Los riesgos de las aseguradoras
Ganarse la vida o perderla, un negocio para las ARTs
Desde abril de 2020, cuando se reconoció al Covid-19 como enfermedad profesional no listada, se denunciaron 311.000 contagios, pero las Aseguradoras de Riesgos del Trabajo (ARTs) reconocieron sólo 31.000 (el 10%). Si a eso le sumamos el histórico subregistro de enfermedades en la Argentina y que el sistema de riesgos sólo cubre trabajadores registrados en relación de dependencia (dejando fuera a casi 4 millones de independientes), podemos dimensionar un problema soslayado por indicadores más difundidos y por el lugar común de que –sin importar si es decente o precario– “tener trabajo es lo único que importa”.
Ante todo una aclaración terminológica que para los profesionales en salud y seguridad laboral puede resultar tediosa pero no para el resto de los mortales, incluidos les trabajadores: trabajo decente es una fórmula acuñada por la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y se refiere al que se realiza bajo ciertas modalidades, con condiciones contractuales ajustadas a la normativa vigente, que respetan derechos humanos universales, que suponen una retribución justa y equivalente a la tarea encomendada y en condiciones ambientales, de salud personal y seguridad operativa que protejan preventivamente a les trabajadores de accidentes y enfermedades laborales. Y todas estas consideraciones moduladas por el llamado “diálogo social”, un ámbito de debate permanente tripartito que debería incluir en pie de igualdad al Estado, los sindicatos y las cámaras empresarias. Sobre esta última modalidad y al interior de cada unidad empresaria, la OIT suele promover la conformación de Comités Mixtos de Salud y Seguridad Laboral (compuestos por trabajadores y sus organizaciones representativas y las empresas), pero sólo Santa Fe y Buenos Aires reglamentan y promueven la creación de estos ámbitos para empleadores públicos y privados.
Algunas consideraciones para bajar a suelo patrio las recomendaciones de la OIT que marcan caminos (porque es un prestigioso organismo supranacional que establece marcos generales a los que se puede o no adherir) pero no tienen fuerza de ley: la normativa laboral “garantista” – básicamente los artículos 14 y 14 bis de la Constitución Nacional, la Ley de Contrato de Trabajo y los convenios colectivos y resoluciones específicas para que les trabajadores acudan a sus empleos para ganarse la vida pero no para enfermarse o directamente perderla está bajo asedio permanente de las cámaras empresariales. Abroqueladas en la Unión Industrial Argentina (UIA), exponen sus manifiestos en el Instituto para el Desarrollo Empresarial de la Argentina (IDEA) y reclaman lo que el Fondo Monetario Internacional (FMI) suele pedir a cambio de financiamiento y “waivers”: reformas laborales que les garanticen márgenes de rentabilidad asegurados y crecientes y que protejan menos a les trabajadores.
¿Y qué sería una retribución justa, además de la lógica de igual remuneración por igual tarea exigida? Pues una que le asegure al trabajador alimentación, vestimenta, vivienda digna, educación, salud, vacaciones pagas y previsión, tal como la define en su artículo 116 la Ley de Contrato de Trabajo sancionada por el peronismo en 1974. Esta definición recoge el espíritu del artículo 37 de la Constitución también peronista de 1949, derogada durante la Revolución Fusiladora. A fines de 2020, tal vez abrumado por el impacto de diez meses de pandemia en el empleo y la producción, un ministro peronista hizo caso omiso a las recomendaciones de la OIT, pero mucho antes desestimó a Juan Domingo Perón y a su doctrina esencial y normativa para decir que “sueldo digno es aquel que estemos en condiciones de pagar y sostener”. Un furcio forzado que, no obstante, quedó a la izquierda de Paolo Rocca, quien en una charla motivacional ante gerentes de Techint afirmó que lo ideal sería “pagar salarios según productividad o directamente no pagarlos”. Con paritarias en revisión, el panorama sigue siendo preocupante. Un 38% de les trabajadores asalariados se encuentran por debajo de la línea de pobreza y el Salario Mínimo Vital y Móvil –con aumento decretado y en septiembre– apenas superará la línea de indigencia.
Otro punto fundamental en la definición de trabajo decente se relaciona con la cobertura efectiva del sistema de riesgos laborales y su capacidad real para prevenir y reparar daños. En la Argentina tiene el mismo problema de base que casi todos los servicios esenciales de gestión privada: el cuidado de la salud de les trabajadores está en manos de sociedades anónimas cartelizadas que maximizan ganancias cuanto más ahorran en salud laboral, una especie de frazada corta que en la lógica capitalista pura (sin calificativos ni valoraciones éticas o morales) tiende a destapar el primer término para bajar costos.
Mejor malo conocido que reforma por conocer
El sistema de riesgos laborales cubre actualmente a 9.843.000 trabajadores sobre un total de 12.144.000 (el 81% del total, según datos del Sistema Integrado Previsional Argentino, SIPA). Quedan fuera los independientes (monotributistas, monotributistas sociales y autónomos) y, por supuesto, los trabajadores en negro, sin vinculación alguna con sus empleadores, excluidos del sistema de seguridad social del que forma parte la cobertura de riesgos laborales y que a diciembre de 2020 alcanzaban los 3.900.0000. Esto nos da un panorama del alcance real de un sistema de riesgos que declama la prevención como estrategia para reducir accidentes y enfermedades, bajar el ausentismo laboral que desvela a los empresarios, reducir costos a las aseguradoras y controlar la litigiosidad que afecta la sustentabilidad del sistema (cuando sólo el 15% de los accidentes y enfermedades denunciados llegan a juicio y el 7% de ellos obtienen sentencia), pero que regula y vuelca la mayor cantidad de recursos en burocratizar el acceso a la justicia de los trabajadores damnificados y en resarcirlos dinerariamente o en especies.
Lo que pone en jaque al sistema –mucho más allá del pasivo contingente por reparaciones judicializadas– es la concentración del mercado de aseguradoras (sólo cinco concentran al 70% de los trabajadores cubiertos y tres de ellas con extranjeras), la subutilización que hacen las empresas de los estos seguros (por falta de asesoramiento pagan alícuotas importantes creyendo que asegurar vidas es como asegurar un auto: si se rompen, la aseguradora investiga y paga), el gran universo pyme que carece de servicios de salud y seguridad en el trabajo, el subregistro de accidentes y enfermedades que nutre las estadísticas con que se toman decisiones políticas y la enorme cantidad de rechazos de denuncias por parte de las aseguradoras.
Sobre esto último, que las aseguradoras sólo hayan aceptado el 10% de los casos denunciados como contagios desde la saludable decisión del gobierno nacional de decretar al Covid-19 como enfermedad profesional no listada en abril del año pasado, es un dato relevante y que no compite con el contador de contagios y muertes general de la pandemia. De todas maneras y con un sistema de mutuas que alguna vez fue señalado como el futuro del sistema argentino, descartada cualquier variante de estatización, España tiene cifras idénticas, pues el Instituto Nacional de la Seguridad Social y las mutuas reconocieron apenas el 10% de las enfermedades denunciadas por el personal “socio sanitario”, para el cual el Covid-19 está reconocido como enfermedad profesional.
En nuestro país, con la sanción del decreto 367/2020, se creó también un fondo fiduciario para hacer frente a los tratamientos e indemnizaciones. Pero esta semana, la asociación de Aseguradoras del Interior de la República Argentina (ADIRA) anunció que el fondo estaba agotado y que acumulaban una deuda por coberturas de 30.000 millones de pesos. Notable ecuación a considerar: un mercado cautivo y oligopolizado, que gasta a piso de conveniencia, que rechazó casi el 90% de las denuncias de contagios por Covid-19 ahorrándose tratamientos y resarcimientos por los más de 1.000 trabajadores fallecidos, pero que acumula deudas millonarias y que reclama que el Estado lo rescate o lo sostenga (porque incrementar las alícuotas para empleadores en crisis resulta inviable).
Entre las empresas que redactan protocolos para asegurar la producción pero no la salud, hace punta el complejo agroindustrial Ledesma, del cómplice civil de la dictadura Carlos Pedro Tadeo Blaquier, protegido por el gobierno de Gerardo Morales y que ya cuenta con 22 trabajadores fallecidos por coronavirus.
A la cuenta del ahorro en enfermedades laborales, deben incluirse las psicopatologías asociadas al stress laboral –que conforman la curva invisible de la pandemia, particularmente para el personal de salud– porque no están contempladas como profesionales, pues los riesgos psicosociales que las producen no están listados como laborales. Muchas empresas grandes y medianas (YPF es leading case en el sector petrolero), ya cuentan con normativas internas y protocolos de atención de estas afecciones que impactan en la cantidad de días perdidos por año y por persona, mientras el Estado y las aseguradoras se resignan a enfrentar juicios por la falta de cobertura. Hicieron los números y entendieron que es menos costoso atender estas problemáticas–que incluyen las psicopatologías asociadas al consumo problemático de sustancias psicoactivas– de forma preventiva, que mirar para otro lado, pagar dos sueldos por un mismo puesto de trabajo o incrementar la cartera de juicios laborales.
El sistema de riesgos en la reforma del sistema de salud
El destino del debate sobre la reforma del sistema con la creación del SNISA (Sistema Integrado de Salud Argentino) es una incógnita y siempre se dirá –con o sin pandemia– que no es momento para semejante reformulación. Pero repensar el sistema de riesgos laborales argentino es una necesidad imperiosa y que se discute desde hace mucho tiempo. Tal como hemos escrito en El Cohete a la Luna, nadie está pensando en estatizar los aportes ni la infraestructura de salud, que es mayormente privada, pero tampoco deberíamos resignarnos a un esquema donde el Estado –básicamente es lo que hoy sucede— sea socio garante de rentabilidades corporativas y cargue con el costo que implica atender los sectores menos rentables (en un país donde el 99% de las empresas son pequeñas y medianas).
La creación de una instancia pública estatal que ofrezca cobertura a todes les trabajadores y compita con las aseguradoras a través de Institutos Provinciales de salud, asociados a la seguridad social o la división del sistema, y los aportes en estructuras destinadas a seguros de reparación económica y de prevención y evaluación de daños, suponen reformas que no eliminan a las ARTs como actores, ponen al Estado a jugar con otra centralidad y le imprimen otra lógica a la gestión de riesgos laborales. (Lo que ya debería pasar con los autoseguros provinciales como el santafesino, que lamentablemente opera prácticamente igual que las aseguradoras privadas.) Afrontar estos desafíos no sólo salva vidas y puestos de trabajo, también es decisivo para la salud y la economía del país.
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