Inclinado sobre la baranda de cubierta, un migrante equis en calidad de judío refugiado escruta con ojos ansiosos, desde el barco que se balancea en el calor insólito del Caribe, la costa de la isla que ve enfrente y que no lo quiere recibir. Piensa que en realidad Herschel Grynszpan no tuvo la culpa, que solo detonó lo que las autoridades del nacionalsocialismo esperaban y que les vino de perillas.
Lo peor todavía estaba por pasar cuando el gobierno de Polonia se dio cuenta de que el Tercer Reich pretendía expulsar de Alemania a los sectores étnicos indeseables, es decir, solo por dar un ejemplo, los judíos. Fue por eso que a principios de octubre de 1938, el Ministerio del Interior decretó que los polacos en el extranjero que no renovaran su pasaporte con la estampilla correspondiente antes del día 30 de ese mes, ya no podrían regresar a Polonia. Pero como la estampilla, por alguna esperable razón, escaseaba, ni corta ni perezosa y antes de que se venciera el plazo fijado por el gobierno polaco la policía del Reich se apuró a desplegar la Polenaktion, una amplia barrida por las viviendas de varios miles de judíos polacos. Así nomás, casi en pijama, con una valijita de apuro, los obligaron a dejar sus casas y sus pertenencias. Les dieron apenas el tiempo de manotear la muñeca preferida o la pipa heredada y los subieron a un tren, acarreando todas las consonantes que se apelmazaban en sus apellidos judeoeslavos, o los empujaron de a pie hasta la frontera con Polonia. Con unos tiros al aire compelieron a los más indecisos a cruzarla.
Muertos de hambre y de desolación en el frío del noviembre que comenzaba, los judíos deportados quedaron vagando en esa tierra de nadie, aferrándose al muro de algún terreno baldío para rezar su extrañamiento o buscando un rincón en la estación de tren donde arrebujarse a dormir. El gobierno polaco se espantó ante semejante judería toda junta e intentó mandarla de regreso, pero quien no quería a los judíos que iban de ida, mucho menos los aceptaría de vuelta.
Así llegaron los Grynszpan a Zbaszyn –en medio de esta tragedia, lo menos importante es cómo pronunciar la enrevesada grafía polaca— entre los ocho mil desterrados que irrumpieron en el pueblo ante la mirada entre asombrada y desconfiada de los vecinos. No entendían, ni los unos ni los otros, cómo era que esa sinrazón había ocurrido y aún seguía ocurriendo.
Greta Grynszpan buscó la manera de mandar una postal desde el correo de Zbaszyn a su hermano Herschel, a la sazón emigrado en París, para ponerlo al tanto del súbito estar errabundo de su familia.
Herschel, allá en Francia, desorbitó la mirada y se le enturbiaron los ojos cuando leyó, una y otra vez, incrédulo e impotente, la tarjeta que le contaba las necesidades que estaban pasando los suyos en aquel pueblito de frontera. Los imaginó sentados al cordón de una vereda nevada, dependiendo de las papas tibias que les regalara algún poblador misericorde para que tuvieran algo que comer. El 7 de noviembre compró una pistola, entró en la embajada alemana y se despachó a Ernst vom Rath que oficiaba de Primer Secretario. Así nomás. Dicen que lo mató de rabia.
Está claro que se trata de una conspiración del judaísmo mundial, dijo el ministro Joseph Goebbels en cuanto se enteró. Heinrich Himmler y Reinhard Heydrich prepararon inmediatamente un estallido popular espontáneo de indignación y repudio. En la noche del 9 de noviembre soltaron a la calle a los voluntarios de las SS, a lo que quedaba de las SA, la Gestapo, las SD, la policía uniformada, miembros del partido nazi y a los bomberos también, organizaciones que ya en esa época eran mucho más prestigiosas que la escuela pública. Empezaron por hacer añicos las vidrieras de los negocios judíos en varias ciudades de Alemania y Austria –ese cric crac de los cristales le dio el nombre de noche de los cristales rotos—, se metieron en sus casas, incendiaron sinagogas, asesinaron a unos cuantos y se llevaron 30.000 detenidos para iniciarlos en la experiencia de los campos de concentración que hasta entonces solo habían asilado a presos políticos.
Esa noche fue un punto de inflexión en la Historia, aunque ya hacía más de tres años que la audacia discriminatoria de las leyes de Nüremberg debieron ser una luz de alerta para quien hubiera sabido avizorar el futuro que ofrecía el nacionalsocialismo. Los judíos que lo entendieron vendieron todo lo que los ataba a la vieja Europa, al precio que fuera, y apuraron los trámites para obtener una visa que les permitiera salir de Alemania.
Eran un poco más de novecientos los que compraron un permiso para desembarcar en Cuba, camino de los Estados Unidos, y el 13 de mayo de 1939 abordaron el Saint Louis en el puerto de Hamburgo. El capitán Schröder se hizo cargo de la situación límite de sus pasajeros y hasta descolgó el cuadro de Hitler que presidía el salón para hacerles gusto. Les llevó dos semanas cruzar al otro lado del Atlántico, pero cuando el barco llegó a La Habana ya se habían completado todas las cuotas de recepción de inmigrantes en Estados Unidos, la derecha isleña había salido a la calle para renegar de los refugiados judíos y el presidente Laredo Bru prohibió su desembarco.
Y ahí estaba el judío equis, inclinado sobre la baranda de cubierta, pensando si tirarse al agua para colarse por el hueco de un muelle y aferrarse a esa isla que lo despreciaba o dejarse flotar en la eternidad antes que regresar al nacionalsocialismo. A principios de junio, fracasadas todas las negociaciones y dada la repercusión internacional que había tenido el barco errante, el Saint Louis tentó acercarse a Estados Unidos y el judío equis pispeó en la lejanía, siempre al otro lado del agua, las luces de Miami, esperando un suspiro humanitario del presidente Roosevelt o del gobierno canadiense, pero no hubo caso. Cargando, humillado, con sus judíos desqueridos, el Saint Louis hubo de volver a Europa para depositarlos en Inglaterra, en Francia, en Bélgica y Holanda, que aceptaron finalmente repartírselos. Unos doscientos sobrevivieron a la guerra, el resto no.
Pero el Saint Louis no fue el único barco que deambuló por el Caribe durante ese verano de 1939. El Orduña pudo dejar menos de la mitad de sus cien pasajeros en La Habana. Después cruzó el Canal de Panamá y navegó el Pacífico hacia el sur, preguntando en puertos de Colombia, Ecuador y Perú si el país tendría un espacio para sus judíos migrantes, mientras su capitán apuraba el telégrafo para rogar, negociar y presionar. Fueron los únicos que se quedaron de este lado del agua. Al Flandre también lo echaron de Cuba con ciento cuatro judíos que finalmente, después de implorar asilo en México, fueron devueltos a Europa para que el gobierno francés se hiciera cargo de ellos… El Orinoco ni siquiera cruzó el mar océano. Enterado de la angurria moral con que se recibía a los exiliados al otro lado del Atlántico, se quedó varios días meditando qué hacer, varado frente a las costas de Francia. Con una dudosa garantía de que el Reich no perseguiría a los doscientos refugiados que llevaba embarcados, los devolvió a Alemania cuando ya el sol de junio calentaba al nacionalsocialismo. Sus doscientos pares de ojos nos miran espeluznados e incógnitos, desde los siguientes puntos suspensivos que concentran su destino…
Qué habría pasado si el capitán Schröder, recurriendo a las antiguas leyes del mar, hubiera dicho en mi barco viajan refugiados en riesgo y desembarcaba de prepo a sus pasajeros, profetizando a aquella Carola Rackete con su barco humanitario, el año pasado en Lampedusa.
El de prepo es el único y último recurso del humano equis que ya no tiene qué perder. El hondureño equis abandona un país desquiciado, acuciado por la violencia de las maras, descorazonado por la ausencia de trabajo, corrido por las compañías de inversiones —que le sacuden el piso sobre el que está parado, como si fuera la alfombra de mi living, para hurgar quién sabe qué fortuna mineral con futuro tecnológico o para plantar la palma aceitera—, escamado por la arbitrariedad y el descomedimiento del poder. Con el desespero adobado de anhelos que le late en las entrañas cruza todos los ríos Suchiate que se le interpongan en el camino, una y otra vez, para llegar al país que no lo quiere. Qué le importa que no lo quiera si intuye la sustentosa deuda que la avaricia gringa tiene con él y la piensa cobrar, al menos, en esperanza de supervivencia. También un iraquí equis y un sirio equis sueñan a Grecia, al otro lado del Egeo, desde las ventanas como ojos vacíos de sus casas reducidas a esqueletos de mampostería; un sobreviviente equis de la guerra balcánica mira todavía a Italia, al otro lado del Adriático; un yemení equis se despide de su infierno para llegar a la costa de Melilla y un africano equis paga miles de euros para cruzar el Mediterráneo rumbo a Lampedusa —si no queda entrampado en los campos de esclavos— porque quiere ver qué cuernos hace Occidente con la plusvalía del coltán, que él le arranca a la roca a cambio de poco más que unos miserables frijoles. Y así se siguen aventurando los equis errantes por el agua, como el judío del principio de este cuento, preñados de nuncamases apócrifos.
Parada frente a una vela largamente derretida, la Europa memoriosa y arrepentida de la Shoá, brega por advertir contra el peligro del antisemitismo, como si fuera la esencia única del racismo, de la xenofobia y de la indiferencia ante los pesares del otro, haciendo caso omiso, intencionalmente o no, de los armenios muertos en Turquía que inspiraron a Hitler, de los gitanos marginados en las escuelas de Francia, de los tutsis asesinados a hachazos por los hutus en Ruanda —resabio del colonialismo belga—, de las masacares tribales en la guerra de Yugoslavia, de las ambiciones territoriales en Palestina, de la matanza metódica de dirigentes indígenas, del alma angurrienta y devastadora de los Capitales –que son más de uno y se pelean entre ellos—, porque la lucha de clases sigue existiendo en la aldea global y es la única dueña de todos los nuncamases que acechan desde el futuro. ¿O no?
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