A cuatro ojos
Walter Evans y la fotografía directa en la Fototeca Latinoamericana
La muestra se llama Congruencias y la componen cuatro fotógrafos de tiempos y lugares distantes. El primero era un dandy. Había nacido en 1903 y estudiado en los mejores colegios de Saint Louis. Luego de graduarse en literatura en la Philips Academy de Massachusetts, había viajado a Francia para estudiar literatura en La Sorbona. Su sueño era ser escritor, pero a poco de retornar a Estados Unidos entendió que su destino era otro y se dedicó a la fotografía. Así, casi sin darse cuenta, un día Walker Evans se encontró en Alabama, con su cámara en la mano, frente a una familia muerta de hambre. Corrían los años '30 y Roy Striker, director de la Farm Security Administration, lo había convocado junto a un selecto grupo de fotógrafos entre los que se encontraban Dorothea Lange, Ben Shahn, Jack Delano y Gordon Parks para documentar los efectos de la depresión económica que asaltaba por entonces a los Estados Unidos.
El momento social no podía ser peor y Walker Evans atravesaba Alabama y entraba en viviendas pobrísimas de aquella zona con su ropa y zapatos de marca que tanto le gustaban. Su tarea era dejar un testimonio de la época. Pero él haría mucho más que eso: imprimiría con sus fotos una marca indeleble en la fotografía americana. Ya en las primeras imágenes que tomó en los años '20, Evans había mostrado señales de una mirada novedosa para aquel tiempo. Pero fue la inclusión de lo humano en su trabajo, aquello que expandió su mirada y convirtió luego a Evans en el principal referente de la modernidad en la fotografía americana. Durante un viaje a Cuba en el año '32, su interés estético se tiñó de preocupación social y lo adscribió a un grupo de fotógrafos que proponen una fotografía de arte apoyada en tomas directas, privadas de eufemismos. Desde entonces hasta sus retratos callejeros de los años '50, sus imágenes formales de los años '70 y sus últimos registros de señales callejeras realizados poco tiempo antes de su muerte en 1975, Evans trabaja para dar una vuelta de página a la fotografía americana con una fuerza estético-revolucionaria inapelable. Hay una foto de Evans que cuelga en el MOMA que es emblemática en este sentido: dos brazos de negros que sostienen dos platos brillantes haciendo fila para pedir comida.
La imagen es tremendamente evocativa del momento social y, al mismo tiempo, la composición tiene una potencia extraordinaria desde el punto de vista estético. Quizá sea esa una de las fotografías en donde se aprecie más explícitamente el equilibrio exacto entre lo estético y lo documental que poseen las grandes fotografías de todos los tiempos. Esa imagen, junto con una escena callejera de Mississippi y al retrato de una mujer llamada Allie Mae Burroughs que se muerde el labio en un gesto de vergüenza que apabulla –ambas dos presentes en esta muestra– podrían ser entendidas casi como un tríptico que resume la declaración de principios de este enorme fotógrafo.
Hasta aquí Evans. Pero vayamos a otro de los fotógrafos que componen esta muestra. Muchos años antes, en la Argentina, Fernando Paillet, nacido en 1880, se había puesto en la tarea de retratar su Esperanza natal, registrando las actividades y eventos sociales en su pueblo santafesino. Con una energía y pasión inusitadas –sobre todo teniendo en cuenta el tamaño y peso de los equipos que se usaban entonces– Paillet va formando de a poco una de las colecciones de fotografías de mirada más compacta que existen en Sudamérica, elevando así al terreno del arte imágenes que de haber sido tomadas por otra mano hubieran resultado nada más que un registro de eventos cotidianos de los colonos que llegaron a principio de siglo a la Argentina. La mirada de Paillet dista en tiempo y espacio de la de Evans. Pero ambas tienen en común una cosa: la obsesión por la fuerza que imprime el ojo artístico a una verdad que es exhibida sin filtro frente a cámara.
Hoy, en 2018, la historia parece devolvernos el espejo distante y congruente que componen estos dos fotógrafos. Pero multiplicado. El hecho sucede en el espacio de la Fototeca Latinoamericana, gracias a una muestra convocada por Gastón Deleau, su director, que cruza las miradas de Fernando Paillet y de Walker Evans con las de dos fotógrafos más jóvenes: Jim Dow y Guillermo Srodek-Hart. El primero, impresor del propio Evans, el segundo, alumno de Dow. Cuenta Dow —un excelente fotógrafo extrañamente desconocido en Argentina a pesar de haberla visitado diecisiete veces para fotografiarla– cómo se llevó abrazada a su casa una caja con los primeros 50 negativos 20 x 25 cm de Walker Evans, con los que imprimió sendas copias para una muestra del maestro que se realizó en el año 1971 en el MOMA. Cuenta Srodek-Hart cómo conoció a Dow. Pero vayamos por partes.
Todo comienza cuándo Srodek-Hart estudiaba en Boston y había decidido irse a Europa, desilusionado con la escuela de artes en la cual cursaba. El destino hizo que se topara en una escalera de la escuela con Jim Dow, quien al saber de la decepción de Srodek-Hart lo invitó a una clase que él mismo daba allí. Fue al salir de esa clase cuando Srodek-Hart abandonó la idea de irse y se anotó sin dudarlo en todas las clases que impartía Dow. Poco tiempo después, la casa de Dow y su familia se convertirían en el segundo hogar de Srodek-Hart. A partir de entonces, la amistad de maestro y alumno se consolidó. Luego vinieron muchos viajes a través de Estados Unidos, durante los cuales Srodek-Hart asistía a Dow o fotografiaban al mismo tiempo. Una de las particularidades que los une es que ambos usan grandes formatos de cámaras para su trabajo, tal como lo hacían Paillet y Evans. Pero cuando uno les pregunta hoy de qué va esta muestra ninguno de los dos duda en contestar que la concreción de la exposición se debe, no sólo a la coincidencia de técnicas y estilos, sino a la relación casi familiar que los une y que les permitió trabajar con enorme libertad en este proyecto, sin condicionamientos externos de ningún tipo.
Así como la mirada del clasisismo griego se traspoló al Renacimiento italiano en el año 1500 o el Neoclasisimo helénico al Barroco del 1600, las miradas de estos cuatro fotógrafos, con obras distantes en tiempo y espacio, parecen atravesadas por una misma obsesión de fidelidad con el mundo. De ese modo, en una misma pared de Fola dialogan, por ejemplo, las barberías registradas en blanco y negro por Paillet a principios del siglo XX, con oras actuales, de colores destellantes, fotografiados por Srodek-Hart. Y, en otra, los vintages monocromos de talleres mecánicos registrados por Evans, con las estaciones de servicio retratadas por Dow muy posteriormente, poseedoras de una paleta de colores casi irreal. De ese modo, la muestra se convierte en una especie de gran fresco caleidoscópico que contrapone y, a la vez, unifica miradas.
Aunque quizá lo más importante sea que esta muestra deja claro que los cuatro autores parecen declarar con sus imágenes que la fotografía directa es la base de cualquier registro serio que pretenda hablar del mundo. La verdad simple y profunda que expresan estas imágenes parece repetirnos una y otra vez que no es necesario ningún curador para entender el arte. Y basta sólo con pararse frente a cualquier imagen que está colgadas en Fola para comprender por qué cuatro lugares tomados a miles de kilómetros y en tiempos distantes hablan sin embargo de lo mismo: de esa verdad. Es así como, en una especie de concierto a cuatro manos, esta muestra da por tierra las piruetas de muchos curadores de arte que tratan de hacer pasar lo llamativo por importante, lo falso por verdadero y lo vacuo por profundo. Pero, además, esta exposición habla de una mirada fotográfica capaz de mostrar aspectos escondidos de la realidad, casi sin tocarla. De exhibir en una misma imagen el lado más explícito del mundo, al tiempo que su parte más oculta. De poner la verdad frente a nuestros ojos, pero hacerlo siempre con arte.
Son estos valores, presentes en estas fotografías, los que alientan el corazón después de ver una muestra que no escatima volumen (la componen la friolera de 130 fotografías impresas en extraordinarias copias realizadas por Federico Brea). Valores que se podrían resumir en ese amor por la verdad, a tener en cuenta en este tiempo argentino teñido de hipocresía extrema, de mentiras solapadas, de verdades a medias y de una confusión provocada que toca tanto el terreno social como el artístico. Un mérito que convierte a esta exposición en un faro para las jóvenes generaciones de fotógrafos.
Posdata para quienes vayan a Fola: no perderse la obra de otro gran fotógrafo argentino, Daniel Muchiut, expuesta en una sala contigua. Un fresco premiado en el que, tal como en las fotografías que nos ocupan en esta reseña, la realidad y lo profundo se entrelaza del mismo modo natural, sensible y verdadero.
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