Aquella obstinada eternidad
Un Kerouac místico y pagano vuelve traducido al idioma de los argentinos
Texto delegado a un lugar secundario por el mundillo editorial y la crítica, La escritura de la dorada eternidad difiere de y conserva la “espontaneidad” atribuida a Jack Kerouac (EE.UU., 1922-1969), al apartarse del lenguaje autorreferente y mantener ese espíritu de búsqueda iniciática que planea en el conjunto de su obra, tanto lírica como narrativa. Consta de sesenta y seis breves piezas de prosa poética pletórica de “paradojas y contradicciones, entre las cuales hallaremos algunas que pueden ser consideradas acertijos a la manera de koan zen, cuyo propósito es tensionar la mente”.
Así lo señala Esteban Moore (Buenos Aires, 1952) al presentar su notable traducción al argentoparlante, que reproduce el lenguaje propio del autor con una proximidad pocas veces lograda. Flamante edición bilingüe de una editorial cordobesa dedicada a la poesía, permite contrastar el original en inglés aún en los cortes de las palabras y la cadencia musical de la versificación. Con la colaboración de Patricia Ogan Rivadavia en la traducción, Moore disuelve la premisa de la traductibilidad del mito versus la intraductibilidad de la poesía, impulsada por la lingüística y la etnología, al transportar un Kerouac constructor y habitante de ambos universos, aunados en una nueva entidad, “la dorada eternidad” budista versionada por el autor de On The Road: “El curso de tus días es un río que ruge sobre tu espalda de piedra. Estás sentado en el fondo del mundo con una cabeza de hierro. La religión es tu triste corazón. Vos sos la dorada eternidad y eso debe ser realizado por vos. Y significa una sola cosa: Nada-Nunca-Aconteció. / Esto es la dorada eternidad”. Este es el mito individual del neurótico Kerouac.
Más objeto de deseo que de culto, más atemporal que cronológica, esa eternidad comparte —a la distancia— con El Aleph borgiano cierta puesta en abismo donde el encuentro jamás es razón para interrumpir la búsqueda. Persistirá la incógnita acerca de si el norteamericano para la ocasión leyó el cuento que el argentino dio a conocer una década ante en la revista Sur y que de a ratos parece su envés.
Fue Gary Snyder quien, durante un acampe en las montañas, sugirió a Kerouac escribir un Sutra (esas reflexiones sintéticas propias de Buda y sus discípulos), que éste realizó con la presteza que caracterizó buena parte de su obra, no sin antes reunir tres años de lecturas y diez cuadernos de notas pues al tratarse “de una escritura religiosa” no tenía derecho a ensayar aquella “espontaneidad” tradicional en su literatura. Pese a considerarse creyente, la religiosidad se halla al servicio de la producción literaria, al igual que el budismo, las creencias folclóricas de los pueblos originarios norteamericanos y la infinidad de fuentes místicas en las que supo abrevar. El catolicismo fue a la literatura de Kerouac lo mismo que a la arquitectura de Gaudí.
Cuenta el traductor que “en lo que concierne a los géneros, él no se entretenía en hacer diferencias entre novela y poesía, prosa y verso. Por el contrario, sostenía que sus ideas se aplicaban tanto a uno como género, la ‘espontaneidad’ como método traspasa los límites que imponen las formas”. De manera que el elogio de lo mecánicamente sincero difiere de poner en blanco sobre negro lo que se le antoje, al modo de la escritura automática surrealista; de hecho, reescribía. Se destaca la ausencia de improvisación: “Si la dorada eternidad fuera otra cosa que meras palabras vos no podrías haber dicho ‘dorada eternidad’. Esto significa que las palabras son utilizadas para señalar la nada interminable de la realidad. Si la interminable nada de la realidad fuera otra cosa que meras palabras, vos no podrías haber dicho ‘la nada interminable de la realidad’, no lo podrías haber dicho. Esto significa que la dorada eternidad está más allá del alcance de las palabras, se rehúsa tenazmente a ser descripta, huye de nosotros y nos conduce hacia otra realidad. El nombre no es realmente el nombre”.
Potencia aglutinada de la idea que “hace estallar la cabeza”, según la célebre expresión de Bob Dylan respecto a la escritura de Kerouac, se expandió sobre esa contracultura que llamaron beat, por aludir a quien deambula escaso de dinero y perspectivas tanto como a la “beatificación”. E incluyó a Allen Ginsberg, William Burroughs, Lawrence Ferlinghetti, hizo estragos en The Doors, dio pie al hippismo, fue absorbido por los movimientos por los derechos civiles y pacifistas, llegó a The Beatles y a tantos muchos.
Rebelándose a la puntuación, en favor de las pausas y los ritmos, la respiración dominando la experimentación enunciativa, La escritura de la dorada eternidad resulta un epítome iniciático dentro del cual se inserta un compendio del decir escribiendo: “Este mundo es la película de todo aquello que es, es una única película, construida en su totalidad de la misma materia, no le pertenece a nadie, que es todo aquello que es”.
FICHA TÉCNICA
La escritura de la dorada eternidad
Jack Kerouac
Traducción de Esteban Moore y Patricia Ogan Rivadavia
Córdoba, 2019
175 págs.
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