Que el bosque no tape el árbol
Una Renta Básica Universal es posible. Eliminar la pobreza cuesta menos que mantener el statu quo
Un viejo adagio popular, para expresar que una cosa no debe impedir ver muchas otras importantes que pasan al mismo tiempo o alrededor de ella, aconseja considerar que “la visión del árbol no tape al bosque”. Pero demos vuelta al proverbio y tendremos una mirada distinta que permite identificar otra verdad: tomando la situación de pobreza extrema, por mirar lo mucho que sucede en “el bosque”, en numerosas ocasiones no vemos, y no nos ocupamos, de “el árbol”.
Hace largo tiempo que pregono sobre la necesidad de implementar en nuestro país una Renta Básica Universal, pero la eterna coyuntura del “bosque” no permite analizar en profundidad un tema que cambia las reglas de juego y hace estallar el paradigma de la eterna concentración de la riqueza en pocas manos. Pone en cuestión la teoría del derrame, según la cual los ricos tienen que ser cada día más ricos para que puedan “derramar” beneficios y oportunidades sobre el resto de la sociedad, lo cual sería obviamente un bálsamo de felicidad en la población más vulnerable. Debo aclarar que ello nunca ocurrió en la práctica, ni aquí ni en ningún lugar del mundo. Lo que sí ocurrió es que los ricos son cada día más ricos y los pobres cada día más pobres, dejando al descubierto una abultada concentración de ingresos en pocas manos que hoy desvela al mundo entero y tiene trabajando en ello a los expertos de los organismos internacionales.
El año pasado, con la pandemia, pareció abrirse camino la idea de instrumentar un Ingreso Básico Universal, inclusive algunos organismos internacionales empezaron a hablar del tema, que repercutió a nivel local, por lo que algunos dirigentes políticos plantearon la necesidad de implementar la idea en nuestro país. Incluso el Presidente ordenó al entonces Ministro de Desarrollo Social que estudiara la cuestión. Sin embargo, los medios de comunicación, con su eterna carrera detrás de la última noticia, no abrieron el necesario debate y lo poco que plantearon tuvo más relación con la crítica que con el análisis profundo de un tema que hace a la construcción de una sociedad más justa. El capital concentrado prefirió boicotear la idea de forma tal de mantener el statu quo, que le garantiza mano de obra barata. El debate se desvaneció antes de empezar.
Entre las muchas críticas por derecha y la escasa defensa desde los sectores populares y progresistas, sólo quedaron en la lucha algunos movimientos sociales y unos pocos dirigentes políticos y sociales que tozudamente presionan, proponen y defienden la idea de un Ingreso Básico Universal, un Salario Básico, una Renta Básica o como cada uno lo quiera llamar. Lo importante es que todos están de acuerdo en buscar consensos sobre la propuesta.
Generalmente la crítica a una política de esta naturaleza pasa por el costo que implica. Nadie valora en su real dimensión que existe un costo del que casi no se habla: ¿cuánto cuesta, en verdad, la pobreza? En un país como el nuestro, con el 40% de su población en situación de vulnerabilidad social y casi el 60% de los jóvenes y niños viviendo en hogares pobres, la pobreza tiene un elevado costo económico que a su vez deriva en escasas oportunidades de desarrollo económico a futuro. En una sociedad capitalista, la pobreza extrema resulta peor que la esclavitud de antaño, porque el esclavo al menos comía mientras que el pobre de toda pobreza no tiene ni para comer todos los días. Su subsistencia depende de otros: un comedor comunitario, la escuela para los más chicos, la Municipalidad que le entrega una bolsa de alimentos o la tarjeta Alimentar para algunos. Sea como sea la subsistencia de los más pobres, hay una realidad incontrastable: para que una persona subsista en la pobreza extrema, alguien –el Estado en forma directa o indirecta, los movimientos sociales, la caridad o simplemente la gente de buena voluntad que trabaja individualmente o en alguna ONG o varias a la vez– se hace cargo. Entonces, el primer gasto de la pobreza es la subsistencia alimentaria.
Aquellas personas que viven en condiciones de penuria, en asentamientos precarios y mal alimentadas son proclives a enfermarse mucho más que quienes viven en mejores condiciones. Por lo tanto, el costo en salud de los sectores vulnerables es mucho más elevado y es totalmente atendido por el sistema público de salud. Esto también representa un costo económico global derivado de la pobreza.
El costo en seguridad también es elevadísimo: el Estado gasta recursos fenomenales en el convencimiento de que llenar de policías y patrulleros las calles va a resolver el problema de la seguridad, error histórico si los hay. Sólo una política de inclusión, de urbanización y con saneamiento ambiental disminuirá ese inmenso gasto. Los barrios marginales son tierra fértil para la proliferación de drogas de baja calidad, que destruyen física y moralmente a quien las consume, además de ser un factor de inducción al delito ante la imposibilidad de obtenerlas con ingresos propios. Para colmo, a ese costo hay que agregar lo oneroso que es todo sistema carcelario, siempre plagado de “perejiles”, siempre pobres y sin defensa.
Desde los sectores autodenominados “intelectuales” se critica la mala calidad de la educación y se agrega, con la necesaria cara de sabio que refuerza la pasmosa reflexión, que sólo la educación hará desaparecer la pobreza, por aquello de “no le des pescado sino enséñale a pescar”. Aleluya por la noticia: obviamente la educación universal y de calidad es una herramienta fenomenal de transformación. Pero, ¿cómo se brinda educación de calidad en escuelas abarrotadas de niños/niñas, por lo general mal comidos, que se enferman a diario y sin un medio de transporte cerca, en numerosas ocasiones estigmatizados por “portación de cara” o por pertenencia a barriadas precarias?
Por otro lado, aquellas personas que pasan sus días en situación de calle también implican un costo: el alimentario o de ropa de abrigo, por ejemplo, que normalmente provee la caridad, pero también otros en la forma de subsidios para alquiler en hoteles, ayudas económicas diversas o la provisión de paradores para pasar la noche por parte de las administraciones municipales.
En los barrios carenciados es imposible recaudar un peso en impuestos; la mayoría se “engancha” de la luz por falta de recursos para abonarla y esto también es un costo económico representativo que el Estado afronta. Y se da la paradoja de que en los lugares donde es más baja la recaudación es donde se necesita más dinero para afrontar obras públicas que permitan mejorar la vida, la salud y las oportunidades de esos habitantes.
Existen infinidad de otros gastos asociados a la administración de la pobreza, tanto en recursos humanos como materiales. Algunas de las municipalidades tienen su planta de personal mayoritariamente dedicada a resolver problemas sociales y a la seguridad en sus distritos. Podríamos abrumar detallando costos y más costos vinculados al mantenimiento de la pobreza, y un estudio que los abarque requeriría una profesionalidad académica y minuciosa, pero el objeto de esta nota es llamar la atención sobre las falacias de considerar que la resolución del problema de la pobreza es una cuestión meramente de costos. Es probable que cuando hablemos de costos presupuestarios en un principio sea así, pero si uno lo mide en recursos económicos y sociales seguramente la cuenta dará a favor de que el costo económico de eliminar la pobreza es mucho menor que el de mantener el statu quo.
No voy a cansarme de recordar que, mientras se cuestionan los planes sociales, los empleadores tienen una reducción intolerable de cargas patronales, y que existen tantos “planes de exención de impuestos” que es un engorro enumerarlos, aunque representan la friolera de un 2,6% del PBI. También conviene recordar que las empresas audiovisuales, entre ellas Clarín y La Nación, no pagan un peso en contribuciones patronales por sus trabajadores.
Por lo tanto, la implementación de un Ingreso Básico Universal demanda, por un lado, el costo de implementación del programa, pero por otro lado también representa un ahorro considerable que hay que contemplar al considerar la eliminación de los costos indirectos de mantener la pobreza. Más allá de ello y de lo meramente económico, significa el cumplimiento ético de una sociedad solidaria y un Estado con justicia social.
Una utopía es una idea o una iniciativa que una persona o un conjunto de personas imaginan, y que en el momento en que lo hacen parece irrealizable. Pero el imaginar esas ideas puede llegar a ser el sustento para que, cuando se modifiquen las condiciones, aquello que parecía irrealizable se pueda concretar.
Pero, como dijo Alejandro Sanfeliciano en La mente es maravillosa, quizás lo más importante de la utopía sea su función orientadora: “La función más útil, sea utilizar la utopía como objetivo o meta. Establecer como objetivo algo perfecto e ideal sirve para mantener un progreso continuo y no quedarnos atascados en la falsa ilusión de que vivimos en el mejor mundo posible”.
Una vez más, seamos realistas… pidamos lo imposible.
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