta amante de su marido. Y estamos de su lado cuando lo vemos tomar decisiones que no tienen que ver con el cumplimiento de su trabajo ni con el respeto por la ley, con tal de proteger a esas dos mujeres. Durante el tramo final de la película, no hay gran diferencia entre Gittes y sus antecesores: lo que él está haciendo es lo que hubiesen hecho en su lugar tanto Spade como Marlowe.

Pero desde el principio Towne y Polanski, a través de Nicholson, sugieren que Gittes no es necesariamente lo mismo que sus modelos. Pronto se establece que es tan buen detective como Spade y Marlowe. Sin embargo, también se evidencia que es un tipo un tanto pagado de sí mismo. A Gittes le encanta saber siempre más que los demás. Puede que además le gusten las pilchas y la buena vida un pelín más de lo recomendable. Y que su sentido del humor sarcástico, que ama usar en contra de los ex colegas que siguen formando parte de la policía y cobrando sueldos de mierda, le gane más enemigos que amigos. Todo esto, sin contar la experiencia traumática que constituye su talón de Aquiles. Porque Gittes dejó de ser cana y prosperó pero no a consecuencia de una decisión meramente profesional, sino para alejarse de una historia sórdida. Cuando todavía era policía, quiso ayudar a una mujer —metió la nariz donde no debía, por así decir— y terminó produciendo lo contrario de lo que buscaba.

 

 

He ahí el elemento de tragedia griega. Existe una herida original, en Gittes, que lo impulsó a cambiar de vida. Y aun así, a medida que se involucra con Evelyn, vuelve a incurrir en un error semejante: la tentación de creer que está en condiciones, él solito, de proteger a una dama en problemas, de que ahora sí tiene espaldas para salvarla. Llevado por ese deseo de reivindicación, ignora las señales que van apareciendo en su camino. Primero, un matón que trabaja con un ex colega le abre la nariz con una navaja. (No es cualquier apéndice, la nariz. Es la que nos avisa qué camino tomar o no, según cómo huelen.) Segundo, ignora la advertencia que le formula otro ex colega, el flamante teniente Lou Escobar, que conoce bien la experiencia traumática que Gittes vivió en el Barrio Chino de Los Ángeles. Cuando se da cuenta de que está tratando de proteger a Evelyn Mulwray, Escobar le dice: "Vos no vas a aprender nunca, ¿no, Jake?"

El final de Chinatown es de los más devastadores de la historia de cine. Voy a tratar de no spoilearlo acá, por consideración al público que todavía es virgen en materia del film. (Condición que deberían remediar más temprano que tarde, insisto.) Lo que Towne había escrito originalmente era un final distinto. En la primera versión, el villano moría. No era del todo un happy ending, porque terminaba mandando a prisión a alguien a quien tanto Gittes como el espectador consideraban inocente. Pero Polanski estaba convencido de que la cosa debía terminar trágicamente, de la peor manera. Y como tenía mayor poder sobre el proyecto que Towne, fue el director quien se impuso. El guionista tardó décadas en reconocer que Polanski había acertado, pero lo que importa es que finalmente lo hizo.

Viendo y reviendo Chinatown, es imposible imaginarle un final mejor. Por supuesto que uno preferiría que las cosas terminasen de un modo más esperanzador, pero el final que tiene es el que cierra perfectamente con aquello que el relato planteó y desarrolló. Como Edipo, Gittes ha desoído las advertencias y la tragedia se consuma. Y el tipo que siempre tenía a mano una respuesta sarcástica y que jugaba a mostrarse como el más piola del gremio, termina mudo, y a la vez demudado. La realidad ha vuelto a pegarle en la nariz, a demostrarle que la inteligencia y la picardía de las que estaba orgulloso no sirven de nada en este mundo, cuando con buen tino decidís plantarle cara pero incurrís en el error —hubris, diría el doctor Castro— de dar la pelea individual, por las tuyas, casi como en el tango que Discépolo escribió en la misma época del martirio de Jake Gittes: pavorosamente solo, despiadadamente solo.

 

Tanto en Chinatown como en Argentinatown, las principales víctimas son las mujeres. (Aunque se pretenda lo contrario.)

 

 

 

Un enemigo del pueblo

A comienzos de los '70 surgió en Estados Unidos una camada de artistas jóvenes que crearon películas de una honestidad hasta entonces impensada. Lo que emparentaba los films de Coppola, Scorsese, Hal Ashby, Bob Rafelson, William Friedkin, protagonizados además por actores jóvenes que se apartaban del estereotipo de Hollywood —Pacino, Dustin Hoffman, De Niro, Nicholson, Gene Hackman— y escritos por rebeldes como Paul Schrader y Robert Towne, era una mirada desacralizada de la vida, del sexo, de la política e incluso, de la historia y del presente del país.

Aun cuando se metían con géneros establecidos —en materia de policiales, por ejemplo, además de Chinatown pienso en Contacto en Francia—, lo hacían desde esa mirada decidida a romper con las convenciones del cine y de la mitología que utilizó Estados Unidos para imponer su modelo imperial. (Por ejemplo el western, deconstruido entre otros por Robert Altman en una película que también protagonizó Warren Beatty, McCabe and Mrs. Miller.) Los estilos narrativos podían diferir mucho, pero lo común era la mirada implacable. La piel del relato de El padrino es tersamente clásica y del modo más deliberado, pero lo que cuenta respecto del capitalismo americano y su instrumentación de la política era insólito para una película de público masivo.

Algunos de esos films comunicaban un mensaje político de manera frontal. Pienso en M*A*S*H* (1970) de Robert Altman, que usaba la experiencia en Corea como espejo deformante de la locura que era Vietnam; en Coming Home (1978) de Hal Ashby, que acá se conoció como Regreso sin gloria, y también en Apocalypse Now (1979) de Coppola. Pero otros hablaban de cuestiones políticas con mayor sutileza, como la mencionada El padrino y Taxi Driver (1976), de Martin Scorsese.

En términos generales nadie piensa en Chinatown como un film político. Siempre se habla de esa película como un ejemplo moderno de cine noir, de las actuaciones de Nicholson y Faye Dunaway —la escena en que Gittes le saca la verdad a Evelyn a cachetazo limpio sería pura incorrección política, hoy— y, como mucho, de lo impiadoso de su mirada sobre la sociedad. Sin embargo, yo creo que esconde un punto de vista político que hoy está más claro que nunca.

 

 

Piénsenlo un minuto. Y ya que Polanski cumplió con su parte al meternos en la piel de Jake Gittes de forma tan efectiva, hagan ustedes lo suyo e imaginen por un rato que el personaje ya no es un angelino de los años '30 sino un argento contemporáneo. No les pido que trasladen la anécdota del film al país de hoy, sólo las características del protagonista. Si lo hacen, se van a dar cuenta de que Gittes se parece mucho a la mayoría de nosotros. Es un tipo que se sabe listo, al punto de que no le cuesta mostrarse sobrador. Mejor educado que el promedio. Capaz de reconocer lo bueno de verdad por encima de las mediocridades que ofrece el mercado (¿no hay un gourmand, un sommelier y un fashionista dentro de cada uno de nosotros, al menos en potencia?), y de disfrutar, en consecuencia, de los placeres que derivan de la excelencia. Un sujeto al que buena parte de su sociedad le parece un asco, que siente estar por encima de la media pero que a la vez encontró la fórmula para ganarse el pan sin que el barro general le salpique demasiado el traje. ¿No somos todos nosotros más o menos así?

Es que el del detective es un modelo individualista, y particularmente el del investigador de la novela negra. Un tipo que desconfía de todo y de todos, que prácticamente no tiene lazos, que prefiere montar su propio tinglado a trabajar en sociedad —como Spade, como Marlowe, como Gittes— y que ha visto lo suficiente para entender que este sistema es una mierda pero aprendió a explotarlo en beneficio propio. Como todavía conserva algo de dignidad, de tanto en tanto decide salirse de ese carril y arriesgar la billetera, el prestigio y/o el pellejo por una causa o por alguien que considera que lo merece, más allá de la conveniencia. Y en la general de este tipo de relatos suele salirse con la suya, aunque quede un tanto abollado. Pero ese ya no es el caso de Gittes, eso está claro. Porque no es un detective de los años '40 sino la creación de tres escépticos de los años '70: Towne, Nicholson y Polanski, que nunca destacaron como tipos muy comprometidos con nada que no fuesen sus vidas individuales.

En sus manos, Jake Gittes se convierte en el detective que clausura definitivamente el kiosko de los investigadores hard boiled. Chinatown demuestra que los personajes románticos con cobertura repostera de cinismo han dejado de ser viables en la actualidad. Porque en este mundo de hoy, los lobos solitarios pueden aspirar a conservar la vida, pero ya no la dignidad. Si algo demuestra la suerte —o más bien, el infortunio— de Gittes es que, por más listo que seas y por más contactos y recursos que tengas, en sociedades como las nuestras no vas a poder hacer justicia ni cambiar nada importante vos solito. En el instante en que, pretendiendo ir contra la corriente, asomes tu cabeza individual, la maquinaria del poder te la va a rebanar de una.

 

El poderoso de verdad (Noah Cross, o sea John Huston, a la derecha) nunca se ensucia las manos.

 

En este sentido, el final de Chinatown es tan cruel como realista. La gente decente termina muerta. El poderoso se sale con la suya, y además queda en la posición ideal para seguir practicando sus perversiones. La policía mira para otro lado y la Justicia finge demencia. Ese es el sentido de la frase final que un asociado dice a Gittes. (Esto no constituye spoiler, porque se ha convertido en una de las frases legendarias de la historia del cine, como Mañana será otro día, Siempre tendremos París o La vida es una caja de bombones.) "Olvidate, Jake: es Chinatown" (Forget it, Jake: it's Chinatown) equivale hoy a decir: soltá, no hay nada que hacer, este lugar es así y no hay forma de cambiarlo.

Como habitantes de este lugar y de este tiempo, últimamente no pasa un día sin que nos digamos a nosotros mismos: "Soltá, flaco, flaca. Esto es Argentinatown. ¡No tiene remedio!" Y se entiende, porque mirás en derredor y el panorama no puede ser más desangelado. Cada vez hay más gente en la calle (figurativa y literalmente). Cada vez se come menos y peor. (¡A partir de ahora, tampoco estaremos seguros de los controles bromatológicos!) La salud pública está a la deriva y la salud individual deviene un lujo que no nos podemos dar. Las escuelas —y en particular las estatales— se han convertido en hospitales de día para criaturas rotas. Y el gobierno y sus cretinísimos aliados están a un tris de malvender todo recurso del que podríamos servirnos eventualmente para salir de este pozo.

Como si esto fuera poco —me siento un vendedor ambulante de desgracias—, el Desquiciado acaba de entronizar a Spuzzenegger en el sillón del ministerio desde el cual convertirá al Estado en los restos de Túpac Amaru. Es decir que le ha dado a este sujeto la oportunidad de fundirnos... ¡por tercera vez! Hasta Jake Gittes se caga de risa de nosotros, porque él la cagó dos veces, pero a la segunda aprendió. En cambio nosotros nos las ingeniamos para poner en la Rosada a gente que empoderó TRES VECES a este sátrapa. La sabiduría popular pretende que la historia se repite primero como tragedia y después como farsa. Pero todo indica que la Argentina existe para darle la razón a Slavoj Zizek, que plantea que la farsa puede llegar a ser más terrorífica que la tragedia original. Tolerar que Spuzzenegger sea funcionario nuevamente equivale a admitir ante el mundo que no merecemos perdón de Dios. Olvídense de nosotros, habitantes del planeta Tierra: ¡somos Argentinatown!

 

 

Ver Chinatown en estos días significa trasladarnos mentalmente a la ciudad de Los Ángeles de 1937 para descubrir que la escena final nos devuelve a la Argentina del '24. El estado en que acaba Gittes es aquel que experimentamos día tras día, desde que abrimos los ojos hasta que nos desplomamos. Nos la pasamos basculando entre la incredulidad, el trauma y la impotencia. Pero es en esa instancia, precisamente, donde cobra sentido la lección de Chinatown: solo no se puede, solo no cambiás nada. Y llegar a la verdad, saber la verdad, tampoco cambia nada per se, ya no es un ábrete sésamo en sí mismo, porque ¿qué es, hoy, la verdad?

Los medios y la Justicia pretenden que creamos que tres pendejos limitadísimos, con menos luces que el auto de Pedro Picapiedras, urdieron y llevaron a práctica el atentado contra Cristina, casi a la perfección. ¿Eso es la verdad? En este mundo, verdad es lo que uno compra en el mostrador del negocio de su predilección. En estos días me hizo reír otra investigadora privada, más moderna y además mujer: la adolescente de la serie Verónica Mars, que ahora está en Prime Video. Cuando un cliente le muestra la tapa de una revista, donde se afirma que su madre no está muerta sino que huyó en un vehículo misterioso, Verónica le hace notar que esa tapa incluye otro título, que afirma que existe una tribu indígena que venera el pelo de Donald Trump. ¡Y ese episodio es del año 2005!

A su manera, tanto Towne como Polanski estaban tratando de sobreponerse a la catastrófica decepción que supuso el final de los '60 y sus sueños revolucionarios. Lennon lo había anticipado cuando dijo: "El sueño terminó", poco antes de mudarse al país donde, para darle la razón, acabarían asesinándolo. Todas las formas de la asociación juvenil de aquella década, desde las hippies hasta las que creían en la insurrección política y hasta en las respuestas violentas, habían sido exterminadas o estaban en trámite de serlo — con la única excepción del consumo, que era lo único que se nos permitía practicar masivamente sin ser reprimidos.

 

 

En ese contexto, Chinatown plantea dos posibilidades. La primera es el escepticismo: bajá la cabeza y metete en lo tuyo. No hagas olas. Lo único a lo que podés aspirar es a sobrevivir sin honra. Y la otra: si de todos modos tu decisión es plantarte y demandar verdad a este mundo o al menos algo de justicia, no lo hagas solo. No incurras en el error de Jake Gittes, de creer que va a salirse con la suya porque es más listo que muchos de sus adversarios. El héroe individualista no corre más. Y menos en esta sociedad actual, diseñada tecnológicamente para corroer los mecanismos de asociación positiva entre los seres humanos. ¡Ahora aspira a cargarse hasta el sentimiento de pertenencia a una nación política y cultural!

Que la cosa esté brava no significa que debamos vivir el resto de nuestras vidas en la ignominia. Porque la noción de que conseguiremos salvarnos individualmente es una ilusión, que debemos aceptar como tal y de la cual es preciso deshacerse. Entiendo que la opción de desprenderse voluntariamente de ese salvavidas nos asuste. Es puro instinto animal de supervivencia. Pero los humanos, precisamente porque lo somos, tenemos consciencia de que moriremos en algún momento, ¿o no? Podemos hacernos los boludos la mayor parte del tiempo pero la idea permanece en nosotros; está siempre ahí, al acecho. Y cuando se acerque ese momento, ¿no sería preferible la sensación de haber hecho lo correcto a la de haber vivido al pedo? Porque Argentinatown no es invulnerable y mucho menos eterna, no. Es apenas una creación de algunos de los peores que moran entre nosotros. Y de la frase anterior subrayo especialmente la palabra algunos. Una minoría, siempre.

Para no quedarnos a vivir en el marasmo que habita Jake Gittes al final de Chinatown, para no convertirnos en una víctima más del Clan Milei, necesitamos ponernos de acuerdo entre nosotros y proceder según lo convenido. Y lo primero, sin duda, sería coincidir en la necesidad de que, de aquí en más, todos nuestros actos conscientes —de los más nimios a los más visibles— sean resignificados como parte de nuestra resistencia existencial, activa pero no violenta, a este régimen que, en apenas seis meses, demostró ser el gobierno civil más abominable, ¡un verdadero enemigo del pueblo!, que hayamos conocido nunca.

 

 

 

 

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