- Noche de enero de 2024 en un parque de diversiones random de Orlando, Estados Unidos. El cielo amenaza con desangrarse, pero la lluvia no atemoriza al big John —o podría llamarse Mike—, quien montado en silla de ruedas le grita a su asistente: “¡A toda máquina!”, mientras atraviesan a gran velocidad una pasarela de atracciones y ofertas de emociones que van dejando atrás. Lo apura su ansiedad, el deseo de llegar cuanto antes frente a aquella silueta de preso encapuchado. Frena frente a él, el tiempo queda suspendido en silencio, esperando ser cortado abruptamente por un rayo de 2.000 voltios. El big John mete atolondrado su mano en el bolsillo derecho buscando un dólar, ese dólar que le administre la endorfina necesaria para soportar, con cuotas de placer, su apesadumbrada existencia. Plancha el billete sobre su muslo y lo introduce en la máquina; es una Make Him Hollar - Electric chair, algo así como “hazlo gritar”, y representa literalmente una ejecución con silla eléctrica como nos enseñaron las películas norteamericanas. Mientras el maniquí se estremece y grita de dolor, John babea entumecido en un efímero bienestar.
- Enero infernal en la Argentina. La dama del punitivismo vuelve a comandar el Ministerio de Seguridad nacional e impulsa la utilización en las provincias de pistolas Taser. Si bien es un arma “no letal” o de “menor letalidad”, su uso indiscreto puede llevar a ser abusivo e indiscriminado. Las pistolas Taser, según su definición, “interfieren en el sistema nervioso muscular e inmovilizan a una persona con descargas eléctricas al ser alcanzadas por dardos punzantes de 50.000 voltios”. En efecto, quienes sean alcanzados por las Taser se revolcarán en el piso con convulsiones, espasmos musculares e insuficiencias pulmonar; emulando al maniquí que tanto seduce a John. Pero esto no es un juego, según datos de Amnistía Internacional, entre 2001 y 2016 al menos 670 personas murieron sólo en Estados Unidos por una descarga de Taser.
- Mismo contexto espacio-temporal. Mientras en el Congreso se trataba el proyecto de ley Ómnibus, en las afueras del Palacio Legislativo efectivos de Gendarmería y la Policía Federal reprimieron a manifestantes que protestaban contra el proyecto de norma, aplicando el protocolo anti-piquetes. La nueva praxis represiva de este gobierno incluye —además de los 285 lesionados y 23 detenidos arbitrariamente— el permiso para que un gendarme utilice un ícono libertario en su pecho; el encono contra la prensa (35 víctimas); disparos a la altura de los ojos con un abogado de derechos humanos como víctima; la detención de cuatro mujeres por cantar el himno sentadas en la calle frente a las fuerzas, y un uso indiscriminado de balas de goma y gases. Sobre esto último, ATE e H.I.J.O.S. denuncian que en los envases recogidos ese día se lee “OC MK-9”, y advierten que el relator especial sobre la tortura de la ONU catalogó este tipo de gases como “materiales y productos que pueden utilizarse para aplicar la pena de muerte, infligir torturas u otros tratos crueles, inhumanos o degradantes”, a través de la producción de quemaduras, lesión de la mucosa, el daño en la visión y la respiración. Un gas que expertos consideran severo y potencialmente letal. Otra vez aparece esa palabrita que empieza con “t” y termina con “ortura”. ¡Para Johny que lo mira por TV!
- Jueves de “Ronda de las Madres” en la plaza 25 de Mayo de Rosario. Como viene siendo costumbre, los colectivos que reclaman públicamente se dan cita allí para sumar su reclamo a la histórica ronda. Tras finalizar de rondar, la Asamblea de Artistas y Trabajadores de la Cultura se dispuso a realizar una pintada (con pintura al agua/lavable) sobre la vereda de la plaza (sin interrumpir el tránsito) en el marco de la protesta contra la ley Ómnibus. La leyenda decía: “La cultura se defiende, la Patria no se vende. Paro general”. Luego de terminar su intervención, la policía llega a raudales. Detienen violentamente a siete personas —cuatro hombres y tres mujeres—, algunas de la Asamblea y otras que se acercaron para filmar el desmesurado procedimiento. Envalentonados por el supuesto “vandalismo” de los jóvenes que les sirvió de justificación, los policías aporrearon y detuvieron sin miramientos, expresando con su ira algo más que el supuesto “cumplimiento de la ley”. La confirmación vendría después, cuando de camino a la Jefatura les propinaron frases como: “Te vamos a matar, zurdo de mierda”, “no salieron en su gobierno, no van a salir a la calle en el nuestro”, “viva la libertad carajo”, y demás frases por demás de politizadas. Después de siete horas y media, son liberados. Por ahora, no se levantaron cargos contra los jóvenes.
Cinco casos tomados casi al azar en un solo mes de un cúmulo de manifestaciones represivas que afloran de punta a punta en nuestro continente americano, el más violento del mundo. Algunas simbólicas, otras materiales, pero todas expresiones de la subjetividad punitiva, de la pulsión de muerte, hijas del deseo generalizado de seguridad, devenido en prácticas meramente retributivas, al menos para gran parte de los americanos.
No resulta novedoso ubicar como una de las causas a la matriz neoliberal, con su bandera de la competencia —entendida como “ley de la selva”— y su consecuente individualismo a ultranza. Un tipo de “racionalidad” dominante que explica la fragilidad de las relaciones humanas, el quebrantamiento de los lazos solidarios, la crisis afectiva reinante y la ecpatía, ingredientes principales de este gran caldo de cultivo represivo. Podrán decir que el neoliberalismo circula por el mundo, pero somos nosotros el continente más violento y no otro —razones no faltan—, pero aquí entran a jugar otros condimentos, entre ellos, mayores índices de desigualdad, deficientes instituciones encargadas de controlar o perseguir el delito, la cárcel como generadora de violencia, el fuerte impacto territorial de la narcocriminalidad, una mayor desorganización social, y el socavamiento del pacto democrático en el caso argentino.
En sociedades con vínculos sociales frágiles, las convenciones y los valores se debilitan, al igual que los medios tradicionales de control social. La violencia fluye más fácilmente en contextos de desorden social, fragmentando aún más la sociedad. En este entorno, el consenso comunitario “democrático” se desvanece y emergen más fácilmente expresiones políticas que pregonan la violencia como solución a los problemas. Si desconfío del otro, ¿son creíbles las salidas colectivas?; ¿para qué apelar a salidas “democráticas” de largo y mediano plazo cuando puedo optar por una promesa de solución rápida —como prometen las derechas— y que linkean con mis pulsiones más violentas?
Por eso no extraña en absoluto la victoria aplastante de Nayib Bukele con un 84,6% de los votos salvadoreños. Su “guerra” contra las pandillas pudo bajar ampliamente la inseguridad que se vivía en aquel país, reduciendo las tasas de delitos. Pero, ¿a qué costo?
Bukele se presentó a elecciones cuando está terminantemente prohibida la reelección por la propia Constitución. Además, la elección se produce en un marco de estado de excepción que prohíbe la libertad de prensa, la movilización y la organización (será por eso que casi la mitad de la población no fue a votar).
El gobierno salvadoreño asegura que hay 75.000 pandilleros presos (más de 1% de la población total del país), lo cual no es verdad, porque el mismo gobierno ha aceptado que dejó en libertad a 7.000 personas porque no eran pandilleros, y habría que restar 25.000 más que son “inocentes” según las organizaciones de derechos humanos (un 43% de “daños colaterales”). Recuerdo en la facultad de derecho de la UNR cuando de alumno me retumbaba la frase: “Es preferible un culpable libre que tener un inocente en la cárcel”. Pues bien, esta icónica frase no se aplica en El Salvador, donde primero detengo con un “medio mundo” y luego veo que pesco.
De los 75.000, 32.000 no tendrían que haber pasado por la cárcel ni un solo día y su único delito es vivir en zonas controladas por las pandillas, zonas de mayor vulnerabilidad donde Bukele ordenó capturar a la gente masivamente, independientemente de si tenían o no evidencia de que era pandillero.
Las violaciones a los derechos humanos son innumerables: detenciones sin denuncia previa y sin flagrancia de por medio; sin derecho a la asistencia de abogados de confianza ni a saber los cargos que se les imputan, pudiendo pasar hasta dos años en prisión sin ver a un juez y sin derecho a ser visitados por sus familias; desapariciones forzadas, torturas y muertes arbitrarias bajo la custodia del Estado, tratos crueles e inhumanos, hacinamiento carcelario y criminalización de las personas que viven en la pobreza. Todo esto constatado y denunciado por Amnistía Internacional.
El “modelo Bukele” se autoproclama como la única alternativa posible que pueda traer paz y seguridad. El propio Bukele basó su campaña en que sin él no había forma de derrotar a las pandillas. Pero esto no es así. Ni la receta represiva trae resultados sostenidos en el tiempo (sino bastante mejor nos iría a los americanos en índices delictivos), ni representa la única propuesta de solución al problema de la inseguridad.
Existen formas serias y sólidas de controlar la criminalidad y reducir la violencia mediante políticas de seguridad democráticas, alternativa a la inseguridad con demostración empírica y sin violar las convenciones de derechos humanos. Me remito a mencionar dos modelos antagónicos al de Bukele —y con buenos resultados— los de Bogotá o Medellín.
Un caso paradigmático es el de Ecuador. Rafael Correa asumió la presidencia en 2007 con 18 homicidios cada 100.000 habitantes y, al cabo de 10 años, entregó el poder a Lenin Moreno con el índice de cinco homicidios cada 100.000 habitantes. Su receta la encuentran en la “revolución ciudadana”, que se centra en la antítesis de la desorganización social que promueve el neoliberalismo. Desde entonces, justamente coincidente con el retorno del neoliberalismo, la tasa se incrementó a 21 homicidios al finalizar el mandato de Moreno en 2021; y a 45 homicidios al concluir el gobierno de Lasso en 2023 (datos del Banco Mundial relativos a homicidios intencionales cada 100.000 habitantes).
Los argentinos, con una tasa de homicidios de cinco cada 100.000 (igual que la que dejó Correa), incluso en constante descenso desde 2014, no debemos mirarnos en el espejo de El Salvador —como pretende el ala más punitivista del país—, sino en el de Ecuador, para saber cuáles son las políticas que no debemos instaurar para no empeorar nuestra situación. Claro que debemos mejorar nuestros índices e incluso urge profundizar ciertas políticas en zonas calientes como Rosario, pero en este marco nacional es en vano gastar tinta en proponer nuevas políticas democráticas de seguridad. Habrá que resistir como se pueda, con la empatía como bandera.
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