Bibliotecas y columnatas
Horacio González, obra y legado en la Biblioteca Nacional
“Los edificios son estuches vanos, desérticos.
Reciben tal o cual función, se dejan designar por ellas,
pero luego las tareas y personas migran
dejando apenas un decorado palidecido,
una voluta jónica o la copia dudosa de una columnata.
Son la pobre ilación que consuela de los sucesivos abandonos”.
Horacio González, Escritos en carbonilla.
Como la escuela y el sindicato, para la nueva fase del capitalismo, una biblioteca pública es piedra en el zapato, duro piso simbólico, una urdimbre de voces en tensión que invocan un nosotros y sostiene el lazo.
En su Historia de la Biblioteca Nacional (2010), Horacio González cuenta que, “perdida esa significación, se toman las bibliotecas [como] recintos culturalmente subalternos, a veces de menor importancia que un cibercafé o un locutorio”.
Bien con Menem y la Alianza, bien con Macri, durante el neoliberalismo, la Biblioteca Nacional tuvo un destino aún más sombrío: fue mazmorra de grito ahogado y letra muerta.
Si para el liberalismo esas moles llenas de libros habían sido Caballos de Troya contra el antiguo régimen, Horacio transformó a la Biblioteca Nacional en una usina editorial, un espacio de debate y reflexión, e incluso en una fiesta de la cultura, que es siempre territorio en disputa. Mucho más cuando, como dicen Zizek y Fisher, es probable el fin del mundo, pero nadie imagina siquiera el fin de la sangría capitalista.
Bajo la dirección de Horacio, de paso silencioso como aquellos predecesores –el mítico arcaico, y los contantes y sonantes del liberalismo–, la Biblioteca Nacional, a su modo, supo ser un Caballo de Troya frente al amo que aún reina.
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Cuenta la leyenda que en la lejana Antigüedad hubo un monarca que mandaba a buscar ejemplares inhallables a los confines más recónditos del imperio, e incluso más allá. Horacio, con nombre y obra de poeta, fue también nuestro Asurbanipal.
Editó, además de los libros que él creía que le hacían falta a esta Patria –lo veo sonriente, sopesando cada nueva edición con el entusiasmo de nene con juguete nuevo, con la energía contenida del soldado lustrando nuevo fusil–, colecciones de revistas que ninguna editorial hubiera publicado, porque la empresa que suponía la ardua búsqueda de ejemplares faltantes o deteriorados equivalía a ir a pérdida, sólo por el vano afán de recuperar un acerbo cultural que, de no ser rescatado por una entidad pública, hubiera quedado en el olvido.
David, León, Carri; Contorno, Pasado y Presente, Literal; Groussac, Ramos Mejía, Ingenieros; Fichas, Envido, El ornitorrinco; Anzoátegui, Tatián, Sarmiento; El grillo de papel, Poesía Buenos Aries, Revista Proa; Del Barco, Eduarda Mansilla, Lugones. La lista de juguetes y fusiles es infinita y hasta barroca como su estilo, impronta y llama inextinguible propia de un referente de nuestra cultura que, como el kirchnerismo –por el cual se la jugó y terminó estigmatizado como Amado, Milagro y tantos otros, pero también auscultó con ojo crítico (El peronismo fuera de las fuentes [2008]; El kirchnerismo, una controversia cultural [2011])–, es ineludible para las nuevas generaciones. Lo consideramos, como nuestros antepasados a Jauretche y Cooke, antes que un intelectual, un compañero de lucha y un par (nunca un sabihondo) en la conversación fraterna e inagotable sobre la defensa de lo público y sobre la promesa –más realizable con patriadas como la suya y la del kirchnerismo– de una Nación en la que quepamos todos y todas.
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Como Foucault, a quien divulgó con las torsiones risibles y sorprendentes con las cuales divulgaba todo lo que le servía de apoyo a su escritura incansable, Horacio sabía que el Estado moderno disciplina cuerpos. Pero como Perón, a quien le dedicó “jirones de su vida” y nos dejó en esa entrega una obra impar (Perón, reflejos de una vida [2008]), también sabía que de las instituciones de ese Estado depende no sólo el formateo de cuerpos dóciles, sino también la posibilidad de una sociedad mejor.
De su gestión en la Biblioteca Nacional se destaca una particularidad que desentona con la pintura del Libro negro de la tercera tiranía que se reedita cada día desde que el kirchnerismo se animó a la quijotada. Una característica que desentona también con el arte de reducir cabezas que sufrió Horacio al ser descrito como un “intelectual kirchnerista”. Incluso así lo hicieron, impiadosos como son, en su necrológica.
A diferencia de gobiernos que se ufanaban democráticos a pesar de haber contado con decretos prohibitivos y con interdictas ediciones e interdictos nombres y apellidos; a diferencia de otros que se jactan hoy de lo mismo y efectuaron prolija limpieza de “grasa militante” en las instituciones del Estado, el kirchnerismo, precavido de la barbarie que se le imputa, se prohibió a sí mismo semejantes salvajadas y habilitó en “la biblioteca de Horacio” –acaso sin saberlo– no sólo un espacio que marcaba menos las luces que las sombras de aquel gobierno (Carta Abierta), sino también otro (el Museo del Libro y de la Lengua) que hacía ver que, aunque reparador de las penurias del bajo pueblo, peronismo y kirchnerismo eran y son, aunque les cueste asumirlo, hijos de “la Argentina blanca”. El Museo, en su rescate del astillado patrimonio lingüístico de los pueblos originarios, mostraba cuánto uno y otro le habían dado la espalda a los únicos que mantienen en pie ese significante-llama, “pueblo”, esos que, ya mapuches, ya guaraníes, ya tobas o tehuelches, cada tanto se los tiene por “amenaza”. Dicho de otra manera, en la Biblioteca Nacional se ejercía esa autocrítica que tanto pide la oposición cuando no es gobierno.
Pero acaso lo importante a destacar en este rubro es que bajo esa gestión se llevó a cabo la publicación tanto de libros de autores absolutamente refractarios al sentir popular que el peronismo reivindica (Sarmiento, Ramos Mejía, Anzoátegui, Lugones, Wilde) como de aquello que podría tomarse como el acto más sorprendente para una forma de la política a la que se la pinta tan obstinada en aceptar sus propias cerrazones.
Con fondos públicos, por supuesto, Horacio se dio el gusto de editar, además de estos libros mencionados, el volumen tal vez más furibundamente antiperonista que exista, el de aquel penitente de la “amargura metódica” que describiera al peronismo como un hecho maldito. El ¿Qué es esto? Catilinaria (2005) de Ezequiel Martínez Estrada fue un libro inhallable durante muchos años hasta que lo publicó precisamente esa institución bajo un gobierno peronista.
Esos libros no fueron como los de exiguos volúmenes publicados por Alberto Manguel, ese escritor, al decir de Horacio, de “chuchería lujosa (…), desconocedor de la cultura argentina como no sea ese Borges abstracto, expropiado de sus propios dramas y tensiones internas con la historia cultural del país”, quien fuera director durante la presidencia de Mauricio Macri. Por el contrario, los juguetes y fusiles de Horacio –esta conjunción, la del agua y el aceite, es horaciana, es una tensión fruto de la escritura como indicio de las tensiones del vivir y del pensar–, esos que precisamente no comulgan con el ideario del peronismo, permiten pensar sus cerrazones, las encrucijadas de “lo popular”, ¡y vamos!, la fatalidad del ser argentino. Fatalidad, encrucijadas y cerrazones que Horacio, entre otros libros, analizó en Restos pampeanos (1999), una de sus grandes obras.
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“Y cuando la guerra haya terminado,
algún día, los libros podrán ser escritos de nuevo.
La gente será convocada una por una,
para que recite lo que sabe,
y lo imprimiremos hasta que llegue otra Era de Oscuridad,
en la que, quizá, debamos repetir toda la operación”.
Ray Bradbury, Fahrenheit 451
En la Biblioteca Nacional, Horacio editó cientos de libros como bibliófilo que era, pero no con el fervor borgeano del que confía en que la biblioteca es el paraíso por venir, sino como el que la sabe paraíso perdido. Esto es, llama que impulsa, en el crepitar de tantísimas voces en pugna y más de una soterrada, a trocar “estuche vano y desértico” en trinchera para la batalla por una Nación libre y soberana. ¿O no es, después de todo, la misión del libro, y de una Biblioteca Nacional transformada en portentosa usina editorial, una “misión sagrada”, dice Horacio, la de, nada más ni nada menos, que la ilustración de un pueblo? Eso había sido una biblioteca para el liberalismo y había dejado de serlo para el neoliberalismo.
Incorregiblemente analógico, el kirchnerismo apostaba tanto a la radio (las cadenas nacionales no eran sino remedo de los discursos de Perón y Evita) como a la televisión (Canal Encuentro, Paka-Paka, 678). En la era de las pantallas, a la que no desatendía (Conectar Igualdad contrasta con la farsa de la “modernización” que la discontinuó con política de devastación y saña), Horacio y el kirchnerismo venían a apostar por el libro, una causa perdida. No lo hicieron sólo en ese edificio de “sucesivos abandonos” enclavado en Recoleta. El primero prolongó su “causa perdida” a charlas, debates y escritos en foros prestigiosos y desconocidos. El segundo lo hizo con centenas de ediciones de libros entregados en instituciones de educación inicial, primaria, secundaria, superior y universitaria.
Hoy que la única apuesta parece ser la de “cerrar con el Fondo”, abocado como está el gobierno sólo a aminorar el impacto de la peste. Aquella apuesta hay que rescatarla y acaso, cuando pase el temblor, retomarla. Además de un modo de honrar a quienes se animaron a esa apuesta y quedan en la memoria de las generaciones futuras, también es un modo de acometer la quijotesca aventura de imprimir libros “hasta que llegue otra Era de Oscuridad”.
Aunque luddita, no es sea vana esta pelea contra molinos de viento. Más bien supone asumir que hay no tanto una batalla “por el sentido”, sino, como dice Carlos Quiroga, una “batalla por la cultura”.
Con el avance de la cultura de la imagen y del estímulo perpetuo, se acelera la desalfabetización y se llega a un horizonte sombrío y beckettiano, el de la “despalabra”. Son estas épocas las de un retroceso al Medioevo, ese tiempo de fe y analfabetismo según se nos pintó desde la Modernidad. Lo prueban millones de afásicos internautas crédulos de fakes, zombies que ayer pedían a gritos en Tribunales quemar a la “bruja” y hoy, cuando el Estado dispone de políticas públicas para protegernos de un virus mortal, gritan “libertad” y hacen la “rebelión de mamis y papis” implorando por educación cuando nunca les importó cuando otros gobiernos la desfinanciaban.
Como salvación de la cultura, por paradójico que parezca, le toca a ese, sobre el cual pesa el estigma de preferir las alpargatas a los libros, optar por los segundos. Ellos son las “columnatas” de una cultura que perduró desde el códice hasta hace un par de décadas, y ahora será, “hasta que llegue otra Era de Oscuridad”.
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