En 1978, Lee Iacocca fue contratado como CEO de Chrysler. El ingeniero industrial, devenido en hábil vendedor, acababa de ser despedido de Ford —luego de tres décadas de leales servicios— por desavenencias con Henry Ford II, nada menos que el nieto del fundador del imperio automotriz. Chrysler se encontraba en una situación desesperada, al borde de la bancarrota, por lo que la junta de accionistas le otorgó plenos poderes al recién llegado y se encomendó a él.
Iacocca avanzó en varios frentes a la vez. Para rescatar a Chrysler de la quiebra logró convencer al Congreso de Estados Unidos que le aprobara un préstamo colosal. Al parecer, el mercado a veces no alcanza. Esa gran jugada le dio aire suficiente para poder pensar el futuro con más calma. Así como bajo la escudería Ford impulsó el Mustang —uno de los vehículos más cinematográficos de la historia—, con Chrysler apostó al minivan, el vehículo familiar que se transformaría en un clásico.
Como muchos empresarios estadounidenses que no entienden las ventajas de la libertad, la competencia y coso, fue muy crítico con Japón. Sostenía que las prácticas comerciales de dicho país destruían empleos norteamericanos, de la misma forma que el Presidente electo Donald Trump denuncia hoy las prácticas chinas. Esa defensa del empleo estadounidense le valió durante un tiempo el apoyo de los sindicatos y de los demócratas; al menos hasta los despidos masivos que impulsó a fines de los años ‘80, para equilibrar las cuentas de la empresa. Dejó la compañía a principios de los ‘90, convertido en un gurú corporativo.
Fue un gran vendedor, sobre todo de sí mismo: publicó varios libros en colaboración, incluyendo una autobiografía laudatoria. Circulan por las redes sociales muchas frases de autoayuda con su firma, algunas de las cuales podrían incluso ser de su autoría.
Hace unos años, Jorge Asís escribió una reseña sobre otro empresario exitoso, en este caso argentino: Héctor Magnetto. “A principios de los setenta, con 27 años, y de la mano protectora de Rogelio Frigerio, el contador Magnetto llega al diario. Como ‘adscripto a la dirección’ (...). El Tapir, Rogelio Frigerio, aportaba cierta solvencia intelectual a la secta iluminada del desarrollismo. Y bajaba ‘la línea del diario’”. El adscripto a la dirección escaló posiciones con impaciencia y en apenas dos años se convirtió en el gerente general del conglomerado de medios más grande de la República Argentina. Para 1980, con el apoyo entusiasta de la dictadura cívico-militar, dicho conglomerado se había convertido en el mayor distribuidor de diarios en el mundo hispanohablante.
Magnetto, continúa Asís, “(legitimó) la eficacia de la extorsión como metodología sistemática, para el crecimiento periodístico y empresarial”. Todos los gobiernos desde la recuperación democrática han sido sensibles a la eficacia extorsiva del todopoderoso contador, salvo los de CFK. Mauricio Macri, sin ir más lejos, pagó la eficaz campaña de demolición mediática contra el kirchnerismo con la eliminación por decreto de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual y la aceptación posterior de la escandalosa fusión Cablevisión-Telecom. La página web del Grupo Clarín encuentra otras palabras, más amables que las de Asís, para describir los resultados exitosos de aquella metodología extorsiva: “Durante su gestión, Clarín comenzó un proceso de diversificación que lo convirtió en uno de los principales grupos de comunicaciones de Latinoamérica, con participación en radio, televisión abierta y por cable, industria gráfica, Internet y telecomunicaciones”. Las consecuencias nefastas de dicha diversificación fueron ilustradas con claridad por Jorge Lanata, en una época anterior a su incorporación como operador estrella del grupo.
En 1999, las diferentes empresas fueron unificadas bajo el paraguas del Grupo Clarín y Magnetto fue designado CEO, puesto que ocupa hasta la actualidad, un cuarto de siglo más tarde.
Como los accionistas de Clarín, que desde hace décadas mantienen su confianza en su CEO e incluso lo premiaron al transformarlo en el accionista principal de la compañía, los accionistas de Chrysler conservaron en su puesto a Lee Iacocca mientras consideraron que era útil para sus intereses. Ocurre que los directorios de las grandes corporaciones juzgan a sus CEOs basándose en los resultados concretos que logran. Si estos son buenos, los premian con todo tipo de incentivos: sueldos faraónicos, jugosos bonus anuales y opciones sobre acciones, además de ingresos indirectos, como el colegio o la universidad de los hijos o el uso discrecional de viviendas de función o de aviones privados. Si los resultados no están a la altura, el CEO en cuestión será despedido, probablemente con algún paracaídas de oro para atenuar la caída. Pero ninguna junta de accionistas se desprendería de un CEO exitoso porque ya lleva en su puesto demasiado tiempo y es hora de impulsar una virtuosa alternancia. Lo mantendrán incluso durante décadas si los buenos resultados acompañan su gestión y sólo buscarán un reemplazo si su labor no está a la altura de lo esperado. Y tienen razón.
Lo extraño es que esa prerrogativa elemental que tienen los accionistas le esté vedada a los ciudadanos. Al parecer, cuando se trata de elegir gobernantes, es bueno imponer un límite temporal que las corporaciones desconocen. Es doblemente extraño ya que, a la vez que limitamos sus mandatos, exigimos que nuestros gobernantes establezcan políticas de largo plazo: es decir, mientras los juzgamos cada dos años sobre la base de los resultados de la coyuntura inmediata, esperamos que actúen pensando en el próximo siglo.
Una letanía impulsada tanto por los medios como por algunas ONG ciudadanas, de nombres luminosos y financiamiento opaco, ha transformado en sentido común una afirmación al menos discutible: que la alternancia —virtud desconocida en el ámbito empresarial— sería la base de la república. Los accionistas, al contrario, valoran la experiencia y por eso la premian. Recordemos que el peligro que conlleva la reelección indefinida de un gobernante es comparable a lo que podría ocurrir con un CEO longevo: en ambos casos, esa continuidad en la gestión (del país o de la empresa) podría generar un poder discrecional tal que impulse —tanto al Presidente como al CEO— a sacar provecho para sí mismos y afectar así los intereses de sus representados (accionistas o electores). En realidad, ese riesgo se puede limitar fácilmente con organismos de control independientes, auditorías internas y externas. Hace más de 45 años que los accionistas de Clarín confían en Héctor Magnetto y es razonable que lo hagan. Como Iacocca, Magnetto se enriqueció y enriqueció a sus mandantes y luego socios. Los accionistas no detectaron ningún efecto colateral negativo en la reelección indefinida de su CEO.
Sin embargo, los mismos accionistas que deciden mantener a un CEO durante décadas, imponen a través de los medios que controlan y las ONG que financian un sentido común contrario a esa práctica. Ocurre que nuestro establishment interviene en política, pero tiene la enorme ventaja de no padecer el desgaste de los vaivenes electorales. Por supuesto, busca tener políticos que respondan a sus intereses, pero incluso en ese caso los prefiere débiles. Cualquier liderazgo poderoso que se mantenga en el tiempo, incluso con ideas afines, tensionaría inevitablemente con el poder real. (Recordemos que, según CFK, “identificar el poder con estar en el Gobierno es una burrada”.)
El límite a las reelecciones indefinidas —presentado candorosamente como un paso a favor de la transparencia y otras nociones vaporosas— es en realidad un instrumento que busca impedir los liderazgos populares. Actúa, en ese sentido, como las proscripciones, los proyectos liberticidas del tipo de Ficha Limpia, las operaciones mediáticas e incluso los atentados, el último gesto desesperado frente a un liderazgo demasiado obstinado. Limitar las reelecciones es, además, contradictorio con el credo liberal que nuestro establishment finge defender. ¿Por qué sería virtuoso que el Estado regule nuestra libertad de elegir cuando ese mismo credo propone la desregulación como una panacea e, incluso, como un imperativo moral?
Defender la libertad de elegir a nuestros representantes por sobre el sentido común impuesto por nuestro establishment equivale a defender nuestros derechos; como tan eficazmente defienden los suyos los accionistas de las grandes corporaciones. Accionistas que no padecen ninguno de los límites que pretenden que nosotros nos impongamos.
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