ANIMISMO MASCOTERO
Fábula naif o sutil horror son las opciones propuestas por Sara Mesa en una novela con gato encerrado
Doña Casimira vivía sola con su perrito Dudú, un chusquito atorra, al que le hablaba todo el día, cuenta el escritor brasileño Luis Fernando Verissimo (Porto Alegre, 1935) en su libro El analista de Bagé (1981)."'¿Está feo el día hoy, ¿eh Dudú? ¿Vamos a ver nuestra telenovela, Dudú? ¿Vamos a dar una vuelta, Dudú? ¿Estás cansado, Dudú? ¿Ya hiciste pipí, Dudú? ¿Volvemos para casa, Dudú?' Doña Casimira y su perro vivieron juntos durante siete, ocho años, hasta que ella murió. En el velorio, el perrito estaba sentado en un rincón con la mirada perdida. A cierta altura suspiró y dijo: '—¡Pobre doña Casimira!' Los familiares y amigos se miraron entre sí. ¿Quién había dicho eso? No había duda, había sido el perro. '—¡¿Qué es lo que dijo usted?!'— preguntó un nieto más decidido, mientras los demás retrocedían espantados. '—¡Pobre doña Casimira!', repitió el perro, y agregó: '—En cierto modo me siento culpable'. '—¿Culpable? ¿Por qué?' '—Por no haber contestado nunca sus preguntas. Ella se pasaba el día preguntándome. Era Dudú de aquí y Dudú de allá. Y yo nunca respondía. Ahora ya es tarde'. Fue una verdadera sensación. ¡Un perro hablando! ¡Llamen a la TV! '—¿Y por qué?'— preguntó el nieto más decidido, '—¿por qué no le respondió nunca?' ¡—Es que yo siempre interpreté sus preguntas como preguntas retóricas'".
En la promiscua senda de las muchas Casimiras que en el mundo han sido, son y serán, se inscribe la maestra de primaria recién divorciada, fracasadora serial en materia amorosa, protagonista excluyente de Perrita Country, flamante novela de la sevillana por elección Sara Mesa (Madrid, 1976). Como el título lo indica, la historia se zambulle en el tierno mundo de las mascotas, felinas y caninas. Un recorrido cuya carga de clichés y lugares comunes presente en el folklore del veganismo vivencial se va desmenuzando en acciones breves, con sutileza desencajada, de modo de mostrar la hilacha bizarra. Le resta al lector la decisión de tirar de esta última a fin de destejer la trama que opera como cobertura de una creciente perversión. En la otra punta, la autora deja abierta la opción de fingir deterioro cognitivo y recluir la historia en el arcón del género naif, aún de la fábula infantil, merced a los capítulos cortos que bien toleran la lectura en voz alta previa a encomendarse al ángel de la guarda.
La mudanza correspondiente al más próximo naufragio sentimental abre la historia en que la señorita (nunca se dice su nombre) es auxiliada por Victorpe, fusión de Víctor Pedro, cuyo portador insiste en tornar palabra aguda, Victorpé, “para deshacer los equívocos”. En todo caso los pifios atravesarán otros flancos, ya que este, el clásico amigo gay, opera cuan diablillo criticón, de pie en el hombro de la protagonista, a la sazón voz narrativa. Comparte escena con El Ujier, gato obeso que “como los antiguos ujieres de palacio, es quien se encarga de preservar el orden, recibir a los visitantes, tramitar los permisos e instancias, vigilar la puerta de la cámara del rey y cuestionar las viandas”. En este punto ya es plausible la indefectible bifurcación: girar hacia la derecha rumbo al país de la fantasías pobladas de princesas y blancos corceles, etc., o bien hacia la izquierda y atenerse a las consecuencias. En momento alguno Mesa declina de proporcionar ambas alternativas. Sin declararlo, bien avanzada la novela, lo insinúa durante una voltereta de estilismo explícito: “Cuando hablo de mí lo hago en pasado y en tercera persona. Me disfrazo con la gramática (…) En cambio, cuando hablo de otros o invento, echo mano de la primera persona y del presente. Esto daría una pista de este relato, del alcance exacto de su verdad”. Justamente, Perrita Country, como la frase anterior, está escrita en la primera, yoica si las hay. Confiesa que sigue la paradoja del falsario, “puesto que si estoy usando ahora la primera persona y el presente del indicativo es porque invento —o fabulo o miento—, pero al haberlo expuesto he inventado también esa regla, he mentido al exponerla (…) Todo es verdad y nada es, sin embargo, literal”. Es literatura, pura y potente.
Ya ha ingresado en escena la “Perra Perfecta”, cuyo nombre de origen es anulado en forma rauda para ser rebautizada con el que titula el libro. A diferencia del mentado felino, la nominación de la bichita carece de toda razón y prosapia; es porque sí, porque se le canta a la dueña, más arbitrariedad que albedrío. La casa, la vida toda, en principio se divide en dos zonas, una para cada animal. Con el tiempo se demuestra innecesaria la partición: ambos cuadrúpedos conviven en forma tan pacífica como indiferente. No obstante, la separación persiste, crece secretamente al interior de la ama, invade las circunvalaciones, genera un equilibrio forzado, una pax romana sin romanos. Un creciente entusiasmo lleva a la heroína a mascotizar el orbe. Hace que sus alumnos de ocho, nueve años, escriban una composición sobre los respectivos animalitos hogareños. Los rapaces se quejan, ya “que nadie les ha mandado nunca hacer redacciones, que ellos rellenan fichas y ya”. El resultado, obviamente, es mediocre: “La mayoría sólo llegan a un párrafo, cinco o seis lineas garrapateadas con esfuerzo”. Diez para todos. Madres y colegas le saltan a la yugular; aducen que las composiciones son un arcaísmo antipedagógico, que ha establecido discriminación entre quienes poseen animales y no, que no ha premiado el esfuerzo al ponerles la misma nota.
La mujer parece compensar frustraciones con animismo. Un crescendo otorga volumen a la atribución de características humanas a las bestias, grandes y pequeñas; les adjudica “inteligencia, una agudeza que sobrepasa el instinto”. En paralelo, olvida apagar las hornallas, deja abierta la heladera, pierde las llaves y el cargador del celular, confunde el bronceador con el champú, se le pudren los alimentos en la despensa, su ruta, “pero nunca olvido darle a Perrita Country su pastilla matutina. Ni limpiar el arenero del Ujier, rigurosamente cada dos días”. Por supuesto, les habla. Victorpe le advierte “esto de hablar con más facilidad con los animales que con las personas (…) es un síntoma de decadencia —una provocación social o una decadencia de la civilización, por ejemplo— él sabrá, porque me niego a indagar. Él habla y yo lo escucho en silencio, como mis animales a mí cuando el día acaba y gruño un poco”. Sin necesidad de alquimia, la transmutación avanza con lentitud perseverante, los bichos conservan su animalitud mientras su dueña desarrolla una dislocación que deja a la neurosis obsesiva del tamaño de un poroto de soja transgénica. Asociaciones extrañas, sueños laberínticos hacen “sentir que estoy en otro lugar”, también “lo que veo está sustancialmente cambiado”. Romanticismo fantasioso o pire furibundo van y vienen, entrelazando un lenguaje por momentos adrede edulcorado, tierno y conmovedor para con esas criaturitas, “personas no humanas” dirá un juez, pequeñas, peludas, suaves, tan blandas por fuera que parecen todas de algodón. Galaxia privada donde es factible un reino habitado por una sola persona, con o sin principito para quien lo esencial es inservible a los ojos, en Perrita Country le permite a la protagonista seguir su vida como si tal cosa. Como aquellas otras personas humanas, miles, que todos los días son llevadas de la correa por sus perritos en calles y plazas o le sirven de almohadón a sus michifuces frente a la telenovela.
Un parámetro irrefutable, esclarecedor, lo brindan los austeros dibujos de Pablo Amargo (Oviedo, 1971) que ilustran tapa e interiores de esta bella edición de una editorial española con la bravura de imprimir en la Argentina. Son figuras de mujeres solas en paisajes urbanos, siempre acompañadas por un can, que engalanan estas líneas. Reina la línea austera, la escena desolada en el blanco y negro sin matices; los rostros borrados, una rara belleza perturbadora, acorde al texto.
FICHA TÉCNICA
Perrita Country
Sara Mesa
Buenos Aires, 2022
116 páginas
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