Imágenes de Kabul
Humillación imperial y un país en ruinas tras 20 años de ocupación
Tras la caída de Kabul, The New York Times publicó un editorial en el que analizaba la situación. En primer lugar mencionó la cifra de los estadounidenses caídos en los veinte años de ocupación: 2.448. Sólo bastante después brindó la cifra general de los afganos muertos, 60.000.
Ese número es redondo y contrasta con el anterior (¿a quién le importa si falta uno o mil cuatro?). Además, subestima escandalosamente la masacre. Es factible que haya más del doble de víctimas (entre civiles y combatientes). Y se trata sólo de occisos, no de heridos o desterrados. Pero a los grandes adversarios morales de Donald Trump, esos detalles parece que los tienen sin cuidado. Se aferran tanto a los datos que, a menudo, los acaban tapando. A su manera, se parecen a quienes detestan. Al menos cuando se trata de asuntos imperiales.
Quizá como homenaje silente a aquellos que Estados Unidos llama “aliados”, el diario ni siquiera menciona las bajas de sus socios de la OTAN. Una de las estratagemas de Estados Unidos consiste en disfrazar sus intervenciones como parte de amplias cooperaciones internacionales. Lo viene haciendo así desde la guerra de Corea. En este sentido, su cosmopolitismo no tiene límites. El discurso humanista que lo secunda, en cambio, encuentra el suyo muy pronto.
Un británico o un alemán no entran en el registro de bajas que importan. Alemanes y británicos serán quienes reciban el mayor impacto de la ola de refugiados afganos. Y no los quieren. El Presidente de Alemania, inclinado a graves declaraciones, afirmó que lo ocurrido en Afganistán era una vergüenza para Occidente. Sólo por una vez habría que recomendarle que se preocupara por sus propias bajas inútiles y que diera la cara por ellas ante una población que, a la vuelta de los años y de las atroces lecciones de la historia, se cuenta entre las más pacifistas del planeta.
Paletas y derrotas
Las fotos de centenares de afganos en el aeropuerto de Kabul esperando por un vuelo que los evacúe de su propio país resultaron impactantes. ¿Qué imágenes quedarán de estos días terribles? ¿La de una multitud sentada en el piso de la vasta bodega de un avión militar de transporte? ¿O la de unos infelices cayendo al vacío luego de que una de esas enormes aeronaves despegara porque se habían aferrado al fuselaje o al tren de aterrizaje en la desesperación por huir? ¿Acaso la de aquellos subidos al techo de la manga del aeropuerto, ansiosos por ingresar a un avión que los lleve a cualquier lugar?
En la iconografía política habría que incorporar, sin muchas dudas, las imágenes de los helicópteros, unos vehículos que ya son símbolos de la derrota y la fuga. En una de las mejores notas traducidas por La Nación en mucho tiempo, se dan detalles de la huida estadounidense de Saigón en 1975. Allí se aclara que la famosa imagen del helicóptero sobre una especie de gran tanque de agua y abordado con desesperación por civiles fue una arriesgada maniobra para rescatar personal de inteligencia que había quedado aislado en un edificio de la ciudad vietnamita en la precipitada retirada. No retrata, como se suele creer, a los últimos evacuados de la embajada estadounidense.
Apocalypse Now, el clásico de Francis Ford Coppola, hizo de los helicópteros un ruido de fondo, además de un ícono de la guerra, la agresión sin fin y la derrota. Nadie que haya podido ver la película olvidará el ataque delirante sonorizado con La cabalgata de las Walkirias de Richard Wagner, del cowboy interpretado por Robert Duvall que, en otra escena dantesca, declara amar el olor del napalm por las mañanas.
La relación del helicóptero con las artes resulta curiosa. Leonardo fue el primero en dibujarlo; cinco siglos después, en 1993, Karlheinz Stockhausen escribió su trabajosa pieza para un cuarteto de cuerdas y helicópteros. Este compositor tuvo la mala idea de calificar el atentado a las Torres Gemelas como una inmensa obra de arte mientras Estados Unidos se abocaba hacia otra tragedia real en el país de la guerra civil permanente y donde ya naufragaron tres imperios.
Kabul también ofreció la foto de un Chinook transportando personal diplomático al aeropuerto desde el que volarían hacia la salvación. La imagen indujo al secretario de Estado, Anthony Blinken, a aclarar que Kabul no era Saigón, con lo cual sólo reforzó la asociación. Una historia con helicópteros varados en una tormenta del desierto cuando iban a rescatar a los rehenes de la embajada estadounidense en Irán, la Operación “Garra de Águila” en abril de 1980, fue un factor decisivo para que Jimmy Carter perdiera la presidencia en noviembre. La emergencia de Ronald Reagan, y con él la del neoliberalismo desbocado, le debe algo a los helicópteros de la derrota. La memoria colectiva argentina guarda, asimismo, imágenes de helicópteros despegando de la Casa Rosada con presidentes vencidos: la del que separaba del poder a Isabelita en aquella noche fatídica o aquella, más fresca, del que devolvió a unas crudas circunstancias al desorientado Fernando De la Rúa.
Amapolas
Los talibanes han recuperado el poder. Tras veinte años de guerra y decenas de miles de millones de dólares invertidos, Estados Unidos vuelve a casa y deja en ruinas a un país que invadió en nombre del orden y la democracia. La derrota es evidente; el caos, también. La humillación imperial no se puede disimular. La ocupación no estimuló una economía que todavía vive de la ayuda externa, mientras sumergió al país en un océano de corrupción, según aseguró una auditoría estadounidense. ¿Qué lecciones dictará Joe Biden ahora sobre Venezuela y Cuba, después de esta catástrofe? ¿Podrá “ayudar” a Haití, el centro de de todas las desgracias sociales, históricas, militares, climáticas, geológicas?
En Kabul, entretanto, asumen el poder los principales proveedores internacionales de opio. El tema no es menor para la metrópoli. Opio no es solo heroína y policía y negros y “basura blanca”. Es droga de blancos corrientes en las farmacias. Los opiáceos están liquidando a los blancos pobres o en problemas. Resulta difícil de asimilar que una vasta plaga química, no del todo ilegal, pero fatal, tenga su inspiración en el negocio de uno de los principales enemigos globales de Estados Unidos: los talibanes que cultivan las amapolas de las que se extrae el opio. Con el dinero de su tráfico se mantuvieron y compraron armamento durante todo este tiempo de invasión extranjera. Los talibanes, puritanos, dicen no consumir nada. Se justifican alegando que están pudriendo a la juventud occidental. Quizá exageran: ella está bien atendida por los grandes laboratorios que pueden prescindir de su agricultura de exportación.
Posmodernismo y atraso
Resulta muy curioso que el “atraso” talibán –su brutal trato a las mujeres, su apariencia inveterada, sus maneras tribales– se vincule de un modo tan singular con la condición posmoderna. Esa dialéctica entre atraso y actualidad, entre tradición y tecnología, fue puesta de manifiesto, para otro contexto, por un gran especialista francés en islamismo, Gilles Kepel, y se verificó, superficialmente, en algunas imágenes recientes.
En ellas se ven talibanes descalzos, otros con sandalias tradicionales, pero también en zapatillas occidentales o tomándose selfies. Un rasgo que señala ahora Kepel es la juventud en las filas talibanas. Es común ver en las fotos a combatientes con anteojos de sol; en una se adivina incluso un smartwatch (detalle: la perilla del reloj está al revés y deja espacio a la interpretación imaginativa).
Los talibanes están preocupados por “volver al mundo”, dado que en su “primer tiempo” sólo fueron reconocidos por tres países. Se hallan rodeados de vecinos más o menos hostiles, excepto quizá cierta zona de Pakistán, en cuyo territorio los pastunes de un lado y del otro comparten madrasas o escuelas islámicas. Por eso quieren proyectar una imagen de moderación: amnistía a todos los involucrados en la ocupación estadounidense, más respeto por las mujeres (si bien sometidas a su interpretación de la ley islámica), y no protección a las actividades terroristas contra otros países.
En Occidente no les creen, aunque están tan aturdidos que no atinan a nada fuera de aplicar un familiar plan B: la asfixia financiera disciplinadora. China, Irán y Rusia, aunque los detestan, están felices y los recibieron para entablar conversaciones de alto nivel, aun antes de la caída de Kabul. Rusia limita con tres ex repúblicas soviéticas de población islámica que comparten frontera con Afganistán. Irán representa la vertiente chiita del Islam que los talibanes combaten y comparte una larga frontera. China reprime a minorías musulmanas en su territorio y no quiere problemas, ni con eso ni con su ruta de la seda comercial hacia Occidente. Quizá opere sobre el país a través del vecino Pakistán.
Vida y muerte en política
Hace tan solo unos días, el mundillo político vernáculo se desvivía por Jacob Jeremiah (Jake) Sullivan, un muchacho crecido en Minnesota y educado en Yale que con poco más de cuarenta (¡más joven que el emigrante bávaro Heinz Alfred Kissinger!) ya era Consejero de Seguridad Nacional del POTUS Joe Biden. Parecía –era– uno de los hombres más poderosos de esa administración. Difícilmente alguien quiera estar en los zapatos de Jake desde el último domingo. Sic transit gloria mundi.
El derrumbe instantáneo del ejército afgano fue una sorpresa para todos, en especial para quienes invirtieron millones en entrenarlo y pertrecharlo. Simplemente, desapareció en el aire. Se calcula que hay 80.000 combatientes talibanes, mientras que había unos 300.000 soldados al servicio del poder reconocido hasta el sábado pasado a la noche, sin duda mucho mejor equipados, aunque no siempre pagados a término. ¿Qué sucedió?
La respuesta tiene un costado material, otro cultural, pero, asimismo, uno filosófico. El coronel español a cargo de último contingente de su país alcanzó a declarar que los talibanes mostraban “determinación”. Los españoles no gozan de la reputación de los alemanes en temas de conceptualización. Un hombre criado en los cuarteles de Prusia hace unos doscientos años, Carl von Clausewitz, se refirió a lo mismo con la fórmula “fuerza moral”. El ejército afgano no tenía ninguna y se evaporó. Los talibanes parecen llenos de ella y ganaron una guerra de veinte años. Los estadounidenses la habían agotado tanto en el terreno como en casa. Por eso se fueron.
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