Un libro de bautismos en el ESMA 1974-1984: ¿hallazgo o mera propaganda?
Hace dos meses el obispo de las Fuerzas Armadas, Santiago Olivera, anunció en Roma el “hallazgo” de un libro de 256 bautismos realizados entre 1974 y 1984 en la capilla Stella Maris de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). Si bien en términos legales el libro corresponde a la jurisdicción del obispado castrense, la nueva conducción de la Conferencia Episcopal Argentina (CEA) ha sido la encargada de anunciar la supuesta relevancia del material, así como de ponerlo a disposición de la Justicia y los organismos de derechos humanos.
En el comunicado oficial los obispos plantean su deseo de “contribuir al camino de la memoria, la verdad y la justicia” y reconocen “la gravedad de los delitos de lesa humanidad perpetrados bajo el Terrorismo de Estado durante los años 1976-1983”, aunque una vez más desligan su responsabilidad institucional en los hechos. La Iglesia Católica fue partícipe necesaria en el rompecabezas del genocidio, otorgándole un sentido trascendental y sagrado que lo legitimó y lo sostuvo en el tiempo.
Respecto al material, Olivera declaró que estaba perdido y que a raíz de la consulta de una periodista, él mismo fue quien lo “encontró”. Resulta inverosímil ese argumento, siendo que la Iglesia se ha destacado por sostener una milenaria cultura del archivo y la preservación de documentos.
Que sea el registro sacramental de aquella fábrica del horror que fue la ESMA, que contenga nombres de marinos o que pertenezca a los años de la dictadura militar, no debe hacernos perder de vista algo que ni prelados ni periodistas mencionaron, y es que un libro de bautismo da cuenta de la Iglesia católica, no de las Fuerzas Armadas. Es decir, la lupa de la Justicia debe enfocarse también en los capellanes que bautizaron y en las relaciones de familiaridad que tenían con los militares que allí figuran. Avanzar en esa dirección serviría para conocer mejor el grado de inserción que tuvo el vicariato castrense en el ámbito de la Marina y en sus operaciones ilegales, como fueron las apropiaciones de niños/as nacidos/as en cautiverio.
La visita de Bonamín a la ESMA, en el diario del entonces Provicario castrense.
Según una “primera evaluación” del libro realizada por la Unidad especializada en casos de apropiación de niños durante el terrorismo de Estado de la Procuración General de la Nación, “sólo 60 bautismos corresponderían a niños nacidos en el período 1975-1981”, de los cuales uno “corresponde a un niño apropiado en el marco del terrorismo de Estado que ya fue localizado y cuya identidad fue restituida” y otros cuatro a personas “cuyas muestras ya fueron analizadas en el Banco Nacional de Datos Genéticos y no arrojaron correspondencia”. Por lo cual serán 55 los casos a investigar.
Entre 1975 y 1983 nueve sacerdotes cumplieron funciones en la ESMA: Pedro José Fernández, Laureano Elviro Cangiani, Alberto Ángel Zanchetta, Domingo Mauro Alfonso, Luis Agustín Manceñido, Francisco Vicente Marín Cervera, José Luis Guaglianone, Néstor Sato y Miguel José Killian. Durante esos años la Marina contó con 64 capellanes, los únicos que tenían grado militar dentro del vicariato, debido a una modificación del reglamento orgánico firmada por el dictador Alejandro Lanusse en marzo de 1973.
El caso más paradigmático es el del capellán y capitán de corbeta Zanchetta, quien se desempeñó en la ESMA al menos entre 1975 y 1977. Fue denunciado por víctimas como uno de los que aliviaba la conciencia de los represores luego de los “vuelos de la muerte”. Sugestivamente, su nombre no aparece en los movimientos administrativos de la capellanía de la Armada ni en los boletines del vicariato hasta 1984. A pesar de las maniobras oficiales, el provicario castrense Victorio Bonamín en su diario personal dejó registro de sus visitas a la Escuela durante 1975-1976, donde se encontraba con Zanchetta, Fernández y Cangiani: “Sin arreglo para el pedido de que alguno se quede por la noche (el P. Zanchetta sí, pero sólo tres veces por semana)” (diario personal, 18/06/1975).
Actualmente con 72 años, Zanchetta es uno de los capellanes más jóvenes de la dictadura (fue ordenado sacerdote en 1973) y por tanto uno de los pocos que quedan vivos. Pudo haber sido juzgado en la megacausa ESMA pero el Poder Judicial no lo consideró. La Iglesia, por su parte, lo protege: en 2009 el entonces arzobispo porteño Jorge Bergoglio lo recibió en la arquidiócesis y en 2015 el sucesor Mario Poli lo designó capellán del Hospital Italiano, intentando refugiarlo de los escraches públicos.
La nueva conducción de la CEA, electa en noviembre de 2017, ha dado un giro estratégico en su relación con los organismos de derechos humanos. Se muestra comprensiva, cercana, y procura reunirse con sus referentes para articular algunos puntos de una agenda en la que busca integrarse. Dicho giro se despliega en el marco de un mayor alineamiento con la postura que Bergoglio mantiene desde Roma y se suma a otros gestos de oposición al gobierno nacional, como fueron las críticas a la reforma previsional y a la “delicada situación social”, en diciembre y marzo respectivamente. Esto le sirve para mejorar su posición en las negociaciones por el tratamiento legislativo del aborto y la ley de libertad religiosa. En medio de este cruce de fuerzas se inscribe también la reciente divulgación del monto que los obispos argentinos reciben por parte del Estado (más de $130 millones anuales), realizada por el jefe de gabinete Marcos Peña en la Cámara de Diputados y rápidamente replicada desde el periodismo oficialista.
En una mirada provisoria, esta imagen de renovación está siendo legitimada por la mayoría de los prelados pero entra en tensión con el obispo castrense. La Comisión Ejecutiva de la CEA intenta monopolizar las cuestiones vinculadas con la historia reciente porque en manos de Olivera el giro discursivo es imposible. En los nueve meses que lleva en el cargo, el prelado de los militares ha procurado reinstalar la teoría de los dos demonios y una visión maniquea de la historia del obispado que dirige. No obstante las diferencias, para el conjunto de los obispos Olivera es una válvula de escape: en sus declaraciones van representadas las voces de una mayoría episcopal que prefiere mantenerse silenciosa.
El obispado castrense continúa sin atender los reclamos que le presentaron más de ochenta organizaciones de derechos humanos y religiosas el día de su asunción, entre ellos un pronunciamiento público acerca del rol cumplido por la institución durante la última dictadura y la cooperación con el Estado argentino para la extradición del ex capellán de San Rafael, Franco Revérberi Boschi, con pedido de captura internacional y prófugo desde 2011.
El reclamo que cobra particular interés en este contexto es la colaboración para que los capellanes de la dictadura testimonien ante el poder judicial. A Zanchetta se suma el ex secretario del vicariato castrense Emilio Grasselli, uno de los más comprometidos con el pacto de silencio y la impunidad. El sacerdote fue citado a declarar en 1985, 1999, 2001, 2012 y 2014: en todas las oportunidades negó cada una de las acusaciones que le han hecho los sobrevivientes y se abstuvo de aportar información relevante.
Por otro lado el 5 de abril, y luego de que el tribunal suspendiera cuatro veces su inicio, comenzará en Rosario el tercer tramo del juicio oral conocido como “Feced III”. En esta oportunidad será juzgada una parte de la patota del ex jefe de la Gendarmería, Agustín Feced, conformada por 13 ex policías de la provincia y el ex capellán de la fuerza, Eugenio Zitelli. Este último se encuentra acusado de ser “partícipe necesario de delitos de privación ilegítima de la libertad agravada por mediar violencia y amenazas y aplicación de tormentos agravados, por ser las víctimas perseguidos políticos”.
Si la Iglesia realmente tuviera intenciones de colaborar con el proceso de verdad y justicia, instaría a los suyos (Zanchetta, Revérberi Boschi, Grasselli, Zitelli y otros) a brindar información para desentrañar el rol que cumplieron el vicariato castrense, las capellanías policiales y el Movimiento Familiar Cristiano en el terrorismo de Estado y, particularmente, en el plan sistemático de robo de bebés.
Otro gesto en ese sentido, sería manifestar su oposición a la propuesta del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de otorgar la prisión domiciliaria al ex capellán de la policía bonaerense Christian Von Wernich, condenado en 2007 a reclusión perpetua por secuestros, torturas y homicidios.
Por último, en relación a los archivos, la Iglesia lleva cuatro décadas ocultándolos. Entre 2006 y 2017 se tramitaron 593 causas por delitos de lesa humanidad (con 856 condenas y 2.979 imputaciones) y casi todas pasaron sin que aportara un solo papel, salvo cuando estuvo obligada a hacerlo por requerimiento judicial. En 2016 abrió a la consulta de víctimas o familiares directos un archivo de 3.000 cartas que los propios familiares enviaron a la Iglesia durante los años 1976-1983 solicitando intervención por los detenidos-desaparecidos. Está claro que la importancia de los archivos eclesiásticos no reside en ese tipo de documentación. Pero como si esto fuera poco, el acceso está mediado por un protocolo que ha sido cuestionado por su carácter restrictivo.
Con este trasfondo, cabe sospechar que el cambio de postura de la Iglesia traerá más réditos para sí misma que para la memoria colectiva. Lo ofrecido por el Episcopado en los últimos años ha sido muy poco y llegó demasiado tarde. En cuanto al libro de bautismos, habrá que esperar la investigación de la Unidad Fiscal para confirmar si el anuncio se convierte en un verdadero aporte o no trasciende los límites de la propaganda.
Lucas Bilbao (historiador) y Ariel Lede (sociólogo). Autores de Profeta del genocidio. El vicariato castrense y los diarios del obispo Bonamín en la última dictadura, Sudamericana, 2016.
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