A LOS BIFES

Dejemos de agarrarnos entre nosotros y atendamos a los verdaderos responsables del bardo

 

Me encantó una serie nueva de Netflix que se llama Beef. No por su acepción carnívora —beef es bife, literalmente, un cacho de carne—, sino por la simbólica que refiere al entripado que te genera algo o alguien. Acá la tradujeron como Bronca pero ese título es muy abstracto, uno puede tenerle bronca al paso del tiempo o a los perros que cagan en tu vereda. En cambio, un beef suele estar dirigido a alguien. Es lo que había entre Montescos y Capuletos y entre Batman y el Joker: bronca hacia un objetivo humano concreto. Que es la que se tienen recíprocamente los protagonistas, Danny (Steven Yeun) y Amy (Ali Wong), por la razón más estúpida.

Al comienzo de todo, Danny recula con su camioneta para salir de un estacionamiento y se salva por un pelo de ser chocado por la camioneta de Amy. En lugar de pedir disculpas por su prepotencia, Amy reacciona a lo Lanata y le hace fuck you con el dedo medio de la mano izquierda. Caliente como una papa, y con razón, Danny acelera para darse a la persecución, porque quiere cobrársela o al menos sacarse la leche, asustando a quien lo ha ofendido. (Hasta ese momento ignora que su conductor-adversario es una mujer, y también que, al igual que él, Amy es de origen asiático.) La cacería se frustra pero Danny no suelta, queda enroscado. Y una vez que identifica a la conductora por la patente de su vehículo, decide vengarse. De una manera tan pedorra como pedorro fue el incidente, pero vengarse. Y así, esta retaliación se vuelve primer acto de una escalada que no cejará nunca, hasta coquetear irresponsablemente con la tragedia.

 

 

 

El tono es de comedia negra. Beef es una sátira social. Danny forma parte de la clase popular, es un arreglatutti que se pretende emprendedor pero apenas para la olla, con el padecimiento extra de que necesita guita grossa para traer a sus padres desde Corea del Sur. (Los componentes tradicionales de la cultura coreana pesan sobre Danny, que se siente responsable por el futuro de sus viejos tanto como por el de su hermano menor.) Amy, en cambio, es hija de un inmigrante chino y de una refugiada vietnamita. Creadora de una pequeña empresa que encontró una forma trendy —marketinera— de comercializar plantas, negocia vendérsela a una corporación por millones de dólares. Más allá de lo que ya los separa en materia de género, la diferencia entre los adversarios es perceptible a primer topetazo: Danny maneja una vieja pick-up —que Amy se las ingeniará para tunear de modo de volverla más vergonzante aún—, mientras que ella maneja una inmaculada Mercedes S. U. V. (Sport Utility Vehicle, el acrónimo que se usa hoy para rodados que se ven como 4x4 pero sólo tienen tracción en un eje.)

El subtexto del resentimiento mutuo es, pues, social. Danny está harto de romperse el lomo y comportarse como el perfecto hijo mayor, para que nada le salga bien. Amy se corporiza ante sus ojos como un blanco perfecto: es la mina que tuvo todas las oportunidades que a él le faltaron y a la que todo parece irle de puta madre. (La vemos bien casada, con una niña, casa propia en el concheto pueblo californiano de Calabasas, mientras que Danny convive con su hermano en un depto minúsculo.) De modo especular, Amy ve en Danny no sólo a un representante del patriarcado, sino a un símbolo de la precariedad de la vida del descendiente de inmigrantes asiáticos en los Estados Unidos, respecto de la cual quiere poner distancia definitiva. Danny le recuerda lo que ya no quiere ser, lo que pretende enterrar en su pasado como si nunca hubiese tenido lugar. Por estas razones, el uno es el target ideal de la bronca de la otra, y viceversa.

 

Danny (Steven Yeung) no puede más con su alma.

 

 

Vengo chusmeando artículos sobre la serie publicados en medios de su país original. Todos ponen el acento en subtextos que por supuesto están ahí: la experiencia del inmigrante en USA, la soledad masculina, la balanza inclinada contra la que luchan las mujeres, la sátira social. (Eso sí, en general eluden la expresión lucha de clases como si fuese más políticamente incorrecta que Harvey Weinstein.) Pero lo que nadie dice es lo que a mi juicio es lo más flagrante, lo que salta a la vista y hace de Beef un relato oportunísimo.

Está claro por qué Danny siente resentimiento hacia Amy, y por qué Amy está arrabbiata con Danny. Lo que objetivado en ellos resulta insoslayable es la pregunta: ¿cómo es posible que la gente de una clase social descargue sus frustraciones sobre la gente de otra clase social, cuando lo que ambas clases deberían hacer es ajustar la mira y apuntar en otra dirección, hacia los verdaderos responsables de sus requiebros — el enemigo que tienen en común?

Para ponerlo de otro modo: ¿por qué demonios permitimos que nos enfrenten, que nos impulsen a agarrarnos de las solapas entre nosotros y a arrancarnos los ojos, cuando lo que deberíamos estar haciendo es, por el contrario, poniéndonos de acuerdo para enfrentarlos a ellos — el 1%, la elite de los que producen casi nada y se quedan con casi todo?

 

Amy (la genial Ali Wong) pretende que está todo bien con su vida, pero...

 

 

 

 

 

 

La bronca también es inflacionaria

Hay un episodio de Relatos salvajes que también enfrenta a dos vehículos y dos clases sociales. En la solitaria ruta 68 que une Salta capital con Cafayate, un empresario a bordo de un Audi nuevo (Leo Sbaraglia) se mosquea con un viejo Peugeot 504 cuyo conductor (Walter Donado), un tipo dedicado a la construcción, le bloquea el paso. Cuando consigue adelantarse, el empresario putea al del Peugeot de forma derogatoria en términos sociales —"negro resentido", le dice— y, mientras se aleja, le dedica exactamente el mismo gesto de Amy a Danny: saca la mano izquierda por la ventanilla y le hace fuck you.

 

 

 

 

 

 

En esta revisión de Relatos salvajes percibí elementos que no recuerdo haber registrado durante la visión original. Por ejemplo, el hecho de que, para subrayar aún más la lucha entre clases, el director Damián Szifrón le haya puesto a la patente del Peugeot la sigla ZGT y al Audi la sigla UIA: laburantes versus empresarios, como en la vida tradicional de la Argentina. Y también me saltaron cosas que conectaban con la realidad de estos días. Por ejemplo, que cuando se ve en la necesidad de contener al laburante grandote para que no lo cague a trompadas, el empresario dice: "Si te ofendí, te pido disculpas". Con el comienzo marcado por un condicional, como Laura Di Marco en su hipócrita descargo después de haber difamado públicamente a una familia que sobrelleva una situación delicada. Es su forma de decir: "Yo no hice nada malo, pero si vos te ofendiste, bueh, me disculpo, así dejás de protestar de una vez".

El personaje de Sbaraglia podría pasar por integrante del 1%, ese sector al que el 99% restante debería mirar y responsabilizar por su rol en el estado de las cosas. Pero si le prestás atención, te das cuenta de que se trata de un wannabe, un clasemediero o concheto con suerte, que de algún modo la ha pegado y se siente winner. ¿En qué me baso? Por un lado, en la facilidad con que sube a sus labios la descalificación social. Es un tipo que todavía necesita destacar que él no es un negro, que es superior a quien insulta. Y la naturalidad con que conjura su resentimiento sugiere que sabe muy bien de qué se trata, que está familiarizado con eso de tenerle bronca a otros — a los de abajo, desde ya, pero quizás también a los de arriba, aquellos inalcanzables que lo tienen todo resuelto y nunca manejan su propio auto por cuestiones de trabajo entre Salta y Cafayate.

Los que forman parte del 1% no se trasladan innecesariamente. (Además, el personaje de Sbaraglia dice por teléfono que el Audi es nuevo pero no se ve nuevo, me suena a excusa para explicarle al del auxilio por qué no sabe cambiar un neumático de su propio auto.) Tampoco sienten resentimiento, los del 1%. Sí desprecio —menosprecio— por cierta clase y en particular por ciertas figuras políticas, pero no odio. ¿Por qué odiarían, si viven en un mundo que es perfecto así como está, con ellos en su cima y cómodos, indesbancables? Por eso alguien del 1% no se gastaría en aclarar nada, así como nosotros no bardearíamos en voz alta al bichito al que vemos demorar tres minutos para recorrer cinco centímetros. Ellos no necesitan decir que son superiores: se saben superiores, al punto de que viven en otra realidad que casi nunca se cruza con la nuestra y ni por casualidad se verían involucrados con un moncho que maneja un 504 — para eso cuentan con choferes y seguridad las 24 horas.

 

ZGT vs. UIA.

 

 

El final del episodio es trágico. Lo encuentro apropiado. Aunque las constricciones materiales del relato (su escasa duración, por lo pronto) lo fuerzan al trazo grueso, considero que la destrucción mutua asegurada entre el moncho cuentapropista y el ambicioso agrandado —que seguramente sentía orgullo de que su patente dijese "Unión Industrial Argentina"— es realista en su esencia. Otra vez, como en Beef, se trata de dos tipos de clases sociales diferentes descargando sus frustraciones sobre la figura demonizada de un otro social a quien consideran su opuesto, sin serlo; a quien identifican como la razón de todos sus disgustos, errando el diagnóstico... y, por ende, el blanco.

Así como vamos en la Argentina de hoy, nos encaminamos a un final parecido al de este episodio de Relatos salvajes. Porque, en los nueve años que transcurrieron desde su estreno hasta hoy, la bronca y la agresividad no han hecho más que crecer en este país. Al mismo ritmo, diría, que la inflación que se come los bolsillos día tras día.

 

 

 

Es la lucha de clases, estúpido

El final de Beef es menos trágico que el del episodio de Relatos salvajes. No diría feliz, pero sí abierto, porque deja planteada la posibilidad de un encuentro duradero entre aquellos que —¡fundamental!— ya han comprendido que no son enemigos. A esa altura la narración se ha expandido de modo que aclaró que ni Amy la tuvo tan fácil como le gusta sugerir, ni Danny es el hijo perfecto. (Cuando la serie termina sigue pendiente una regia factura que lo pone en deuda con su hermano Paul, que sólo Dios sabe si alguna vez le será perdonada.) El relato incluye además una subtrama sugestiva, en la que Danny, sintiéndose en el fondo del pozo, encuentra consuelo en una iglesia de Orange County que frecuenta la minoría de origen coreano. Es una iglesia moderna, cuyas ceremonias cuentan con los oficios de una banda pop que suena muy bien. Al frente de ese tinglado hay un matrimonio joven y atractivo —ella es una ex novia de Danny— que parece tener la vida resuelta. Hasta que el tipo desnuda que en realidad es un infeliz, que su seguridad económica y social no lo eximen de experimentar la vida como un trámite miserable.

 

 

 

 

 

Cuando Danny y Amy empiezan a asumir sus propias falencias —cuando dejan de engordar al monigote enemigo con el relleno de todos los defectos del mundo—, el otro aparece por primera vez como algo más que un adversario. Como prójimo, diría. (Del latín proximus, que significa cercano.) Alguien que también sufre dolores y necesidades que estamos en condiciones de entender, porque hemos sentido cosas parecidas una y mil veces. Pónganse la mano en el corazón. Si rascásemos la costra que recubre a los señores y señoras grandes que bancan a Bullrich y al piberío que apuesta por Milei, ¿no encontraríamos vivencias casi idénticas a las nuestras, por lo menos en la forma de atravesar el presente?

Todos enloquecemos de impotencia cada vez que volvemos al super o recibimos una factura con el aumento correspondiente al nuevo mes. Todos sentimos que nos están cagando mal, que nuestros representantes —los hayamos elegido o no— no cumplen con su función. La gran diferencia es que nosotros creemos entender algo que el resto del pueblo no estaría entendiendo, y que nuestras listas de gente a la que querríamos agarrar del cogote y cantarles las cuarenta contienen muchos nombres que no coinciden. Pero lo importante, acá, sería concentrarse en los nombres en común. Porque estoy seguro de que hay alguna gente de la que nos pone verde que también figura en las listas de los señores bullrichistas y los pibes mileístas. Como también sé que alguno de los nombres que figuran allí nos espantarían, a la vez que notaríamos ausencias notables. Pero esto suena casi como un plan, ¿o no? Podríamos empezar por compartir el beef contra las figuras que nos calientan a todos por igual, y después de la catarsis probar a explicarles que se han comido nombres fundamentales de gente que es tanto o más responsable de la malaria que estamos viviendo. Y si llegamos a ese punto, la cosa empezaría a pintar auspiciosa.

 

 

 

La serie creada por Lee Sung Jin suscribe mi lectura sobre la lucha de clases como trasfondo, antes que las lecturas paralelas, tirando a daltónicas, que abundan en los medios de los Estados Unidos. Porque desde el New Yorker, pasando por Salon.com, The A.V. Club y muchos más, son ciegos a la lectura política de fondo. Y sin embargo Beef no podría ser más clara al respecto, a riesgo de volverse tópica o evidente. Danny y Amy encuentran un territorio común —de hecho, cada uno de ellos descubre en el otro la clase de interlocución que no encuentran en su propio medio social-familiar—, lo cual torna posible dejar de enfrentarse para asociarse en alguna categoría. Y la única víctima real, irreversible, de la serie, es la súper rica Jordan (María Bello), la dueña de la corporación que compra la empresita de Amy desde la certeza de que la transacción la avala a adueñarse también de su vida. Sin incurrir en spoilers, diré apenas que Jordan deja de formar parte del 1% para integrarse a lo que podríamos llamar el 0,5% y el 0,5%. Así termina la primera temporada de la serie: con los proletarios unidos y el 1% demediado.

Parece increíble, pero ciertas cosas son tan invisibles y evidentes a la vez como la carta robada del célebre relato de Poe. Porque la sabiduría que necesitamos no es nueva, al contrario: ¿cuántos siglos tiene ya la expresión divide y reinarás? Y sin embargo, eso es lo que vienen haciendo los súper ricos desde hace tiempo. Entre nosotros, particularmente, desde hace un siglo. Veo la entrevista que Miguel Rep le hizo a Mauricio Kartun en la TV Pública y allí el dramaturgo de El niño argentino y Terrenal recuerda cómo la incipiente clase media de comienzos del siglo XX se alzó contra el Hipólito Yrigoyen a quien tanto le debían. Hoy el 1% tiene la tarea infinitamente facilitada por las redes antisociales, cuyo meloneo funciona las 24 horas de los 7 días de las 52 semanas y pico del año.

En estos días, sin ir más lejos, he notado un incremento en las amenazas que recibo de parte de gente a quien no conozco y a la cual objetivamente no le he hecho daño alguno. Y que sin embargo parece disfrutar cuando me dice que se me va acabar, que voy a tener que buscarme un trabajo digno —hace más de 40 años que trabajo, el 95% de los cuales no estuvo vinculado de modo alguno con el Estado— y que, peor aún, voy a tener que correr. Son Dannys que me ven como Amy, a través de un cristal coloreado que les impide ver que he sido un Danny toda la vida y probablemente lo sea hasta el final. Gente que prefirió comprarse el enemigo predigerido que el 1% diseñó para ella, a pensar por un minuto que no soy yo quien le está cagando la vida a diario sino los dueños de los medios que le queman la cabeza constantemente — que son, al mismo tiempo, los que manejan la aspiradora que lleva a su bolsa a diario una porción cada vez más grande de nuestro poder de compra.

 

 

 

 

Esa gente —los anti-yrigoyenistas de ayer, los anti-K de hoy— está enceguecida por una bronca (¡un beef!) que puso en la mira de sus frustraciones a un blanco equivocado, a quien el 1% demonizó a su conveniencia. Pero de este lado, del lado popular, también cabe un mea culpa. Y lo más vergonzante es que del otro lado parecen haberlo entendido antes que nosotros. Hace un par de días, en la Rural, Macri planteó que lo que debían hacer en caso de ganar en octubre era "semi-dinamitar todo" —esa es la oferta de la derecha para la Argentina del futuro: darnos la posibilidad de elegir entre dinamitar todo y dinamitar casi todo"—, y que debían hacerlo sí o sí, porque el campo popular le va a hacer la contra igualmente, tanto si gobiernan a media marcha como si lo hacen a toda velocidad.

Eso es lo que de este lado no supimos o no quisimos ver. Que el 1% nos iba a hacer la vida imposible de cualquier forma, sí o sí, tanto si íbamos al frente como fueron los Kirchner como si nos presentábamos como los abanderados del consenso y coso. Tal vez sea esa la lección de los procesos históricos 1945-1955 y 2003-2015, que intentaron hacer una transformación profunda del país por la vía democrática. Vean la reacción que despertaron, consideren lo que pasó después. Fueron por las buenas, bancados por la voluntad popular y manejándose dentro de la ley, y despertaron a esta jauría que está convencida de que merecemos la agresión y la violencia física. Si van a perseguirnos y obligarnos a bailar con la más fea, ¿no sería mejor que ocurriese como consecuencia de que hicimos algo bueno, en vez de perseverar como claque de este neo-menemismo chirle que está reventando al peronismo desde adentro?

El color que no vemos desde los '70, aquel que nos vedaron los anteojos que nos chantaron desde entonces, es el de la revolución. Eso es lo que desapareció del menú de lo posible, y que habría que volver a ponderar. Y no se hagan las mechas, que no soy ciego a las lecciones históricas. Necesitamos volver a pensar en la revolución sin que eso se asocie al derramamiento deliberado de sangre. Algunas de la revoluciones más memorables de la historia han sido ganadas sin disparar un tiro. (Sin dispararlo desde el lado revolucionario, aclaro.) Y cuanto antes ampliemos el menú de lo posible, mejor. Porque, de imponerse la derecha dinamitera en octubre, la cuestión se volverá insoslayable. ¿Qué opciones le quedarán al pueblo cuando dinamiten los pocos puentes de conexión con el bienestar que le quedan y de un día para el otro se descubra en un pozo más hondo, húmedo y helado que el que hoy habita?

Del 1% no se puede esperar clemencia. De ellos hablaba el Indio hace más de 30 años en Nuestro amo juega al esclavo, donde los describe como "los tipos que huelen a tigre / Tan soberbios y despiadados".

La soberbia la exhiben a diario. Lo que están esperando es que el voto les conceda lo que tomarán como carta blanca para la impiedad.

 

 

 

 

 

 

 

 

Drama con final abierto

Releo lo último que escribí. Me sabe amargo. Quisiera elegir otro punto final, pero no me siento en condiciones. Las tapas de todos los diarios, tanto tirios como troyanos, coinciden en hablar del nuevo índice de inflación. Con 7,7% no sólo es el más alto del gobierno de Alberto, sino que además se consagra como el más alto desde 2002 — la peor marca mensual en 21 años. La reacción oficial es decir que están "redoblando esfuerzos". La pregunta que queda flotando, porque las posibles respuestas me dan miedo, es: redoblando esfuerzos, ¿para qué?

Una de las ventajas de esta profesión es que puedo compartir mis cuitas con gente a la que admiro. Me toca entrevistar a Mauricio Kartun, cuyo diálogo con Rep había visto poco antes. A los 76 Kartun sigue teniendo look de pendejo —ropa sport, pelo agarrado a la nuca por un elástico— y comportándose como una fuerza de la naturaleza. Le pregunto lo que me desvela: "La democracia argentina, ¿es un personaje trágico?" Para mi alivio, no duda un instante. "No. Trágico no", dice, palabra más o menos. "Porque los personajes de las tragedias avanzan inexorablemente hacia la catástrofe. La democracia argentina es dramática, nomás. Lucha contra cosas tremendas, pero siempre con el triunfo a su alcance. Del drama se puede salir victorioso".

Kartun me cambia el ánimo. Si él, que lo ha visto y registrado todo, piensa que todavía podemos salir airosos, ¿quién soy yo para ponerlo en duda?

Esta obra no es una tragedia, es un drama.

"¿Cómo termina?", insisto.

Y Kartun me dice que puede terminar bien, porque somos un pueblo con una historia sufrida que las mayorías no olvidan.

A lo mejor Lee Sung Jin, el creador de Beef, tiene razón. Y las mayorías —o sea nosotros, pero incluyéndolos a ellos— estamos a tiempo de aprender lo que hay que aprender para redirigir la bronca hacia quien se la ganó con creces.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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