A paso de hombre
Lentitud y deficiencias del Poder Judicial para tratar los delitos sexuales durante la dictadura
Mientras en el movimiento feminista −y también en el gobierno nacional− crece el clamor por una reforma judicial con perspectiva de género, el panorama en los juicios de lesa humanidad es tan desalentador para las víctimas como en la Justicia ordinaria. A 45 años del último golpe militar, el sistema judicial aún atrasa en el tratamiento y juzgamiento de los crímenes de violencia sexual cometidos por agentes de la represión ilegal en el marco del terrorismo de Estado. Jueces y fiscales federales que tramitan causas de lesa humanidad coinciden en que la respuesta de la Justicia a las víctimas todavía sigue siendo pobre en cantidad y en calidad.
El debate jurídico y el sesgo de género
En la última década hubo avances importantes en el debate jurídico sobre la naturaleza de los delitos sexuales cometidos en el contexto del plan sistemático de aniquilamiento de la dictadura. Pasaron ya diez años desde dos hitos que empezaron a instalar una discusión a nivel institucional hasta entonces casi inexistente en la Justicia. En 2010, el Tribunal Oral Federal 1 de Mar del Plata condenó a Gregorio Molina, ex suboficial de la Fuerza Aérea y represor del centro clandestino de detención (CCD) “La Cueva”, por crímenes contra 40 víctimas de cautiverio forzado, entre los que se tipificaban tres casos de violencia sexual. Fue la primera vez que se condenó a un miembro de las Fuerzas Armadas por delitos sexuales considerados de manera específica y autónoma.
Hasta ese momento, los abusos y violaciones sufridas por ex militantes en los CCD habían sido englobados siempre bajo la figura de “tormentos”, sin que fueran distinguidos de otras vejaciones como torturas y golpes. Ese paradigma fue puesto en cuestión en 2011, cuando la Unidad Fiscal de Coordinación y Seguimiento de las Causas por Violaciones a los Derechos Humanos cometidas durante el Terrorismo de Estado (actualmente Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad, PROCULESA) del Ministerio Público Fiscal publicó un documento crítico sobre el tratamiento de los delitos sexuales en las causas de lesa humanidad que pronto fue circulado como instrucción de la Procuraduría General de la Nación a los fiscales federales de todo el país.
El documento del MPF planteó que no existen razones jurídicas para prescindir de las figuras puntuales que el Código Penal prevé para esos delitos, y advirtió que no identificarlos con esa especificidad los desdibuja e invisibiliza como manifestaciones de la violencia de género. A su vez, sentó posición contra ciertos argumentos que obstaculizan el juzgamiento de los represores por crímenes sexuales. Uno de los principales es la idea de que dichos crímenes son de “propia mano”, es decir, delitos por los que sólo puede juzgarse a quien realizó la acción corporal. En un caso de violación en un CCD, sólo podría juzgarse como autor al culpable del acceso carnal, y no a cualquier otra persona que hubiera influido en la comisión del hecho, como por ejemplo los jerarcas del CCD en cuestión.
“Esa es una concepción vetusta que supone que el objeto de reproche de estos delitos es la lascivia o la libidinosidad individual del violador o abusador, cuando en realidad debería ser el efecto que su conducta produce contra la integridad sexual de la víctima −dice la fiscal Ana Oberlin, auxiliar de la Unidad Fiscal Federal Especializada en Crímenes de Lesa Humanidad de la Plata y especialista en el tema de delitos sexuales−. Desde este punto de vista, cualquiera que haya tenido dominio sobre la comisión final del hecho puede ser coautor o autor mediato”.
Ese cambio de enfoque es clave cuando se trata del juzgamiento de crímenes sexuales cometidos en el marco del Terrorismo de Estado, como parte de una batería más amplia de delitos que buscaban destruir las subjetividades políticas de las víctimas y, en el caso de las mujeres militantes, castigarlas y sojuzgarlas por haberse salido del molde doméstico y familiar que les asignaba el modelo patriarcal. Como ha explicado la antropóloga Rita Segato, los crímenes sexuales en los centros clandestinos de detención no fueron la simple sumatoria de deseos varoniles desatados, sino “crímenes de poder” ejecutados como parte de un plan sistemático de persecución y exterminio, por los que existieron responsabilidades conjuntas.
“En el caso de las mujeres, las situaciones de violencia sexual a las que eran sometidas en los CCD se debían a su condición de mujeres militantes −señala Paloma Álvarez Carrera, directora del Cuerpo de Abogados en Procesos de Verdad y Justicia de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación−. Las violaciones y abusos tenían un objetivo disciplinante: el cuerpo de las mujeres era un territorio de apropiación para los perpetradores. Eso es lo que jueces con un sesgo machista no llegan a ver, y por eso es clave pensar este tema con un enfoque de género”.
Diez años después
Una década después de que se instalara el debate jurídico, los progresos en términos de cifras siguen siendo limitados. La PROCULESA publica cada año un informe estadístico que compara el total de condenados por delitos de violencia sexual durante el terrorismo de Estado con el total de condenados por delitos de lesa humanidad en general. Hasta la fecha hay 121 represores responsabilizados por crímenes sexuales, lo que representa el 11% de los 1024 condenados en juicios por la represión ilegal. Se trata de casos por apenas 136 víctimas (112 mujeres y 24 varones) de las miles que sufrieron estos vejámenes, contenidos en 36 de los 254 juicios concluidos en tribunales orales federales. La cantidad anual de sentencias por delitos sexuales se mantuvo prácticamente invariable a lo largo de los últimos diez años.
“Es un número aterrador, tanto por escaso como porque sigue estancado y paralizado a medida que pasan los años, pese a que en los juicios cada vez surgen más casos de víctimas violadas y abusadas, y no sólo de ex militantes en los centros clandestinos sino también de familiares y allegados durante los operativos de secuestro −dice Mercedes Soiza Reilly, ex fiscal de la causa ESMA Unificada e integrante de la Fiscalía General que interviene en el juicio por los ‘vuelos de la muerte’ en Campo de Mayo−. Es un fenómeno de una extensión enorme, pero pasó una década y todavía no hay un remedio para el problema diagnosticado: los operadores judiciales en general siguen invisibilizando los delitos de violencia sexual en las causas de lesa humanidad”.
La fiscal Ángeles Ramos, titular de la PROCULESA, reconoce que el panorama aún es “difícil” para las víctimas en algunas jurisdicciones, sobre todo en el interior del país, y afirma que allí resulta crucial la coordinación entre el MPF y los programas oficiales de contención a víctimas y testigos, como el Programa Verdad y Justicia de la Secretaría de Derechos Humanos, para asistir las denuncias. “El Estado debe acompañar a las víctimas en todo el proceso: no sólo durante el acto de la declaración, que ya de por sí es muy estresante y en algunos casos muy re-victimizante, sino también debe antes y después −dice Ramos−. Esa contención debe ser integral, con psicólogos, psiquiatras, asistentes sociales y también con asistencia jurídica y legal para que la víctima sepa qué implica su declaración y cuáles son sus consecuencias”.
Criterios variopintos en Casación
Al analizar las cifras de sentencias y condenas, también hay que considerar que los números difundidos por la PROCULESA corresponden a sentencias de tribunales orales que, en la mayoría de los casos, luego fueron recurridas por las defensas de los represores ante la Cámara de Casación, el máximo tribunal penal del país, donde algunos fallos fueron confirmados y otros revocados. En Casación existen criterios disímiles: hay jueces que fallan en consonancia con las recomendaciones con enfoque de género del documento del MPF, pero también hay magistrados como los camaristas Eduardo Riggi y Liliana Catucci, que siguen aplicando criterios como el de la “propia mano”.
Desde la propia Casación también hay quienes señalan que hay camaristas que respaldan argumentadamente la persecución de los delitos sexuales en sus fallos, pero que después se manejan en sus vidas cotidianas con un sesgo de género alevoso, tal como reveló días atrás la divulgación de los chats privados de uno de los jueces de Casación. Como dice un juez federal que tramita causas de lesa, “Casación es la primera que debería deconstruirse”.
Un escalón más arriba, la Corte Suprema de Justicia −cuyos miembros por cierto se rehusan a tomar las capacitaciones de género obligatorias previstas en la “Ley Micaela”− jamás se expidió de fondo sobre el tema de los delitos sexuales durante el Terrorismo de Estado. Una de las pocas acciones en la órbita del máximo tribunal con respecto a este tema fueron unos talleres de capacitación ofrecidos hace un par de años para la Justicia Federal sobre la “problemática de la víctima de delitos sexuales en causas de lesa humanidad”, organizados por la Oficina de la Mujer de la Corte, un legado de la fallecida doctora Carmen Argibay.
Más allá de los números
Algunos de los fiscales que trabajan en las causas más visibles de lesa humanidad subrayan que no alcanza con una estadística sobre sentencias y condenas para conocer el estado real de lo que el sistema judicial tiene para ofrecer a las víctimas. Y lo que tiene en algunas jurisdicciones sigue siendo bastante precario. “A nuestro favor podemos decir que no hemos sido insensibles, pero lo que hicimos básicamente fue atajar quilombos −dice un fiscal federal−. De pronto llegan víctimas de ochenta años a las que nunca nadie les dio bola con esto… hacemos lo mejor que podemos”.
Según Oberlin, uno de los problemas en la etapa de instrucción es que, aunque exista la chance de imputar delitos sexuales de manera autónoma y específica, a veces esos crímenes ni se imputan, “quedan flotando” en las testimoniales y no se traducen en posteriores indagatorias, incluso en casos en los que se nombra a perpetradores por nombre y apellido. Entre los jueces de instrucción, por ejemplo, aún hay interpretaciones disímiles sobre episodios de violencia sexual en los CCD que se vienen narrando desde hace décadas, como la picana en los genitales.
En las fiscalías también advierten que tampoco basta con “llenar casilleros”, es decir, dar respuesta a través del juzgamiento de casos emblemáticos que en realidad no describen el alcance del cuadro general. Un ejemplo es el juicio “ESMA delitos sexuales”, cuyas audiencias se retomaron esta semana, donde se está juzgando a dos represores, Jorge Acosta y Eduardo González, por los casos de apenas tres víctimas, lo que no termina de dar cuenta de la sistematicidad que tuvo la violencia sexual en la Escuela de Mecánica de la Armada.
La cuestión de la “privacidad”
El Código Penal establece que los delitos sexuales dependen de un régimen de “instancia privada”, es decir que no pueden perseguirse de oficio y sin el consentimiento de las víctimas. Existe un debate acerca de si ese criterio, que considera que las agresiones sexuales pertenecen a la esfera privada, debe aplicarse cuando se trata de delitos sexuales juzgados como crímenes contra la humanidad.
Más allá de esa tensión jurídica, los y las especialistas acuerdan en que la persecución de oficio implicaría un riesgo de re-victimización para quienes perderían cierto control frente al impacto del proceso penal en sus vidas. Y eso es aun más así en los casos en los que el sistema judicial no provee mecanismos que les garanticen protección y contención, desde las formas de citación a declarar hasta el modo de recibir los testimonios. Ya en 2011, el documento del MPF señalaba que el énfasis no debe ponerse en el dilema entre “instancia privada” o persecución de oficio sino en “generar o perfeccionar los mecanismos que garanticen, por un lado, las condiciones para que quienes sufrieron esta clase de delitos reciban toda la información, el asesoramiento y la contención necesarios para que adopten una decisión libre sobre el impulso de la investigación y, por otro, que el proceso penal sea lo menos traumático posible”.
Hoy esos mecanismos siguen siendo deficientes en algunas jurisdicciones. En ocasiones las víctimas no saben ni siquiera que las acusaciones por violencia sexual requieren de su consentimiento activo. “En general los operadores judiciales no están capacitados para enfrentarse a víctimas de violencia sexual −dice Soiza Reilly−. ¡No se animan ni a preguntarles! Para estos casos se necesitan equipos interdisciplinarios y, sobre todo, se necesita un trabajo profundo para instalar una perspectiva de género que se aplique desde las resoluciones judiciales hasta la manera de introducir a las víctimas. Cuando hablamos de una Justicia patriarcal, hablamos también de la forma en que interpreta los crímenes de Estado”.
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