Aprovecho la excusa de la veda para colar este recuerdo personal que no disimula del todo una reflexión política.
Leticia y yo crecimos a tres cuadras de distancia en Rosario pero no nos conocimos hasta muchos años después, a los treinta y pocos, cuando los dos estábamos viviendo y trabajando de abogados en Nueva York. Prófugos de una de las tantas diásporas argentinas: el ocaso de la primavera alfonsinista que habíamos protagonizado en la militancia universitaria yo, en el compromiso social ella, y, claro está, en las fiestas febriles de los '80 cada uno por su lado. (Tan Psycho Killer ella, tan Demoliendo hoteles yo.)
En Nueva York fuimos amigos primero y novios bastante después. Por lo que a mí respecta, no hay mejor manera de enamorarse. Casi todos los días, después del trabajo, uno le proponía al otro: “¿Nos encontramos a mitad de camino?” Ella empezaba a caminar desde su departamento, en la 81 y Broadway del Upper West Side, al mismo tiempo que yo lo hacía desde el mío, en la 78 y Lexington del Upper East Side. Nuestros pasos perfectamente sincronizados por los dioses de la ciudad para que pudiéramos abrazarnos al atardecer en el Central Park, a la sombra del Castillo Belvedere.
Supongo que podríamos haber seguido así durante años, que hubieran devenido décadas, extras felizmente despreocupados en esa versión de La invención de Morel dirigida por Woody Allen. Pero pasaron cosas. Al final de un domingo de otoño en el que la tarde se nos había escurrido despatarrados en la cama, deshojando los suplementos del mamotreto del New York Times, Leticia se levantó para ir al baño y cuando volvió al dormitorio traía una botella de J&B en una mano y un solo vaso en la otra. “Tomátelo vos, que todavía podés.” Nueva York es Disneylandia para adultos, mientras no tengas hijos.
Manuel nació en un hospital de Harlem en noviembre del ’95 y unos meses después los tres nos mudamos a Buenos Aires, una ciudad que conocíamos entre poco y nada. El primer departamento que alquilamos quedaba en un edificio afrancesado de la esquina de Juncal y Uruguay. Duramos poco tiempo en ese enclave conservador de Barrio Norte. Apenas el suficiente para cruzarme en la peluquería a De la Rúa, que vivía a la vuelta, pero jamás a Néstor y Cristina Kirchner, cuyo departamento porteño quedaba enfrente al nuestro.
Nuestro americanito tuvo la fortuna de crecer en una Argentina signada por las presidencias de aquella pareja de vecinos invisibles. A los diez años, se convirtió en argentino nativo gracias al Decreto 160, firmado por Néstor en 2004, que les facilitó la nacionalización a los hijos nacidos en el exterior de padres argentinos. Votó por primera vez en 2013 gracias a la Ley 26.774, promulgada por Cristina en 2012, que le reconoció el derecho al voto a los chicos de 16 años. (El rebelde desagradecido lo ejerció votando a Claudio Lozano.) Y en 2014, gracias a una de las reformas del Código Civil y Comercial de la Nación impulsada por Cristina, invirtió el orden de sus apellidos para que el de su madre preceda al mío, logrando por primera vez que su nombre en el DNI coincidiera con el que figura desde que nació en su pasaporte estadounidense. Quizás se trate de cuestiones menores, apenas el lado B del álbum de grandes éxitos de los gobiernos kirchneristas. Pero eso no significa que no hayan resultado inolvidables y trascendentes para quien fue su beneficiario.
Aquel 27 de octubre en el que murió Néstor, Manuel tenía 14 años y por entonces se declaraba “pinosolanista”. Desde chico le interesaron los trenes y la ecología, y supongo que también lo seducían ciertos arrebatos adolescentes de Pino, tan parecidos a los suyos. Igual, ese día nos acompañó a la Plaza de Mayo y se quedó hasta bien entrada la noche haciéndole el aguante a la congoja de sus padres. Mientras volvíamos a casa en un subte atestado de familias tan conmovidas como la nuestra, uno de sus tíos le preguntó por qué había venido a la Plaza si no era kirchnerista y Manuel le respondió simplemente, con la lógica irrefutable que bendice a quienes han crecido en un tiempo nuevo: “Porque me gusta estar donde está la gente”.
Hoy Manuel ya cumplió los 23, vive en Boedo y estudia urbanismo en la Universidad Nacional de General Sarmiento, a pesar que queda a cuarenta kilómetros de su casa, porque es la única universidad del país que enseña urbanismo como carrera y no mero apéndice de arquitectura. Los logros políticos de las presidencias de Néstor y Cristina son innumerables, pero ninguno es tan luminoso y trascendente como haberle abierto los ojos y el corazón a una nueva generación de argentinos. Manuel sigue sin ser kirchnerista (aunque esta vez, por razones obvias, haya decidido votar la boleta de les Fernández completa), pero eso es lo de menos. Aprendió lo más importante: sabe dónde tiene que estar.
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