Anacronismo y agonía

Mariátegui, Flores Galindo y Trímboli: iluminar el pasado para objetar el presente

 

Pocas cosas de valor tendría para hacer un intelectual socialista en el Perú en 1989, en las postrimerías del fujimorismo, mientras se derrumbaba la URSS, y entre los apagones y masacres que poblaron el cruento conflicto interno armado. Una opción atractiva debía ser el retorno a las fuentes: escribir sobre José Carlos Mariátegui. Dicho y hecho. Al proponerlo como el “pensador marxista más original de la cultura latinoamericana”, el escritor ponía en marcha al menos dos maniobras simultáneas. Recurría a su oficio de historiador para substraerse de un presente pesadillesco, viajar a un pasado inspirador y protegerse de una realidad que aniquila. Y se despachaba con una escritura ensayística que ponía en discusión la idea misma de “campo” en la que se inscribe la historia puramente académica. Fuga y escritura libre. Si el ensayo es la reflexión que permite tender lazos con lo inadvertido, el tipo de giro hacia el pasado que se origina en un deseo de polémica con un presente reaccionario hace notar que en ocasiones el hecho político puede ser –como lo es en aquel 1989– un modo efectivo y hasta violento de reescribir la historia.

De este modo se refiere el historiador argentino Javier Trímboli al historiador peruano Alberto Flores Galindo. Más que una referencia, se trata de una cita, un llamado o una solicitud. Un acto en espejo, que es también una fuga al ensayo y sobre todo una intuición sobre el poder de alumbramiento que las irresoluciones peruanas podrían tener sobre el oscurísimo desgaste al que nos someten ahora mismo las nuestras.

El historiador que apela a otro tiempo para protegerse de un presente incandescente echa mano a una estrategia existencial, cuyo valor político eventual adopta el nombre de anacronismo. Esto es: la operación que pretende iluminar el pasado de modo tal de hacer de él una objeción y hasta una respuesta al padecimiento actual. Lo que busca impedir por ese medio es que un presente agresivo y sin espesor opere como cierre definitivo de la multidimensionalidad del tiempo histórico. El anacronismo no es, pues, una acción retrógrada hacia el pasado, sino el hallazgo de una vieja cita recobrada como argumento contra una actualidad aplastante, del mismo modo que para el filósofo ser anacrónico quiere decir buscar la potencia anterior al acto, que impide que el acto quede entrampado en un tiempo unilineal.

 

 

Pero hay más. Porque el libro de Flores Galindo, La agonía de Mariátegui, concebía la apertura del tiempo como efecto de una lucha, una dificultad y una disputa. Siendo la forma ensayística misma objeto de cuestionamiento desde los parámetros de la ciencia. Lo mismo que hace de ella un tipo de escritura capaz de recobrar saberes relegados, y de integrar la imaginación a la teoría, la vuelve a los ojos del academicismo un modo de conocimiento menor y frágil. El término agonía, aplicado a Mariátegui, no refiere por tanto solo a su enfermedad personal, sino que abarca también a ese tipo de escritura que forma parte de una acción nunca del todo reconocida por el poderoso –pero burocratizado y cientificista– movimiento comunista internacional. Agónico es el modo utópico de conocimiento que aspira a reunir vanguardia y tradición. Porque pretende conectar, de un modo nuevo, aquello que del pasado y del futuro harían del socialismo una imagen de movilización plebeya. Pero era la de Mariátegui, a diferencia de la de George Sorel, una utopía que provenía del pasado. El autor de Los siente ensayos de la realidad peruana concebía esa utopía como un mutuo alumbramiento en el que lo comunitario-andino activaría una potencia moderada bajo un haz de luz proveniente del internacionalismo proletario, y la cuestión obrera en El Perú se alinearía en surco de lo indio mayoritario y campesino. Agónico es, por tanto, el juego mismo –la originalidad de Mariátegui– entre indigenismo y marxismo, entre lo nacional y lo cosmopolita, y entre mito y ciencia. El libro de Trímboli, Alberto Flores Galindo, la escritura de la historia (ediciones UNGS, 2024), es lo agónico cargando el arma del anacronismo.

 

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Trímboli entra en contacto con la obra Flores Galindo viajando, casi adolescente, en 1988, por Perú. Allí alguien le recomienda un libro de Tito: Buscando un Inca. Aquel viaje y el modo aparentemente casual de dar con el texto forman parte de una cierta encomiable tradición de aquellos años, en los que parte de la juventud argentina formaba su sensibilidad lectora llegando al Cuzco antes que a París. Se dirá también: huyendo de una izquierda dogmática y desencaminada. El descubrimiento del texto sudamericano como “una forma de inscribirnos en una huella”. No puedo más que dar fe del poder de esa tradición, pues conocí los mismos libros en idénticas circunstancias. De hecho, muy pocas veces volví a escuchar el nombre de Flores Galindo en Buenos Aires. Esos viajes al Perú, pasando por Bolivia antes que por Chile, eran fugas, intentos de desoír determinados llamados militantes, pero también futuros profesionales y destinos de clase. Una historia muy similar narra con extensión y divertida agudeza Sebastián Scolnik en su libro Nada que esperar, historia de una amistad política: la aventura del grupo de amigos termina una madrugada en el pequeño local del tercio estudiantil de la Universidad de San Marcos, Lima, por esos años convertido en un cuartel militar. El Perú cholificado, envuelto en una extendida economía informal y convertido en un campo de batalla contra Sendero Luminoso introducía a los jóvenes porteños en otra escena.

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En 2017 se publica en Perú un libro llamado Persona. Su autor, José Carlos Agüero –cuyo nombre de pila es en sí mismo una cita–, historiador y poeta, es hijo de militantes de Sendero asesinados por las fuerzas de seguridad del Estado. Allí escribe: “La identidad, ese defenderse como entero, como uno, quizás nos impide el paso a aceptar caer, desnudar, para perder. Para perdernos completamente en el otro”. El fragmento puede confundir. No se trata de una traducción más de la bibliografía llamada “post-estructuralista”, sino de una meditación sobre lo que la tortura ha hecho con la generación de los padres combatientes. Destruidos. La “originalidad” de Agüero es sumamente perturbadora. Lee la condición de cenizas –fragmentos hechos polvo– de aquellos modelos armados por la generación militante anterior. A partir de su aniquilamiento pregunta: ¿debemos dejarlos partir de nosotros como modelos coherentes y completos, y pensar mejor “a quiénes nos parecemos, a quiénes soñamos”? Los modelos fueron hechos añicos. ¿Cómo podríamos parecernos entonces a ellos sin parecernos a ese polvo, materia que ya es más naturaleza que historia? “¿Nos parecemos en algo a los destruidos? ¿Queremos parecernos a ellos?” La pregunta coloca a la destrucción como una realidad ineludible, una imposibilidad que boicotea la identificación. Parecerse a un destruido, ¿supone destruirse? Agüero no lo sugiere. Pero sí pretende que contactar con la generación militante anterior supone tocar un vacío. Y que sin pasar por ese vacío no se realiza el gesto que anuncia que estamos hablando de algo importante. Se trata, dice Agüero, de “compartir con las víctimas, con los destruidos, su posición crítica ante el mundo”. Adoptar el punto de vista de lo destruido como punto de vista crítico irreductible. Es lo destruido cargando el arma de lo anacrónico. (José Carlos Agüero pasó por la Feria del libro y conversó con el autor de esta nota en la 530, se puede escuchar aquí.)

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Hace ya unos dos meses Trímboli participó de una entrevista que le hizo Pedro Rosemblat en Gelatina, en las vísperas del último 24 de marzo. Reparé en ella como lo hago cada vez que tengo la oportunidad de escuchar su palabra, cosa que hago desde que lo conocí hace unos 25 años, cuando junto con varios compañeros entre los que estaban Fabio Wasserman, María Pía López y Guillermo Korn editamos una revista de nombre mariateguiano: La escena contemporánea. El hilo del discurso de Trímboli puede retomarse leyendo sus libros anteriores: Mil novecientos cuatro, Por el camino de Bialet Massé (1999); Espía vuestro cuello (2012) y Sublunar. Entre kirchnerismo y revolución (2012), y ahora Alberto Flores Galindo, la escritura de la historia. Es el discurso de un profesor. Con este bagaje trimboliano a cuestas vi a Javier en la pantalla y lo escuché decir lo siguiente: los últimos años "nos hemos dedicado demasiado al presente". La frase fue pronunciada en un contexto preciso: primer 24 de marzo con la ultraderecha en el gobierno, campo popular derrotado, necesidad de reaccionar e inventar algo nuevo. Como compartiendo un balance largamente meditado, advirtió que nos hemos enfrascado en el presente sin pensar en el futuro que queremos. Y por eso, dijo, toca preguntarse, ante este nuevo aniversario del golpe, qué relación tenemos con aquellas militancias revolucionarias (tanto las de izquierda como las peronistas) de los años ‘70. Ni repetición ni ritualización: ¿Cuál? Una que nos permita volver a pensar en términos de ruptura.

 

 

 

Sea con relación a 1989 o a 2024, sea o no con explícita mención a Walter Benjamin, Trímboli espera la apertura en el presente de una cierta relación con el pasado. De allí su interés por aquel libro que él mismo prologó –De los montoneros a los anarquistas– en el cual David Viñas escribía que los jóvenes migrantes anarquistas que actuaban contra la oligarquía argentina eran los vengadores de las viejas montoneras federales. La acción justiciera del presente no se agota en su propia actualidad, ella redime, además, la represión asesina del pasado.

Leo una cita de Trímboli sobre Flores Galindo: “Si un autor no muestra que a lo menos escribe desde el poder, razonando como si fuera un miembro de las fuerzas armadas o un sociólogo asimilado a la policía, se vuelve sospechoso”. Se parece mucho a esta otra que proviene de Ricardo Piglia: “Por qué voy a tener que pensar yo con la categoría de un ministro del Interior”. En cada época se trata de rechazar una restricción, con la que se desea llamar al realismo al pensamiento. Va otra cita de Trímboli, esta vez de Tulio Halperín Donghi: “Estoy seguro que si llegan a surgir nuevos conflictos, todo el pasado también se erizará de nuevo en conflictos que van a interesar a los historiadores”. Si la sociedad no plantea nuevas luchas, el pensamiento del pasado no se eriza. Las intervenciones de Trímboli son más bien las de alguien que está inquieto que a la espera. Su gesto es el de quien introduce el pie en la puerta antes de que acabe de cerrarse. El suyo es un deseo bélico y por eso acude al arma del anacronismo. En eso se alinea con Flores Galindo. Para Tito la munición adecuada a esa arma era la agonía entendida como “lucha y batalla cotidiana” y un “saber persistir, durar”. Aplicado a Mariátegui el término cambia su contenido, se torna opuesto al mortífero y designa la actitud del combatiente. Lo agónico así entendido aproxima a Mariátegui a Lenin. Para ninguno de ellos el socialismo podría ser concebido como un “calco”. Sino como la ventura de pensar de otro modo, rompiendo con las extorsiones de un presente opresivo.

 

 

 

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