El 27 de marzo de este año falleció, en su Milán natal, Maurizio Pollini. Han pasado varios meses desde entonces y este homenaje llega tardíamente. Sin duda Pollini está entre los mejores pianistas de nuestro tiempo, junto a nombres como los de Rubinstein, Arrau, Horowitz, Richter, Gilels, Argerich, Zimmerman, Kissin y Trifonov.
En nuestra patria su fama padeció el hecho de ser contemporáneo de Martha Argerich. Fue ganador del concurso Chopin en 1960 a los 18 años —hasta hoy el más joven de la historia—. Martha obtuvo su primer lugar en el siguiente certamen, en 1965, a los 24. Escuchando a Pollini en aquel concurso, el presidente del jurado, Arthur Rubinstein, comentaría a sus colegas que “el joven” tocaba mejor que todos ellos.
Pese a esa cercanía etaria, Argerich y Pollini nunca fueron competidores. Sus carreras transcurrieron por vías paralelas, ambas brillantes pero marcadas por estilos de interpretación divergentes y enfocadas en repertorios diferenciados, coincidentes solo cada tanto. Basta señalar que Pollini, por ejemplo, se concentró especialmente en Beethoven y, particularmente, en sus sonatas y obras para piano; el repertorio beethoveniano de Argerich estuvo enfocado, en contraste, en su música de cámara con algunas grabaciones de los conciertos para piano, entre las que se echa de menos al más importante, el número 5 mal llamado “Emperador”.
En cuanto al modo de tocar, puede decirse, de modo muy general, que Argerich imprime un sello personal a sus interpretaciones; ello le valió alguna crítica —injusta, por cierto— de que la escuchamos más a ella que al autor de la obra. Pollini, en contraste, cultivó un estilo concienzudamente impersonal. Su objetivo —academicista si se quiere— era la fidelidad absoluta al autor. Los puristas prefieren a Pollini sobre quién debe advertirse —para salvar equívocos— que tal impronta racional u “objetivante” nunca se traduce en una interpretación desangelada. Pollini fue un monstruo imbatible de la técnica pianística, puesta siempre al servicio de los autores que caían en sus manos.
Creo que hay una diferencia, sí, entre Argerich y Pollini que provocó que el último mantuviera una constante presencia y reconocimiento en nuestro medio, como en todo el mundo: su inmenso repertorio. Pollini fue un estudioso incansable, un verdadero trabajador de la música. Además de los grandes autores clásicos en los que se concentró especialmente —Chopin, Beethoven, Schumann, Schubert y Brahms— estudió e interpretó, con la minuciosidad y profundidad que lo caracterizaban, a un gran número de contemporáneos del siglo XX. Solía justificar por qué lo hacía: consideraba que estos autores eran tan importantes y relevantes —o más— que aquellos indiscutidos de los siglos XVIII y XIX, pero que, por una cuestión de familiaridad o comodidad, eran relegados o, directamente, invisibilizados en los programas de concierto y en los estudios de grabación. Recalcaba que se trataba de verdaderas obras maestras que no podían quedar en el olvido. En esa cruzada personal grabó íntegramente la obra para piano de Arnold Schoenberg, y legó impecables versiones de Stravinsky, Prokofiev, Webern, Boulez, Debussy, Bartók, Nono y Stockhausen. Si hoy no resulta raro que estos nombres aparezcan en los programas de concierto o en las grabaciones de pianistas (que pretenden ser respetables), se debe, en parte, a la insistencia de Pollini con ellos.
Lo anterior arrojó, para los seguidores del pianista Pollini, alguna pérdida sensible. Se extrañan en su repertorio a Domenico Scarlatti, a Bach e, inexplicable rareza para alguien de su virtuosismo, a Lizst. Puedo equivocarme, pero de Bach grabó solamente El Clave Bien Temperado (en piano) y de Liszt apenas un álbum, con la compleja —en todo sentido— Sonata en Si menor y otras obras similares, de carácter sombrío. Mozart sufrió también el abandono de Pollini, aunque sus versiones de los conciertos para piano 19 y 23, con la Filarmónica de Viena —bajo la batuta de Karl Böhm— se encuentran, en mi opinión, entre las mejores de esas obras.
Como adelantamos, el jovencísimo ganador del concurso Chopin se convirtió, con los años, en un cultor sistemático de Ludwig van Beethoven. Sus versiones de las 32 sonatas, de los conciertos para piano con las orquestas de Viena y Berlín (dirigidas respectivamente por Böhm y Claudio Abbado) son incomparables. Todo indica que en esta preferencia por Beethoven tuvo mucho que ver su estudio de la música contemporánea. Ante el lugar común de que Beethoven era “antiguo” y de que debía tocarse con “espíritu moderno”, Pollini —el especialista en la música de vanguardia— opondría en seco que no era en absoluto necesario: “Beethoven es moderno por sí mismo”, diría. No tenía necesidad de ser ayudado por ningún intérprete. Cuando se lo escucha tocar las sonatas y variaciones de Beethoven puede decirse, en verdad, que se trata de música que viene del futuro, no del pasado. Como sucedió con Furtwängler y las grandes sinfonías, Pollini vivió hechizado por las obras para piano de Beethoven.
No voy a hacer mayores referencias a su vida política. Solamente cabe recordar que, como Furtwängler, con su notable resistencia al nazismo, Pollini, en un devenir obviamente más tranquilo, fue un consecuente simpatizante —no tengo claro si, incluso, afiliado— del Partido Comunista italiano. Ello contrastaba con el ambiente burgués y de derecha (hoy calificable de ultra) de la sociedad lombarda. El refinamiento de sus interpretaciones, su profunda cultura musical, modernidad y elegancia personal impidieron prescindir de él a los aristócratas, empresarios y financistas de Milán (los socios del Clubino, del Giardino y del Circolo dell’Unione) que veían en el comunista Pollini a uno de los mejores exponentes de su tradición cultural. Todos dieron siempre el presente en las más de 160 presentaciones que, a lo largo de su vida, ofreció en el Teatro Alla Scala; Pollini no era afecto a los viajes ni a las giras internacionales.
Crecí escuchando al maestro. Han pasado más de 40 años desde aquellos primeros discos de vinilo hoy resucitados. Pese a todos esos años, ciertas interpretaciones de Pollini siguen siendo, para mí, las mejores versiones de algunas de las grandes obras de la música. Ese juicio puede ser equivocado o limitado, pero después de tanto tiempo mucho no me preocupa y sigo escuchándolas como si fueran tales.
Cierro con una selección y algunos comentarios.
- Estudios de Fréderic Chopin (grabación de 1972). Aquí puede trazarse un paralelo con Martha Argerich: así como su grabación de los Preludios de Chopin del año 1987 puede considerarse insuperable, en el caso de los Estudios el calificativo se lo lleva Pollini.
- Tres Movimientos de Petrouchka de Igor Stravinsky (grabación de 1972).
- En junio del 2019, a los 77 años, en Munich, en el Salón Hércules del antiguo palacio urbano de los reyes de Baviera, Pollini interpretó el segundo movimiento de la sonata 32 de Beethoven, la última de su grandioso ciclo de sonatas. En esta composición, Beethoven rompe nuevamente con la forma clásica, reduciendo la sonata a dos movimientos, esta vez, además, totalmente dispares en su duración y estilo [1].
Este segundo movimiento de la sonata 32, conocido como la Arietta y compuesto entre 1820 y 1822 —los primeros años de sordera total de Beethoven— ha suscitado una durable fascinación, más en el siglo XX que en el XIX. La escritora feminista Virginia Woolf, en The Voyage out (1915) lo hará interpretar por la protagonista —Rachel Vinrace— ante unos sorprendidos oyentes varones para significar que también las mujeres podían dominar obras musicales altamente complejas. La imagen de una mujer joven interpretando la Arietta había sido usada antes por el escritor homosexual E. M. Forster en su novela A Room With a View (1908); la escena fue llevada al cine en 1986 con la actuación de Helena Bonham-Carter y Maggie Smith (décadas antes de que J. K. Rowling las convirtiera en las brujas Bellatrix Lestrange y Minerva McGonagall). Finalmente, en 1949, el filósofo, musicólogo y sociólogo marxista, de origen judeo-católico, Theodor Ludwig Wiesengrund Adorno, líder de la Escuela de Frankfurt, le dedicó un libro: Filosofía de la nueva música. Allí Adorno ilustrará las íntimas conexiones entre el universo musical beethoveniano y el dodecafonismo vanguardista de Arnold Schoenberg y Anton Webern, precisamente los otros dos compositores por los que Pollini sintió especial devoción. Escrito en su exilio en Los Angeles, el libro y las ideas de Adorno sobre Beethoven nutrirán su correspondencia con el otro célebre exiliado alemán en California, Thomas Mann [2], que los usará para escribir el capítulo ocho de su novela Doktor Faustus (1947). En ella, el personaje Wendell Kretschmar, organista y profesor de música, pronuncia una conferencia, ante un público perplejo, sobre este último movimiento de la última sonata de Beethoven. Tocando la pieza en un piano desvencijado en el salón parroquial de la ficticia ciudad de Kaisersaschern, Kretschmar declama: “Un regreso después de esta despedida... ¡Imposible! Había sucedido que la sonata había llegado, en el segundo y enorme movimiento, a su fin, un fin sin retorno. Y cuando decía ‘la sonata’, no sólo se refería a esta sonata, sino a la sonata en general, como especie, como forma artística tradicional; ella misma había llegado aquí a su fin, a su final, había cumplido su destino, se había resuelto, se despedía en grande (el gesto último del Motivo Re-sol-sol consolado por el Do sostenido) como toda la pieza en sí: la despedida de Beethoven de la forma sonata. En la filmación de abajo, Pollini parece también estar despidiéndose con su conmovedora interpretación, un verdadero final sin retorno.
4. Continuando con Beethoven, una vieja “conversación” sobre el músico tedesco donde Pollini habla sobre su grabación de los cinco conciertos para piano con el director de la Filarmónica de Viena Karl Böhm, post-mortem polémico [3], un especialista indiscutible en los conciertos de Beethoven, Mozart y en la música de ópera, principalmente del mismo Mozart, Wagner y Richard Strauss.
- El perfil de estudioso de Pollini se revela nítido en este video donde, entrado en años, interpreta, partitura en mano y con asistente, el Klavierstuck X del hipervanguardista Karlheinz Stockhausen. Con sus numerosos glissandos, más los puñetazos y codazos al teclado prescritos por el autor, obligan al intérprete al uso de guantes para proteger las manos. Cualquiera sea la opinión que tengamos sobre Stockhausen —no me siento muy autorizado a opinar si Pollini decidió estudiarlo— resulta encomiable el afán de conocimiento que lo acompañó hasta el final de sus días.
- Finalmente, el fragmento de una extensa entrevista, en italiano, en la que puede apreciarse su amplia formación como musicólogo, esencial para cumplir lo que creyó, en vida, fue su principal deber como intérprete, ser fiel al legado de los grandes músicos de Occidente; no es poco.
[1] Para quienes leen música, la partitura de la Arietta es endiabladamente difícil, sobre todo a partir de la III variación donde, además, Beethoven comienza a hacer lucir algunas de sus particulares notaciones dinámicas: Misterioso; Etereo; il basso staccato quasi pizzicato; quasi flauto.
[2] Premio Nobel de Literatura (1929). Thomas Mann era hijo de un padre luterano y una madre católica brasileña. Contrajo matrimonio en 1905 con Katharina Hedwig Pringsheim, judía, perteneciente a una próspera familia de industriales y artistas. La combinación de las ideas políticas de Mann y el judaísmo próspero de su esposa hizo que automáticamente se convirtieran en enemigos dilectos y naturales del régimen nazi que los persiguió con saña, expropió su patrimonio y fortuna, siendo especialmente dañino con ellos el alto oficial de las SS Reinhard Heydrich. El exilio a los Estados Unidos fue la única salida.
[3] Durante los años del nazismo, Karl Böhm no dudó en apoyar fervientemente al régimen para progresar en su carrera como director de orquesta y ópera. Ese inmoral oportunismo de Böhm tuvo un efecto positivo para nuestro país. La presión del gobierno nazi condujo a que el director de la prestigiosa Ópera de Dresden, Fritz Busch, renunciara a su cargo. Busch no era judío —como algunos pensaban— pero su oposición, vocal y férrea, al nazismo hizo insostenible que mantuviera su cargo, ambicionado por Böhm que finalmente lo consiguió del régimen nazi. Fritz Busch debió partir al exilio y recibió la oferta de convertirse en el director de orquesta de un gran teatro de ópera de Sudamérica: el Teatro Colón de Buenos Aires. La dirigió entre 1933-1936 y luego entre 1940-1947, dejando una profunda impronta. En 1948 decidió radicarse en los Estados Unidos.
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