A BRILLAR, MI AMOR
A 40 años del estreno de "El resplandor", todos estamos encerrados para sobrevivir al Mal
Leí lo que por entonces se llamaba Insólito esplendor —por suerte esa traducción cayó en el olvido— en 1978. Año del Mundial en Argentina. La compré al toque, porque ya para ese entonces Stephen King era una marca para mí. Un par de años antes había leído de una sentada La hora del vampiro ('Salem's Lot, la editorial Pomaire prefería los títulos titilantes) en el anexo de un hotel de La Falda, aislado del mundo por una lluvia torrencial, y me había volado la cabeza. Pero Insólito esplendor me gustó menos. Seguía contando con los elementos sobrenaturales que King manejaba tan bien —en este caso el hotel Overlook, que fungía como casa embrujada, y los poderes clarividentes del pequeño Danny Torrance—, pero su foco era más cerrado. A diferencia de La hora del vampiro, que era un relato coral y describía lo que el Mal perpetraba sobre un pueblo entero, Insólito esplendor se concentraba en una familia —papá Jack, mamá Wendy y Danny el hijo único— encerrada en el Overlook durante el invierno en la única compañía de los fantasmas del hotel.
Dos años más tarde tuve la oportunidad de reevaluar la historia. Para entonces había recuperado su título original: The Shining (El resplandor), y adoptado la forma de una película de Stanley Kubrick protagonizada por Jack Nicholson. Como resultado de la tarea de concentrar el novelón en dos horas y monedas, Kubrick pergeñó sustos inolvidables (el ascensor repleto de sangre, la mujer muerta en la bañera, el paseo por los interminables pasillos del hotel sin saber qué aparecerá al doblar en la esquina, Nicholson hachando la puerta y gritando: Heeeeeere's Johnny!) y me sugirió que la novela merecía relectura. Ahora que la película cumplió 40 años —su estreno internacional fue el 23 de mayo de 1980—, esa historia sobre una familia sometida a un aislamiento forzoso adquirió una vigencia que King no soñó ni en su peor pesadilla.
No resulta difícil entender por qué 'Salem's Lot me pegó más que El resplandor. En el '76 yo tenía 14 y no podía estar más descolgado de la realidad —sólo abría el diario para ver la sección de Espectáculos y los cómics—, pero aún así percibía que una sombra se devoraba al país. La novela de King hablaba de un vampiro centenario que se iba apoderando de un pueblito, pero la metáfora funcionaba igual: se trataba de un mal antiguo (podíamos remontar la violencia que encarnaban los militares a la Conquista del Desierto y hasta a la invasión española), que conservaba las apariencias (si salías a la calle, no parecía ocurrir nada anormal), pero que se expandía en silencio por las noches. (El vampiro se prodiga en la ausencia del sol, los represores se movían a sus anchas en zonas liberadas, cuando ciertas cuadras se quedaban sin luz.) A la vez, ese Mal se multiplicaba exponencialmente con la lógica del contagio. De día, aquellos que habían sido desangrados la noche previa por el vampiro y sus acólitos parecían estar pescándose una gripe: malestar general, hipersensibilidad a la luz. Una vez que el "virus" evolucionaba, esas víctimas se convertían en victimarios. Y así esas personas a las que creías conocer bien —tus vecinos, tus tíos, el kioskero, el farmacéutico— empezaban a actuar de manera irreconocible con la única intención de contagiarte, de convertirte en uno de ellos — de quebrarte para que también devinieses cómplice del Mal que se expandía.
(Hace poco leí Nuestra parte de noche, de Mariana Enríquez, que arranca con un hombre y un niño huyendo de un mal misterioso y me hizo pensar: "A esta mujer 'Salem's Lot la marcó tanto como a mí". Esta semana leí la flamante Ultra Tumba de Leo Oyola, que menciona específicamente una adaptación de 'Salem's Lot a la televisión y el influjo que tuvo sobre un personaje clave, y se me ocurrió que debíamos fundar un club de fans de esa novela. Su influjo es por cierto evidente en el libro que acabo de terminar y se llama Todos los demonios están aquí.)
En cambio El resplandor hacía foco sobre una única familia, por cierto disfuncional. Papá Jack era un escritor frustrado, con problemas de alcoholismo y de control de su ira. (Durante uno de sus arranques, retó a Danny con tanta fuerza que le quebró un brazo.) Y yo no podía encontrar ahí espejo alguno. Mi padre era un buen señor, dentista, vicedirector del Hospital de Ezeiza, y nunca me había lastimado físicamente. (Salvo cuando, bajando frente al Disco de Pedernera, me agarró los dedos con la puerta del auto. Y cuando, estando con la mano enyesada porque había golpeado demasiado fuerte sobre una mesa —mmm—, quiso sacar el auto del garage en reversa y, al girar el brazo para ver atrás, me zampó el yeso en la jeta al mejor estilo Tres Chiflados.) En todo caso a los 16, en la Argentina de Videla, todavía me sentía más cerca de Danny, que era un inocente y tenía el poder de percibir un horror que nadie más parecía ver.
El tiempo me arrimó al lugar social de Jack. Por suerte no soy un escritor frustrado y aunque me encanta beber, no pierdo el control. Pero ya no me cuesta comprender lo que King volcó en ese personaje. Por aquellos años el escritor abusaba de las drogas y el alcohol y sentía impulsos violentos hacia sus hijos que, muy pequeños, no podían evitar ser unos hinchapelotas. En 1989 dijo: "Como padre joven con dos niños, me horrorizaban mis ocasionales sentimientos de antagonismo hacia mis hijos. ¿No vas a parar nunca? ¿No te vas a ir nunca a la cama? ...Por eso cuando escribí el libro puse allí muchas de esas emociones, tratando de sacarlas de mi sistema; era, también, una confesión". El hecho de que se lo haya dedicado a su hijo Joe Hill, hoy también escritor, insinúa que además de una confesión The Shining era una disculpa.
He ahí una de las razones por las cuales King detestó la adaptación de Kubrick y el hecho de que Jack Torrance fuese interpretado por Nicholson. Todos sabemos que Nicholson la rompió en esa película, pero la objeción de King no deja de tener sentido. El actor venía de consagrarse como McMurphy, el delincuente que va a parar a un loquero en Atrapado sin salida (1975), la peli de Milos Forman basada en la novela de Ken Kesey. Inevitablemente, el público vería desde el principio que su Jack Torrance era un chiflado que trataba de controlarse hasta que la chaveta se le saltaba del todo. Pero King se proyectaba a sí mismo sobre Torrance, por eso el personaje de la novela no es un sacado sino un hombre fallido, que lucha contra sus demonios y por el cual, en consecuencia, uno puede llegar a sentir empatía más allá de sus defectos; de hecho el final de la novela es distinto al del film, allí Torrance recupera el control lo suficiente para permitir que su hijo y su compañera se salven. Pero en la película es muy difícil empatizar con él. Desde la primera escena, Nicholson interpreta a un cartucho de dinamita con la mecha corta.
A cuarenta años de su estreno esta realidad del virus lo resignifica todo, y particularmente al film de Kubrick. ¿Cómo se ve hoy esta historia de una familia a la cual no le queda más salida que apartarse del mundo, durante un invierno que la aisla de modo parecido al que la cuarentena aplica sobre nosotros?
Heeeeeere's Stanley!
Retomo el libro después de décadas y, ¿qué es lo primero que descubro? Que su epígrafe principal es la cita de un cuento de Poe que en estos días nos obsesiona a muchos: La máscara de la Muerte Roja. Esa historia en la que ciertos nobles asumen que, encerrándose en sus magníficos aposentos, podrán seguir con su vida de excesos mientras afuera la peste se ceba en la carne de los pobres. La novela abre con la escena de la entrevista de trabajo entre Torrance —que está desesperado, porque perdió su último empleo por culpa del mal genio— y el tipo que busca a un empleado que se haga cargo del hotel Overlook durante el invierno, en que la nieve aisla el lugar por completo. La diferencia entre el relato de King y el de Kubrick queda de manifiesto en esas primeras páginas. En el libro, el capanga es un gordito engrupido y por eso nos identificamos con el tipo necesitado de laburo. En la película, este Ullman es un tipo amable y sensato que se esmera en advertirle a Torrance de las dificultades que la tarea entraña. Para King, que es un populista, Ullman es el representante del sistema y por ende un garca por definición. Para Kubrick, que nunca tuvo mucho feeling por la gente en particular ni por la especie en general, Torrance es un desquiciado sin esperanzas —el perro que muerde la mano que le da de comer— desde el minuto uno.
Cuando se estrenó The Shining la prensa fue salvaje y coincidió en esta observación, verbalizada por críticos tan respetados y populares como Roger Ebert: que uno de los problemas de la película era que resultaba difícil identificarse con cualquiera de los personajes. Todavía hoy resulta difícil rebatir la objeción. Nicholson te da escalofríos desde el principio, el pibe es inexpresivo y la Wendy que interpreta Shelley Duvall es bastante pelotuda. (Otra enorme diferencia respecto del texto. King creció como hijo de madre sola, y por ende su Wendy no es una pusilánime sino una mina piola e independiente que nunca deja de poner por delante el bienestar de su hijo. Según la co guionista Diane Johnson, muchas escenas que espesaban al personaje terminaron en la sala de montaje, probablemente a causa de la mala relación que Kubrick y Duvall tuvieron durante la filmación.) Es fácil leer el film a través del modo en que los actores reaccionaron al poder omnímodo que Kubrick ejercía en el set: Nicholson decidió participar de él, desatándolo delante de la cámara y devorándose en cada cuadro a los otros actores; Duvall se reveló en su contra y perdió; y el pobre pibe —miren que es difícil encontrar un actor infantil malo en los Estados Unidos— resultó aplastado por las infinitas tomas que el director le pedía y por eso, salvo cuando le ordenaban que gritase o corriese, se lo ve embolado de muerte.
La comparación entre texto y película daría para un ensayo sobre lo que significa una adaptación: cómo se puede usar la misma historia esencial, los mismos personajes y la misma progresión dramática para expresar cosas por completo distintas, y hasta antitéticas. Para King, The Shining fue su novela más personal hasta entonces, aquella en la que virtió experiencias perturbadoras a modo de expiación. Para Kubrick, que venía del fracaso comercial de Barry Lyndon (1975), The Shining fue su intento de obtener un éxito de taquilla, a través de la puesta en escena de una narrativa que el público lector ya había consagrado. (Todo un cambio de marcha, saltar del Thackeray autor de Lyndon al pendejo King que escribía best-sellers de terror.) Por supuesto, Kubrick siendo Kubrick, se metió en la cosa con alma y vida y creó algunas de las escenas más icónicas del cine en general y del género de terror en particular.
Muchas de ellas ni siquiera figuran en la novela original, como la frase que Torrance tipea obsesivamente en la máquina de escribir mientras Wendy cree que está dedicado a la escritura creativa (All work and no play makes Jack a dull boy, lo cual significa textualmente: Tanto trabajo y nada de diversión convierten a Jack en un chico aburrido) o la expresión de Nicholson cuando asoma por el hueco de la puerta que su mujer cerró para que no la mate a hachazos. El efecto cómico se pierde entre les espectadores internacionales, porque el Heeeeere's Johnny! es cita de un show de TV tan viejo como popular pero tan sólo en los Estados Unidos: el Tonight's Show conducido por Johnny Carson. Esa era la frase con la cual el locutor Ed McMahon presentaba al humorista. Para obtener un efecto similar entre nosotros, Nicholson debería cantar el No hay nada más lindo que la familia unita de la característica musical de Los Campanelli o imitar el ¡Moy buenas noches! con que Tinelli suele abrir su programa.
Pero hay algo que texto y película comparten. Cada una a su manera, intentan contar qué le ocurre a una familia más o menos normal —el único excepcional es Danny, que puede comunicarse telepáticamente y tiene visiones—, en una situación límite que hoy suena familiar del modo más perturbador: estar encerrados en un mismo inmueble, a la fuerza, cercados durante meses por un invierno inclemente.
A diferencia de los Torrance, nosotros podemos ir al chino, pasear al perro y vivir conectados a una panoplia de aparatos. Pero yo no me apresuraría a decir que estamos en mejores condiciones. Los Torrance saben que, día más o menos, el invierno pasará. Nuestra situación no recibirá alivio alguno por vía de la sucesión estacional. La clase de invierno que nos puso acá no es del todo natural, aunque formalmente el virus lo sea. Se trata, más bien, de un invierno que hemos generado como especie, algunos por acción y otros por omisión, y que con sus más y sus menos se ha vuelto en contra de todos.
El segundo epígrafe de la novela es la célebre frase de Goya: El sueño de la razón engendra monstruos. Si un Stephen King novelizase la odisea de cualquier familia contemporánea aislada por la cuarentena, debería reescribir la idea del pintor a fuer de ganar precisión y ponerla así: El sueño de la razón capitalista engendra monstruos.
Una hoguera donde siempre sos la leña
En ambos relatos, lo que simboliza el Mal no es la fuerza natural que obliga al encierro sino el sitio donde transcurre la vida sitiada: el hotel Overlook. En los relatos de King —que siempre fue gran admirador de Shirley Jackson, la autora de The Haunting of Hill House (1959)—, los lugares físicos conservan la energía desatada por un hecho terrible que ocurrió allí tiempo atrás. En 'Salem's Lot era la Casa Marsten, que perteneció a un gangster que había tenido un final horrendo y en la cual el protagonista, de niño, había visto a un fantasma. En la novela The Shining, el Overlook es el sitio donde otro cuidador invernal, Delbert Grady, enloqueció y mató a su esposa y a sus dos hijas. Kubrick insiste en otro subtexto, al subrayar visualmente la idea plantada por Ullman de que el Overlook fue construido sobre un cementerio indio que los nativos perdieron a manos de conquistadores. (King retomaría la idea del camposanto indígena en Cementerio de animales, una novela del '83.)
Tanto en el texto como en el film, pues, la idea es que el hotel está cargado por una energía malévola a la que nadie es más sensible que el más débil de la familia, o sea papá Jack. Que ya llega roto al hotel, un eslabón más de una cadena de maltratos que lo engancha a su propio padre, cuya voz aterradora cree escuchar todavía. Por eso está en condiciones de sucumbir a la seducción del Mal y pasarse de bando. Danny también percibe la malignidad del lugar, pero nunca como tentación: simplemente es algo de lo que hay que protegerse, y eventualmente escapar.
En estos días, lo que me tienta a mí es interpretar The Shining de otro modo: la familia Torrance está en peligro porque se ha aislado del invierno cruel, sí, pero ha pasado por alto un detalle mortal — uno de los integrantes de la familia ya estaba contagiado, contaminado, cuando se encerraron en el lugar. A consecuencia de lo cual Wendy y Danny deben eludir a Jack, evitar su compañía, porque su proximidad equivale a enfermedad y quizás a muerte.
Todos estamos más o menos así, en estos días. El encierro permite pensar más y torna inevitable reflexionar sobre la situación. En el caldo de cultivo económico y político que diseminó al bichito mundialmente como lo hizo, por ejemplo. En las intolerables diferencias sociales que la pandemia sacó a luz, tornándolas inescapables hasta para el más miope. (Los más pobres no tienen agua para lavarse las manos y no viajan en ambulancia sino hacinados en coronabús, cuya diferencia con los camiones que llevan reses al matadero es retórica.) En lo recalcitrante, y por ende irrescatable, de nuestros bosses capitalistas, genéticamente incapacitados para permitirse un gesto de solidaridad y compulsivamente inclinados a hacer guita hasta con la muerte y los muertos. (La diputada Fernanda Vallejos lo expresó con claridad: son argentinos para pedirle ayuda al Estado y residentes de guaridas fiscales a la hora de evitar impuestos y fugarla.) Este ánimo reflexivo nos puso más lúcidos que de costumbre, y desde nuestros encierros asumimos que no se volverá a la realidad pre-pandemia porque, entre otros cambios objetivos, muchas características espantosas del sistema en que vivíamos han caducado y no deberían recuperar vigencia.
Pero también sabemos cómo somos: criaturas de hábito, más bien mansas. Y los bosses ya demostraron que no resignarán ni un mango por las buenas. (¿Qué placer se habrán permitido tantos CEOs durante estas semanas, con el sueldo que ayudamos a pagarles con nuestros impuestos?) Por eso reveo The Shining a 40 años de su estreno y es como ver un documental hecho en 2020, con una salvedad. Como estamos a mitad de camino de la historia, todavía no queda claro si lo que estamos vi(vi)endo es lo que le ocurre a los Torrance o más bien lo ocurrido a los Grady tiempo atrás. Lo único que queda claro es que tomamos el recaudo de encerrarnos pero eso no nos ha librado de la figura del pater, el principio masculino del poder, que nos busca hacha en mano para reducirnos a lo que siempre hemos sido en términos de su maquinaria. (Lo que dice el Indio en La dicha no es una cosa alegre parece destinado a las hermanitas Grady y a Danny Torrance: "Soñás la hoguera donde siempre sos la leña / ¿Cuánto tiempo más vas a estar / esclavizado así?")
A mitad de este relato, estamos a tiempo de decidir si seremos las hermanitas Grady (a las que Kubrick, alumno de fotografía de Diane Arbus, transformó en mellizas en la película) y terminar picados en juliana, o si preferimos ser Danny y encontrarle la salida a este laberinto.
Lo que contribuye a salvar a Danny es la ayuda de Dick Hallorann, el chef del Overlook, que comparte habilidades telepáticas con el niño. Antes de irse a Florida a pasar el invierno, Hallorann define ese poder como "tener un brillo (shining)", le advierte a Danny sobre las características del hotel y le aclara en qué habitación no debe entrar. Tiempo después, aun a pesar de la distancia, el chef percibe que Danny está en peligro e intenta regresar al Overlook. Es su intervención la que lo cambia todo. (Particularmente en la novela, en la cual el populista King le depara a Hallorann un final muy distinto al que el autocrático Kubrick pinta en la película.)
Al igual que Danny, nosotros contamos con alguien que está ayudándonos desde afuera. La misma estructura a la que tantos, en 2015 y 2017, quisieron reducir a astillas con su voto; y a la que deberemos sostener y bancar cuando se niegue a volver al status quo pre pandemia y avance en la dirección que tomarán también otros Estados, poniendo límites al capitalismo financiero, nacionalizando ciertas empresas y servicios, socializando los beneficios de la ciencia e instaurando el Ingreso Básico Universal.
El tercer y último epígrafe que King eligió para The Shining es un refrán popular: It'll shine when it shines — Brillará cuando tenga que brillar, podríamos decir.
Este es el epígrafe que debemos tener presente en estos días. Lo que está en juego es precisamente eso: si en las horas por venir decidiremos brillar por las nuestras o nos resignaremos a ser combustible en la hoguera de los poderosos.
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