Aguafuertes libertarias
Estampas de los nuevos tiempos
La mujer dobla su cuerpo frente a la góndola de la perfumería en el estante de limpieza. Su marido jubilado la espera ansioso. Los precios aumentaron el doble desde la semana pasada. Las cajeras, tres, esperan decisiones ajenas. De pronto, una de ellas dispara: “El papel higiénico aumentó de 900 a 1.500 pesos. Si quieren pasen por esta caja antes de que cambiemos el precio de hoy”. Entonces, la clienta agrega: “Esto nos tendrían que haber avisado en diciembre, nos estaban mintiendo que podíamos comprar todo más barato”.
Dentro de una sucursal bancaria, esperando ser atendida, otra jubilada, pero con un bastón de madera sin incrustaciones ni tallas de perros muertos, dice: “Nunca estuvimos peor, es un suicidio colectivo”.
Rosa tiene varios emprendimientos comerciales en la provincia y en la ciudad de Buenos Aires. En su local emplea al menos a siete jóvenes estudiantes y trabajadores. Desde hace semanas está negociando con la dueña de un comercio vecino para montar un espacio dedicado a la literatura. “Me dijo que si quiero alquilarle el local, tengo que pagar casi un millón de pesos en muebles bajo pretexto de que ella es la dueña e impone las condiciones”. El trato está en manos de una inmobiliaria de la zona. No saben qué demonios hacer con el comercio en cuestión. Viró del arte imposible de pagar por ningún vecino ni turista, a un remate de trastos y el vacío que siempre queda.
Hasta hace unos meses, durante el invierno, la propietaria de estilo Carrió solía explicar las bondades de las artesanías de cerámica que traía desde el interior con diseños hechos por integrantes de pueblos originarios, explotados por algún vivillo. Cada objeto tenía el costo de un aguinaldo por el pase de manos. Imposible de pagar para los cartoneros de una cooperativa que reciclan desechos en el barrio y son severamente monitoreados por las cámaras de la ciudad y esos vigilantes de aspiraciones policiales, que van de amarillo rutilante, apostados en esquinas, para multar y dar aviso a la ley.
La situación es tan áspera en la ciudad que hasta los taxistas están furiosos por el aumento del gasoil y la nafta. En apenas una semana, Javier Milei logró que la clase media sea pobre y los pobres indigentes. Algo que no explica en el vídeo donde sorteó su dieta como ex diputado. No iba casi nunca al Congreso. En su primer acto como presidente despreció a la Asamblea Legislativa y le dio la espalda para dirigirse en tono enérgico a sus adherentes vestidos de colores oro. Por primera vez en la historia de la democracia argentina, gritaron: “Motosierra, motosierra” y “policía, policía”.
Claro que todavía existen lazos solidarios y humanos que los llamados liberales libertarios no pueden corromper con la feroz campaña de cancelación de los otros que están ejecutando desde los ministerios de Economía y Seguridad.
“Si no le alcanza, lo redondeamos para abajo, no se haga problema maestro, está todo dado vuelta con este demente en la Rosada”, dice un taxista llegando a una de las zonas más ricas sobre la avenida Libertador.
El encuentro en un bar característico, que es frecuentado por personas de clase alta con dobles y triples apellidos históricos, o dramáticamente históricos. El mozo sabe que no soy cliente habitual. Llevo remera, jeans y calzado liviano. En su mirada existe un trazo de escáner para saber quién es el dueño y quién el empleado. A él le importan los dueños, siempre, porque así se asegura 1000 pesos de propina o quizá algo más. Una cosa es la empatía y otra la humildad.
Sirve con gestos modestos de mayordomo de castillo caído a menos en lo que queda del día, mientras los propietarios del lugar —“gente de bien”— conversan de pie debajo de un plasma gigante. Pasan de los deportes a la actualidad en un toque de botón, aunque en las mesas nadie se entera. Tres mujeres de mediana edad toman licuados frutales y cambian opiniones sobre el costo de los colegios privados y la medicina prepaga para enero y marzo. “Muchas viven acá por una herencia, pero no pueden pagar ni las expensas”, se escucha el murmullo.
A unas cuadras de allí, el ex árbitro Guillermo Nimo, ya fallecido, hacía citas con señoritas y tomaba café con ex jugadores de fútbol y técnicos de la pelota. Una runfla de burreros, timadores, financistas, y no pocos parroquianos de impecable camisa planchadita, planchadita, y mocasines sin medias, beben del vaso del destino sin mirar por los ventanales.
Homero Manzi los hubiera maldecido. Hay excepciones: antiguos deportistas ricos con devoción samaritana por escritores malditos y poetas que recitan de memoria a Freud y a Lacan para conquistar amores, que vuelan y se caen como el valor del peso. Y no pocos youtubers paneleando sobre cómo gira el mundo en nombre de la incertidumbre.
“Todo pasa”, solía decir Julio Grondona, que comparado con estos sujetos sería Manuel Belgrano.
“Todo es vanidad”, se dice en el Eclesiastés. “¿Qué provecho tiene el hombre de todo su trabajo con que se afana debajo del sol? Generación va, y generación viene; mas la tierra siempre permanece. Sale el sol, y se pone el sol, y se apresura a volver al lugar de donde se levanta”.
El tipo esboza una sonrisa de costado cuando entro a la carnicería. Sabe qué compro y entonces goza con la noticia del aumento del precio que sube como los cohetes de la NASA. El carnicero primero troza la media res desde el matambre al cuarto trasero, serrucha al azotillo, marca al asado, lo extrae. Después se ocupa de los cortes más caros. Tiene sumo cuidado con el lomo, el oro alimenticio y proteico que no podrá comer nadie en el país de la tierra, el agua dulce y las vacas. Un muchacho comenta: “Estoy pagando la carne al precio de lo que compré mi primer auto”.
Me toca a mí. Lo que pagué 11 mil pesos hace siete días, ahora cuesta 19 mil y cuando esta crónica salga publicada costará 25 mil. La cajera trata de evitar la impresión del ticket fiscal. Desliza que lo peor “son los impuestos”. Curioso: viaja en tren, que a partir de enero costará más de mil pesos el pasaje y cada viaje en colectivo 797 pesos, eso sin mencionar que suben los servicios esenciales de gas, agua y luz, con anticipación de cortes de energía en Navidad y Año Nuevo.
“¿Cuánto te pongo, papi?”, pregunta el desmontador de vacas con la cuchilla en la mano.
Cae la larga noche sobre las calles. Nuevos cartoneros sin cooperativa recorren los contenedores de basura para llevar a sus casas las sobras de los demás. Portan un fierrito como herramienta para elegir de lo peor, lo mejor. Dos nenes famélicos con un golpe de calor, después de caminar kilómetros sin comer ni beber, piden algo, lo que sea. “Lo que pueda, don, por favor, don”.
Dos hermanitos de 10 y 7 años vienen para pedir comida en los barrios del corredor norte de la ciudad. Pasan grupos de policías en motos con escopetas en la espalda. Van de a cuatro y se escucha la frecuencia policial. Los encargados de edificios cierran las puertas y se encienden las luces de los pasillos.
“¡Vamos, león!”, se escucha al amanecer, mientras baldean las veredas.
La deshumanización derramó nuevos parias.
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