La crisis sanitaria producida por la pandemia muestra la debilidad de un sistema mundial regulado para beneficiar a sectores minúsculos de la población y desamparar a las grandes mayorías. Las evidencias más tangibles de esta barbarie contabilizada sobre la base de miles de personas que tienen el virus o fallecidas tras contraerlo, se hace más explícita con la carencia de infraestructuras científicas y médicas y la consecuente desprotección de los más vulnerados. Los grupos monopólicos de poder globalizado poseen agendas ajenas a los grandes problemas de la humanidad: la salud, los derechos humanos básicos, el trabajo, el medio ambiente, la violencia institucionalizada, la disparidad de género o las guerras no aparecen como problemas acuciantes que deben ocupar el centro de las preocupaciones políticas y/o económicas.
Para el neoliberalismo financiarizado, estas temáticas son oportunidades de negocios. Las demoras de Estados Unidos y el Reino Unido en asumir la gravedad de la enfermedad aparecen como consecuencia de esta distorsión de prioridades. Dos meses después de declarada la epidemia en China, el 23 de febrero, el Presidente de los Estados Unidos declaraba en una conferencia de prensa que “tenemos prácticamente bajo control al SARS-Cov-2”. El 27 de Febrero, en una actividad convocada junto a líderes afronorteamericanos, manifestó que el virus “va a desaparecer en poco tiempo como un milagro”. Luego de que el 11 de marzo la Organización Mundial de la Salud (OMS) declarara la emergencia global, Trump intentó enmascarar los tres meses que había desaprovechado en asumir los efectos de la transmisión generalizada, asegurando que “siempre supe que esto era real (…) He percibido que esto era una pandemia mucho antes de que lo llamaran de esa manera”.
Cuando una semana atrás Estados Unidos pasó a ser el epicentro y alcanzó el 30 % de los contaminados a nivel mundial, Trump intentó responsabilizar a China y a la OMS de la catástrofe: “La Organización mundial se equivocó, no avisó a tiempo, podrían haber avisado meses antes, lo sabían; deberían haberlo sabido, probablemente lo sabían”. En esa misma rueda de prensa diaria, consideró que la OMS reverenciaba a Beijing, motivo por el cual congelaría los aportes de Washington a ese organismo multilateral. El titular de la OMS, Tedros Ghebreyesus, rechazó las acusaciones y advirtió que “politizar la pandemia podría empeorarlo todo y llevar a multiplicar las bolsas para cadáveres”. En la misma lógica que el magnate neoyorquino, el gobernador republicano de Mississippi, Tate Reeves, se negó inicialmente a que el distanciamiento social se convirtiera en norma dentro de su Estado. En una conferencia de prensa realizada la última semana de marzo, negó que Mississippi fuera a imitar el confinamiento estricto que permitió a Beijing disminuir la tasa de contagio. “Mississippi nunca será China. Mississippi nunca será Corea del Norte”, afirmó y le pidió a la población confiar en el “poder de la oración”. El último martes, cuando su Estado se había convertido en uno de los focos de contagio más graves de Estados Unidos (en el duodécimo lugar per cápita), decidió cerrar las escuelas. En forma paralela clasificó como negocios esenciales a las tiendas de armas y municiones, las instalaciones religiosas, los restaurantes, los cines y las cafeterías. El 1 de abril, Mississippi tenía mil setenta y tres personas enfermas confirmadas, veintidós fallecidas y la tasa de hospitalización más alta del país.
Con la misma negación para aceptar las recomendaciones de los virólogos encargados de monitorear la pandemia, Trump decidió el último lunes impedir el desembarco de los efectivos del portaviones USS Theodore Roosevelt, solicitado por su comandante, el Capitán Brett Crozier. En su carta al presidente, Crozier afirmó: “No estamos en guerra. No es necesario que los marineros mueran. (…) Considero que se deben evacuar a la mayoría de los aproximadamente 5.000 marinos de la tripulación, entre los cuales hay más de 200 casos confirmados, imposibilitados del distanciamiento social exigido para no contaminar al resto”. Trump despidió a Crozier por hacer pública la carta que le enviara a su despacho.
El desprecio
La misma lógica asumida por Trump fue verbalizada por el ministro de Educación Abraham Weintraub, perteneciente al gabinete de Jair Bolsonaro, quien denunció que China provocó la pandemia global de coronavirus en el marco de “un plan para dominar el mundo”. Al otro día de la afirmación, el Centro de Investigaciones Genéticas de la Escuela de Medicina de Mount Sinai, en conjunto con la Universidad de Nueva York, informó que el brote activo detectado en Nueva York, el primero dentro de Estados Unidos, tenía origen en cepas europeas, motivo por el cual era desafortunado asociar el itinerario del virus con extravagantes disputas políticas internacionales. Bolsonaro comparte con Trump los mismos criterios economicistas que lo llevaron a soslayar inicialmente el distanciamiento social recomendado por los infectólogos. Su negativa a validar las recomendaciones fomentadas por la inmensa mayoría de los gobernadores estaduales generó una denuncia del Ministerio Público Federal contra el Presidente por bastardear las medidas de cuarentena sugeridas. La demanda exige que Bolsonaro “se abstenga de emitir discursos e información falsa que debilite las medidas adoptadas para evitar la propagación de Covid-19”.
Dos semanas atrás el Congreso de Estados Unidos aprobó un salvataje de 2 billones de dólares (trillons en su versión anglosajona). Una cuarta parte de esa suma fue preasignada a la subvención de grandes corporaciones –como empresas de aviación, casinos, cadenas hoteleras y franquicias de comida rápida–, cuyo monto se pretendía fuera orientado por el Poder Ejecutivo. Tras la fuerte oposición de los demócratas, se consensuó su supervisión por parte de funcionarios independientes de la Casa Blanca. Uno de ellos fue Glenn Fine, quien resultó destituido de su cargo por Trump el último martes, al ser acusado de interferir en las decisiones del Presidente respecto al uso de dichos recursos. Una de las disputas planteadas por Fine se orientaba a cuestionar el rol del sistema bancario. Ese mismo día, el último 7 de abril, el Coordinador del Sistema de Pequeñas y Medianas Empresas Joseph Amato denunciaba que “las mismas instituciones financieras que accedieron a miles de millones de dólares de dinero proveniente de los impuestos de los ciudadanos —como rescate de la crisis de 2008— ahora se niegan a auxiliar a las pequeñas empresas”.
La crisis estructural del sistema, exhibida por los efectos de la pandemia, se observa en la debilidad de los cimientos sobre los que se funda. Su arquitectura tiene como objetivo central resguardar a los grupos concentrados y a las corporaciones monopólicas. En ese marco, sus representantes políticos –tanto Trump como Bolsonaro o Boris Johnson– son los garantes de esa lógica predatoria. Andreas Geisel, el ministro del Interior socialdemócrata de Berlín, denunció la última semana que enviados de Estados Unidos interceptaron un cargamento de insumos sanitarios proveniente de Tailandia, originalmente vendidos a los organismos de seguridad de Alemania. Geisel catalogó dicho despojo como “un verdadero acto de piratería moderna”. Además añadió que “incluso en tiempos de crisis global no deberían evidenciarse métodos de cowboys del Salvaje Oeste”. El alcalde de Berlín, Michael Müller, se solidarizó con el ministro y agregó: “Las acciones del Presidente de Estados Unidos no solo traslucen falta de solidaridad. Son además inhumanas e irresponsables”. Según funcionarios de la OMS, esta es la causa de los faltantes inmediatos de insumos necesarios tanto para la detección como para el tratamiento de la pandemia. Varios países de América Latina y de África no logran acceder a los insumos básicos debido a que Estados Unidos y Europa ofertan el triple para garantizarse su obtención.
En las últimas tres semanas, el 10 % de los trabajadores estadounidenses perdieron su trabajo sin acceder a ninguna indemnización. La afamada consultora Goldman Sachs prevé una caída del 34 % del PBI en el segundo semestre del presente año. Uno de los integrantes de la Reserva Federal, el presidente del sistema bancario de St. Louis, consideró que el desempleo alcanzará en los próximos meses a un 30 % de la población, el máximo incremento desde el crack de 1929, al que superaría. A la precarización y la desocupación se le suma la vulnerabilidad sanitaria. Las corporaciones tienen la potestad para despedir trabajadores sin indemnización (en el marco de la flexibilidad históricamente demandada por los empresarios en la Argentina), y los sectores más vulnerados son los que enfrentan los mayores peligros con relación a la enfermedad. El New York Times informó el último martes que la comunidad afrodescendiente de los Estados Unidos presenta tasas alarmantes de infección por coronavirus. Pese a representar el 25 % de la población de ese país, en Luisiana, alrededor del 70 % de las personas que han muerto son afroamericanas. En Chicago alrededor del 75 %. Los relevamientos epidemiológicos explican la dispar letalidad debida a las arraigadas desigualdades socioeconómicas, el incremento de las enfermedades conocidas como diseases of despair (enfermedades o escenarios intersubjetivos generados por la desesperación), como el caso del alcoholismo, el consumo problemático de drogas, la violencia en las relaciones interpersonales, la depresión o el suicidio.
La sombra sobre América Latina
Estados Unidos ha tenido un rol central en la configuración institucional de América Latina. Ha influido sobre sus élites empresariales, mediáticas y jurídicas. Cuando dichas corporaciones no lograron alzarse con el control político, impulsaron golpes militares genocidas. También presionaron para privatizar los servicios públicos y desmantelar la infraestructura sanitaria avalando su fragmentación y privatización. La OMS recomienda dedicar por lo menos el 6 % del PBI a inversiones ligadas con la salud pública. Sin embargo el promedio, dentro de la región, apenas alcanza el 2,2 %. Según la titular de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), María Teresa Bárcenas, “tenemos que buscar una integración más profunda desde México hasta Tierra del Fuego. No podemos contar con Estados Unidos, eso está clarísimo, hoy por hoy nos lo demuestra una vez más. Incluso está requisando material médico para cubrir sus propias necesidades. No hay ese sentido de comunidad con Estados Unidos (…) El mundo que viene va a ser un mundo mucho más regionalizado que global. Creo que lo que está en crisis es esa globalización de las cadenas de valor, cada región se va a proteger a sí misma. Europa para los europeos, Asia para los asiáticos”.
El modelo impulsado por Estados Unidos en la región, funcional a las cadenas de valor de sus corporaciones monopólicas globales, promovió el recorte del gasto público, la privatización de la salud y la flexibilidad del mercado laboral. Esa impronta restringió la inversión científico-tecnológica que hubiera acolchado los padecimientos de la pandemia. En la Argentina ese programa fue confrontado por las centrales sindicales al mismo tiempo que los movimientos sociales limitaron la desprotección de amplios sectores precarizados. Ambos colectivos agrupados por una tradición nacional y popular vigente lograron superar el neoliberalismo macrista y afrontar la peste con mayores ventajas comparativas respecto al resto del continente.
Es altamente probable que la pandemia se prolongue durante los meses otoñales en América Latina sin que la región cuente con las redes de contención sociosanitarias adecuadas, destruidas (o mutiladas) por la coerción hegemónica neoliberal. A esa situación riesgosa deberá sumarse una previsible disminución de la actividad económica, tanto a nivel doméstico como del comercio exterior. Sin embargo, paradójicamente, quedará expuesta la posibilidad de asumir la integración regional como necesidad imprescindible. La arquitectura normativa orientada por el capitalismo salvaje se ha mostrado incapaz para tramitar las catástrofes, del mismo modo que ha puesto en evidencia su incompetencia para regir la cooperación y las relaciones internacionales. Según Oxfam International, una red de organizaciones orientadas a evaluar la gobernanza global, 500 millones de personas en todo el mundo podrían caer en la pobreza si no se adoptan planes de ayuda para los países más desfavorecidos ante la pandemia. En su informe “El precio de la dignidad” advierte que dos mil millones de personas trabajan en el sector informal y corren serios riesgos de ver afectada su fuente laboral. Gran parte de estos sectores se encuentran empleados en trabajos mal remunerados, de baja calificación, donde una merma imprevista de ingreso supone consecuencias catastróficas.
La crisis reclama alternativas creativas para repensar el orden global. Si al 1 % de la humanidad –que en la actualidad controla el 50 % de la renta– se le exige que tribute lo mismo que el 99 % restante, se conformaría un soporte financiero apto para enfrentar la crisis sin arrojar a la pobreza y la indigencia a 1.500 millones de personas en los próximos meses. Dado que esta proposición supone una ilusión, se deberá asumir que la única posibilidad de enfrentar la catástrofe en América Latina reside en empoderar aún más al Estado, estimulando su imprescindible integración regional con el resto del continente al sur del Río Bravo. De no asumir con celeridad este desafío epocal, los gobiernos deberán dedicarse —como hace en la actualidad el proyecto neoliberal de Lenin Moreno— a recoger cadáveres de las casas.
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