Acumulación y banalidad del mal

El funcionamiento de Wall Street a la luz de los conceptos de Hannah Arendt

 

Al anunciar la actual etapa del aislamiento social, preventivo y obligatorio, denominada “de segmentación geográfica”, el Presidente Alberto Fernández fue taxativo: los esfuerzos del gobierno no se reducen a enfrentar la pandemia en términos sanitarios —lo cual, en sí mismo, representa una tarea ciclópea—, sino también a mitigar sus efectos en términos económicos y viabilizar una rápida recuperación una vez superadas las inevitables restricciones actuales.

La tarea no es sencilla, pues implica enfrentar diversos factores problemáticos que agregan complejidad al impacto sin precedentes de la pandemia. Pueden ser agrupados en dos dimensiones básicas:

  • una de origen y cuantificable a través del sistema de cuentas nacionales, constituida por la recesión, el empeoramiento de los índices socioeconómicos, y el meteórico endeudamiento heredados de la gestión macrista.
  • otra más ligada a enfoques de sociología económica, acerca del modo en que se han constituido y se desenvuelven los distintos actores económicos, su dinámica de acumulación, su participación en la distribución de la riqueza, su aporte —o lastre— al crecimiento y, por ende, su relación con el Estado y el andamiaje de regulaciones públicas.

Ambas dimensiones son componentes necesarios de una estrategia gubernamental que estructura una política de sostén de la vida comunitaria bajo el imperio de una restricción provocada por la pandemia, fundada en una menor efectividad de las políticas anticíclicas clásicas, dado que la cuarentena inhibe la plena potencialidad transmisora de los impulsos estatales de demanda a través de los encadenamientos de consumo y producción.

Ello ha obligado a aplicar mecanismos de transferencia directa a familias y empresas frente a opciones de corte heterodoxo de tipo convencional, y justifica aún más la búsqueda de mecanismos de redireccionamiento de recursos ociosos a través, por ejemplo, del incremento de la imposición tributaria sobre el escasísimo segmento poblacional más acaudalado. En otros términos, el “multiplicador del gasto”, que potencia los efectos de las políticas anticíclicas convencionales —del más clásico recetario keynesiano, por mencionar una coordenada teórica de referencia— se encuentra sensiblemente debilitado por las necesarias restricciones de circulación y aislamiento, tornándose fundamentales aquellos mecanismos alternativos que implican, no sólo nuevas herramientas estatales, sino la necesidad de nuevas reglas sociales de juego.

El conjunto de políticas desplegadas en escasas semanas por el gobierno nacional para paliar la situación actual fue inicialmente estimado en cerca del 3% del Producto Interno Bruto, cifra que se elevaría a 5,6% (1,7 billones de pesos) para el período abril-junio, según la última información disponible. Su aplicación se produce a través de diversos mecanismos en dos grandes líneas —gasto fiscal y asistencia financiera— que incluyen la asignación masiva de fondos de emergencia a sectores informales y de bajos ingresos, bonos para sectores vulnerables, compensación de hasta un 50% del salario de los trabajadores privados con límite nominal en un 200% del Salario Mínimo, extensión de los seguros de desempleo, préstamos a tasa negativa para empresas, y un largo etcétera de diversas medidas. Todas ellas apuntan a paliar los efectos materiales de la pandemia, pero —no hay que olvidarlo— inciden, al mismo tiempo, sobre la herencia económica del macrismo, que opera como deteriorado punto de partida de la escena actual.

Parte del esfuerzo social que hoy está justificado por razones sanitarias, es también implícitamente aplicado a contener y remediar los efectos de las ingentes transferencias de recursos que derivaron en la recesión, el desempleo, el incremento de la pobreza e indigencia y el endeudamiento. Hasta aquí, nuestra referencia a la primera dimensión de problemáticas más arriba mencionadas. Habría que considerar que, en un escenario ucrónico en el que no hubiera existido la actual pandemia, hubieran sido más que apropiados muchos de los instrumentos redistributivos y las modificaciones regulatorias que hoy experimentamos. Sin dudas —también con ánimo ucrónico—, podemos inferir que las resistencias de la elite localmente operante hubieran sido tanto más agresivas que las expuestas en la actualidad frente a la decisiva acción del Estado en el cuidado y el bienestar colectivo.

Esta última observación nos conduce a la segunda dimensión propuesta, referida a los actores socioeconómicos y su relación con las regulaciones públicas, para lo cual resulta pertinente citar dos hechos relevantes de la hora. El primero consiste en el airado rechazo al proyecto de aporte por única vez del 2% al 3,5% para apenas 12.000 propietarios de fortunas superiores a U$D 3 millones promovido por los diputados Máximo Kirchner y Carlos Heller.

El batallón de defensa de los privilegios de un grupo tan pequeño de residentes del país, resulta por demás útil para poder dimensionar su alto grado de influencia sobre los resortes que constituyen sentidos de realidad, y determinan el “humor social” y “lo que la gente piensa”, por citar algunas de las muletillas discursivas destinadas a urdir de antemano ficciones bizarras de la categoría “pueblo” con ventanillas de atención en las cuevas fugadoras de la City porteña. Provienen tanto de sectores empresariales como de comunicadores, políticos y hasta del mundo de la farándula. Sus argumentos poseen la misma plasticidad representativa. Los más elaborados hacen referencia a una supuestamente excesiva imposición fiscal violatoria de los derechos individuales por parte del populismo latinoamericano, magistralmente rebatido por una reciente nota de Magdalena Rua en este mismo medio. Le siguen las menciones a las “molestias” y “desagrados” que provocan en los empresarios las regulaciones públicas y que determinan menores impulsos inversionistas. Por último, y con abandono de todo refinamiento, las lisas y llanas convocatorias a la ilegalidad a través del mantenimiento de fondos no declarados.

El segundo hecho a considerar consiste en el uso especulativo que bancos privados y jugadores del sistema financiero hicieron del incremento de liquidez generado por el BCRA con el fin de asistir fundamentalmente a pymes en situaciones críticas. En lugar de poner en funcionamiento las herramientas públicas diseñadas para evitar quebrantos masivos, despidos y cortes abruptos en las cadenas de pagos que diseminan aún más los efectos económicos y sociales negativos de la pandemia, se promovieron operatorias que redireccionaron esos fondos a fines ajenos a la emergencia, tales como la compraventa de acciones y bonos, ubicando el valor implícito del dólar para esas operaciones en 120 pesos.

Sin lugar a demasiadas dudas, puede considerarse que en ambos casos se trata de distintos modos de expresión de la racionalidad  del mismo y reducido grupo social. En efecto, estas operaciones financieras son parte del herramental usado para constituir aquellas riquezas en el exterior, en cuyo recorrido pueden encontrarse los mecanismos de elusión o evasión que hoy ocupan nuevamente la atención de la AFIP. Resulta lícito proponer un interrogante acerca de la racionalidad que anima a este pequeño pero sumamente influyente conjunto de actores en la vida comunitaria. Podemos inferir que el primer y decisivo paso es la negación radical de la existencia de un espacio social articulado, que abre paso a la justificación incluso moral de acciones abiertamente lesivas de sectores mayoritarios. En efecto, la cuestión de la racionalidad de los agentes es uno de los capítulos más trabajados en las ciencias económicas, dado que establece los parámetros constitutivos de la subjetividad y el conjunto de prácticas sociales que determinan los modelos económicos en su totalidad, desde su coherencia interna hasta su prescripción de políticas públicas acordes. De todas las representaciones usadas en este campo, una de las más significativas la constituye, con seguridad, Robinson Crusoe. El náufrago en el que centra su novela más famosa el escritor inglés Daniel Dafoe, publicada en 1719, oficia como pintoresco apotegma del individualismo en que se ha fundado el liberalismo económico desde el siglo XVIII. Sin embargo, la figura de un individuo aislado por años que busca en tortuosa soledad su subsistencia —y que ha cedido su lugar, a la manera darwinista de un antepasado menos evolucionado, al Homo economicus neoclásico—, no es la única figura posible para describir a los sujetos dentro de una estructura social compleja, ni mucho menos el comportamiento de aquellos ligados a la acumulación de capital eximidos de todo parámetro colectivo de convivencia.

En 2009, ante el estallido de la crisis financiera internacional, Shoshana Zuboff, profesora de la Harvard Business School, publicó en Businessweek un artículo titulado “Los crímenes contra la humanidad de Wall Street”, en el que propone el uso del concepto “banalidad del mal”, acuñado por la filósofa alemana Hannah Arendt, con el fin de describir el comportamiento del sistema económico a partir del análisis de la figura del oficial nazi Adolf Eichmann, responsable de la denominada “solución final”, enjuiciado y condenado a la horca en Jerusalén en 1962. El paralelismo que Zuboff establece entre la lógica de la “banalidad del mal” y el funcionamiento del sistema financiero actual resulta de particular importancia.

 

 

Shoshana Zuboff.

 

 

Al subrayar la sorprendente capacidad de los agentes financieros para establecer operaciones que derivarían en una crisis de severas consecuencias sociales ignorando el sufrimiento humano que acarrearía, Zuboff planteó una analogía relevante, observando que tal racionalidad se caracterizó —citando a Arendt— por "la extraña interdependencia de la irreflexión y el mal". Más aún, tal y como la filósofa describió a Eichmann, dichos agentes no debían ser considerados pervertidos ni sádicos, sino “terrible y terroríficamente” normales.

Zuboff inserta en el plano de la economía y la política económica la figura de este “nuevo tipo de criminal” descripto por Arendt, capaz de realizar “masacres administrativas” bajo circunstancias que establecían la posibilidad de ignorar los males que acarreaban las políticas de exterminio, o la falta de empatía alguna frente a las víctimas mediante una operación simbólica sobre ese “otro” despojado o aniquilado. Lo que asombra a Zuboff es la “normalidad” con la que no sólo el “sistema” sino los agentes financieros desarticulan las condiciones de vida de millones de personas y economías enteras sin que ninguna alarma moral ni sistémica llame la atención sobre tales consecuencias. El establecimiento de mediaciones simbólicas que impiden o evitan a los sujetos tomar conciencia de los hechos que están realizando o un borramiento de ese “otro” —un otro sujeto— que queda fuera de la racionalidad del sistema financiero a partir de lógicas mercantiles que derivan necesariamente en una catástrofe social.

Arendt, cuya caracterización de “terrorífica normalidad” para describir a un miembro destacado de la maquinaria nazi le valió duras críticas, consideró que uno de los elementos que caracterizaban a Eichmann residía en una “extraordinaria diligencia en orden a su progreso personal”.

Esta movilizante analogía posee límites muy estrictos. Bajo ningún punto de vista puede considerarse que los mecanismos de mercado sean asimilables a experiencias genocidas, caracterizadas por la coordinación estatal del terror y el aniquilamiento físico con el fin de provocar transformaciones estructurales en las relaciones sociales. Incluso la reutilización de conceptos clásicos de los Derechos Humanos para la descripción de hechos socioeconómicos, como el caso de “genocidio económico”, resultan desaconsejables y conceptualmente discutibles.

Ello no implica ignorar, sin embargo, que en determinadas etapas el poder económico puede formar parte esencial de procesos genocidas, tal y como sucedió con la activa participación empresarial que integró la conducción de la última dictadura militar en la Argentina. En tales etapas, las robinsonadas literarias son reemplazadas por una alianza entre terrorismo y acumulación sin ningún lugar para las metáforas.

La analogía propuesta por Zuboff nos permite, sí, identificar el tipo de racionalidad que dota de un manto de normalidad al accionar del poder económico, ligarlo con sus consecuencias sociales, exponer su banalidad y proponer nuevas reglas de juego que permitan el despliegue de la vida en comunidad.

 

 

 

 

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