Realizar con palabras
Nunca ha sido más importante que en estos tiempos el tener extremo cuidado con el significado de las palabras. Si algo ha sabido ver y usar para sus intereses el modo de ver la vida que trata a todo en forma de mercancía intercambiable, tal como se observa a diario en algunos políticos, comunicadores, intelectuales e influencers de variada procedencia, esto ha sido el poder realizativo de algunas palabras o la relación entre lenguaje y acción que hace que las palabras puedan usarse para producir realidades, aquello que el filósofo del lenguaje John Austin (1911-1960) llamó en su libro ¿Cómo hacer cosas con palabras? el uso performativo de las palabras.
Este uso no busca constatar hechos con criterio de verdad o falsedad para con esto evaluar las conductas a seguir, ni busca describir la realidad a partir de los datos, sino que busca simplemente actuar pragmáticamente sobre la realidad a través del habla para conseguir resultados que hagan verdadero el interés de lo buscado con independencia de la verdad o falsedad de lo dicho.
Los ejemplos que se observaron durante la gestión de Mauricio Macri y los que seguimos observando en algunos de quienes pasan por ser parte de la oposición al actual gobierno permiten a cualquiera comprender cuál es el fenómeno al que me refiero. Se suelen criticar estos dichos como “mentiras” y nombrar como “mentirosos” a quienes los dicen apuntando a la inmoralidad de hacerlo, a su falta de decoro y de respeto, a su irresponsabilidad y a tantas otras formas críticas. Pero hay en esa crítica, aunque imprescindible, el peligro de una ingenuidad que trate a esos dichos como si se tratara de una fortuita desviación que exigimos que en buena fe se corrija. Sin embargo, las disculpas nunca llegan.
El abismo en la mirada
Ese peligro está en interpretar aquel uso de las palabras orientado por intereses particulares para generar determinadas realidades (desconfianza, odio, rechazo, inversión de significados) desde el marco de interpretación del uso de las palabras en el modo tradicional y compartido en democracia por una amplia mayoría de voluntades con razones y emociones éticamente conjugadas para ser dirigidas hacia el bien común.
El equívoco sería doble. Por un lado, porque la novedad del hoy es el abismo que se abre entre la visión tradicional que procura seguir hacia adelante, midiendo los cambios que hayamos de hacer bajo el criterio de lograr un progreso con conciencia de lo que de humano tengamos –en la mejor acepción heredada de esta palabra–; y esa visión de un giro lingüístico con eje en la palabra como actos que tanta cercanía guardan con lo que en psicología se llama “paso al acto”, una típica manifestación de las perversiones que en modo dañino reniegan de la sujeción a las normas que nos enlazan a unos con otros para que predominen los lazos unitivos (Eros, el amor) y no los destructivos (Tanatos, la muerte).
En ese abismo entre visiones, el mundo de la vida se mide con diferentes escalas-patrón poniendo de manifiesto aquello que Thomas Kuhn llamaba “la inconmensurabilidad de los paradigmas” y que en modo realizativo, precisamente, se ha llamado “grieta”. Porque el creador del término que inicialmente lo utilizó en modo progresista para señalar el abismo entre las verdades de la visión de la sociedad uruguaya frente a las falsedades de la visión de los militares uruguayos de la dictadura, muchos años después, ya converso, lo utilizó sin pretensión alguna de constatar hechos sino para hacer verdadero lo que le interesaba que era instalar (y en buena parte tuvo éxito) que la sociedad argentina tenía una grieta como mal causado por el peronismo y su variante, el kirchnerismo.
Contra las normas
A ese modo de hacer política, dado que se trata de palabras que se dirigen a actuar en el campo de las relaciones sociales políticamente mediadas y no en el de las subjetividades individuales, no le importa que se le enfrente con una crítica limitada a denunciar la inmoralidad de la mentira pública. Y no le importa porque, si de algo trata la venalidad del lenguaje puesta en acto, es que no se sujeta a la norma compartida de los pactos pre-existentes entre los cuales destaca el decir verdad, ni se sujeta, y éste sería otro aspecto del equívoco, a los supuestos fundamentales constitutivos de la vida en democracia como se ha observado en la manipulación del Poder Judicial, la minimización y el negacionismo del terrorismo de Estado, la persecución política y económica, la mezcla explícita de intereses públicos y privados, la vindicación de la violencia por mano propia o el apoyo para la represión seguida de muerte por la sedición que en otro país derrocó a un Presidente con mandato constitucional y democrático.
Esta violación de los supuestos normativos de la convivencia pacífica que es mandato de la política muestra una característica básica de este modo de actuar, que es el desafío permanente de las normas, porque en la creencia de que la palabra propia es creadora de verdad para que la realidad se ajuste al interés propio, todo lo demás será objeto de denuncia serial, tanto se trate de cunas como si fueran artefactos peligrosos para los bebés, de las vacunas como si fueran veneno, de la sujeción de contratos por el Estado al marco legal vigente o de otros muchos ejemplos.
De ese desafío permanente de las normas que está en el origen del creerse más allá de las mismas siendo su creador una vez realizados en el mundo los intereses propios, se desprende otra característica básica de esa conducta: la vivencia de impunidad de sus actos, que se deduce de la cantidad y magnitud de sus violaciones como si no hubiera consecuencia alguna por lo dicho, que es también lo hecho. Y es que en este tipo de conductas, las consecuencias no son el resultado del cumplimiento o incumplimiento de las normas, sino de haber logrado o no hacer realidad la norma propia.
Contar y narrar
El segundo equívoco lo tendríamos si no viéramos que los exaltados defensores de una mercantilización globalizada (digamos el neoliberalismo) a la que las normas de la democracia liberal les resultan un obstáculo en su expansión, han tenido la maligna inteligencia para descubrir que las normas ejercen su poder ordenador en un sentido dado (digamos en el sentido normativo de las democracias liberales de la segunda posguerra) en tanto las palabras de su lenguaje tengan un significado universalmente compartido. Basta con romper el significado de términos clave en el andamiaje normativo para demoler su fortaleza. Así se ha hecho con los términos dignidad, verdad, derechos humanos, justicia, interés, negligencia, vida y muerte entre muchos otros. En ese camino, los fondos buitre o una corporación farmacéutica tienen el mismo estatuto ético, legal y social que un Estado soberano. Y esa ruptura se logra dejando de lado la idea de una verdad compartida y aceptando que la verdad no es más que el triunfo del poder disponible en la deliberación. No se trata de debatir razones sino de tener el poder suficiente para imponer las razones propias a través del poder económico, mediático, político o judicial desde una autocracia que usa el lenguaje para proyectar en los otros sus conductas inmorales.
Si el presidente del bloque de diputados de la UCR, Mario Negri, un día declara “con los muertos de ayer estamos en 143 guerras de Malvinas”, al día siguiente el senador de Cambiemos Martín Lousteau dirá: “Tenemos 93.000 muertos, más de 150 veces los muertos de la Guerra de Malvinas; son décadas de muertos por accidentes de tránsito o inseguridad; son tres veces las víctimas del terrorismo de Estado”. Son sutiles. No se trata de brutal ignorancia. Por eso no cabe tener la caridad socrática o cristiana de disculparlos porque no saben lo que hacen. Lo que cabe es afinar la comprensión de su malignar (palabra en desuso pero adecuada para analizar el retroceso cultural de sus actos de habla).
La palabra “contar” tiene su origen tanto en su acepción etimológica de “calcular” como en su acepción derivada de “narrar”, en el vocablo latino computare, cuando al suprimir la “u” átona se pasó a “comptare”, “comptar”, “contar”, “cuento”. Ya en el Poema de Mío Cid se usa “contado” como narrado en relación a alguien “famoso” o “aquel de quien se cuentan tantos hechos”. En estos tiempos, Gabriel García Márquez tituló a su narración autobiográfica Vivir para contarla. Es obvio al sentido común y sin necesidad de etimología alguna: se cuentan números pero está claro que también se cuentan historias.
Los cuenta muertos
Entonces, ¿qué es un muerto? ¿Un número o una historia – de vida? Para la visión de Lousteau, Negri y el conjunto de quienes coinciden con ellos en el uso del lenguaje contrario al uso normativo compartido desde los supuestos de la vida democrática, un muerto no es más que un cuerpo humano que ha tenido el cese total e irreversible de sus funciones vitales y así tiene igual magnitud que el de otro cuerpo humano en situación semejante, se trate de un muerto por la pandemia de coronavirus, un desaparecido por el terrorismo de Estado, un soldado de la guerra de Malvinas o un conductor que tuvo un accidente fatal. Son números, lenguaje de contador (mercantil). Para los familiares de desaparecidos y quienes promueven el respeto a los derechos humanos, cada uno de los desaparecidos y cada uno de los muertos por la pandemia, por la guerra de Malvinas o por cualquier otra causa, tienen el rostro de una vida única e irrepetible. Son historias, lenguaje narrativo de una vida personal.
Decía Kant que en el reino de los fines todo tiene precio –que es aquello que puede ser sustituido por algo equivalente– o tiene dignidad –que es aquello que se encuentra por encima de todo precio por no tener equivalente–, como cada persona y vida humana. El respeto de la dignidad humana como valor ético conduce al universalismo de toda persona como sujeto moral y de derechos. Pero en el lenguaje realizativo de Negri, Lousteau, Macri, Graciela Ocaña, Patricia Bullrich o Elisa Carrió, entre otros, el valor de cambio de las personas en tanto mercancías hacen intercambiables la vida y la muerte en la pandemia o el terrorismo de Estado o la guerra de Malvinas. Todo es igual, nada es mejor.
¿Qué hacer?
En el psicoanálisis de los años '70 se debatía cómo tratar las perversiones y a los perversos. Se había acuñado una suerte de axioma que decía: “A psicópata, psicópata y medio”. Obviamente no se trataba de considerar que el analista debía actuar como un perverso. De lo que se trataba era de no incurrir en el error de aplicar una técnica basada en la equivalencia entre el lenguaje de un perverso y el de un neurótico porque la conducta antisocial de los primeros no se sujetaba al significado y las reglas propias del lenguaje común.
El 8 de julio, en una entrevista televisiva, el Jefe de Gabinete de Ministros, Santiago Cafiero, preguntado sobre qué hacer ante tanto odio y mentira sostuvo que había que mostrar la realidad (entendida por las obras en su sentido político tradicional), contestar a mentiras como la de “no hay vacunas” por ejemplo mostrando la realidad de satisfacción de alguien recién vacunado, pero sin responder a los discursos de odio con odio o con una permanente respuesta a cada desvarío, sino con más democracia.
Hay en esas respuestas un prudente, sagaz y valioso análisis democrático de fondo. Sin embargo persiste la sensación de que el gobierno pierde eficacia en el pase a lo discursivo: se dice que hay pocos comunicadores gubernamentales y menos aún que lo hagan del todo bien. En ese desierto se valora especialmente una figura como la de Leandro Santoro y su capacidad mediática.
Es posible que el gobierno no haya terminado de superar las limitaciones discursivas del peronismo de origen para responder a la antipolítica de raigambre internacional, en la etapa actual del capitalismo financiero globalizado. Mejor que prometer es realizar hoy no resuelve por sí sola este ataque impiadoso a una convivencia democrática pacífica, plural y justa. La realidad del neoliberalismo es la de los números y estos constituyen un mundo deshumanizado de abstracciones e imaginaciones. El número tres no tiene tiempo ni espacio. Es abstracto. En cambio, tres vacunas o tres muertos son parte de un mundo de tiempo y espacio.
Entre el mundo abstracto e imaginario de los números-mercancía y el mundo real en tiempo y espacio de las personas, hay una disputa por ese tercer mundo que es el puente de las palabras como símbolos. Esto es lo que ha sabido ver y explota el neoliberalismo. Esto es lo que tiene dificultad de ver como escenario de disputa el progresismo, en defensa de la democracia como modo de vida justo. La ley de medios, sin embargo, fue un intento de respuesta coherente en esa disputa. Se perdió esa batalla. Sería un grave error creer que aquella derrota significa haber estado equivocado. Nunca más lúcida que entonces fue la percepción de uno de los mayores nudos a desatar. Otro de ellos, fundamental, es la reforma de la Justicia. Porque la perversidad de esta anti-democracia sólo se va a sujetar, como los perversos, cuando el poder de la razón de una norma justa acabe con la razón del poder para sus crímenes seriales y sus pretensiones de impunidad.
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