Aserrín, aserrán…

¿Acaso propios y ajenos buscan serrucharle el piso a la causa palestina?

 

Con mayo iniciándose, Palestina debía ingresar al mes en que estaba programado el arranque de un proceso eleccionario en Cisjordania, Gaza y Jerusalén oriental. Irrealizado durante más de un decenio, contaría con tres fechas clave, la primera el 22 del corriente. Sin embargo el 30 de abril, cuando debía desatarse la campaña electoral, el Presidente de la Autoridad Palestina (AP), Mahmud Abbas, anunció que el ejercicio sería diferido, no cancelado, “hasta que la participación de Jerusalén y su gente esté garantizada”.

Hacía tiempo que el aplazamiento se había convertido en una opción para nada excluible vista la posibilidad de resultados difíciles de predecir. Cualquiera fueran sus razones, las distintas partes interesadas deseaban evitar comicios complejos, inicialmente legislativos, con 36 listas participantes. La segunda escala, prevista para el 31 de julio, era la elección de Presidente para la AP, jefatura de Estado ininterrumpidamente detentada por el octogenario Abbas desde el 2005. Su mandato concluyó en 2009, cuando Abbas inició un interinato, gobernando por decreto. El 31 de agosto concluiría el proceso electoral con las elecciones para el Consejo Nacional Palestino, que según los estatutos de la Organización de Liberación de Palestina (OLP) es el cuerpo legislativo supremo para los palestinos en los territorios bajo ocupación israelí desde 1967 y para la diáspora palestina.

A juzgar por sus respectivas reuniones del mes pasado, tanto la OLP como Fatah, la facción mayoritaria y con mayor ascendiente sobre la AP, estaban enteramente comprometidas con la realización de elecciones en tiempo y forma. Aun así, no habían dejado de entrever que podían verse comprometidos si sus connacionales de Jerusalén oriental –150.000 según la Comisión Central de Elecciones de Palestina, y en particular los aproximadamente 6.300 que tendrían que votar en correos jerosolimitanos de Israel– no fuesen parte del ejercicio, un retroceso frente a lo acontecido en 1996 y 2006.

Si bien Israel hizo oídos sordos a los llamados palestinos favorables a la participación de esa fracción de electores jerosolimitano orientales –participación que dejaba sentado el reclamo palestino sobre parte de Jerusalén como capital de su futuro Estado–, una respuesta israelí afirmativa era para la AP la que se imponía dados los acuerdos israelo-palestinos de Oslo (1993-1995). Mientras un portavoz del premier israelí hizo saber que no había habido ningún anuncio formal al respecto, un funcionario palestino declaró que la solicitud de la AP había sido denegada. Mejor cultor del savoir faire, Nadav Argaman, jefe del servicio de seguridad interior de Israel, notificó a Abbas que Israel no se expediría hasta estar instalado el nuevo gobierno hebreo, cosa altamente improbable antes del 22 de mayo. En tanto que transicional, el actual estaría inhabilitado para tomar tal decisión.

Luego de la tercera eclosión árabe-israelí (1967), el Estado hebreo anexó el recién ocupado sector oriental de Jerusalén, quedando la ciudad, con sus secciones occidental y oriental incluidas, eventualmente considerada como la “indivisa” y “sempiterna” capital israelí. Dada la ilegalidad de la anexión para la comunidad internacional (con exclusión de Estados Unidos desde la presidencia de Donald Trump, y Guatemala) los adjetivos entrecomillados son mejor reflejo de una expresión de deseo israelí. Con el trato selectivo –favorable en ciertos casos, desfavorable en otros– de las obligaciones hebreas surgidas de Oslo, no es de extrañar que Abbas aclarase repetidamente que las elecciones no ocurrirían de excluir a los jerosolimitanos orientales.

Israel, interesado en mantener anestesiada la sensibilidad mundial hacia la cuestión palestina, menos aún desea que Hamas –partido islamista que gobierna en Gaza desde 2006, tal como Fatah lo hace en Cisjordania– extienda su ascendiente allí, igualando o superando su triunfo anterior sobre esta facción laica del nacionalismo palestino. Tal temor a Hamas ayuda a explicar la ausencia de elecciones, tanto antes como ahora.

Por añadidura, Hamas reconoce al Estado hebreo de hecho toda vez que ambos negocian distintos asuntos. Prefiriendo leer lo implícito como equivalente al no reconocimiento, los israelíes desinteresados en la autodeterminación nacional palestina exigen un reconocimiento explícito, además del abandono de la lucha armada, convenientemente catalogada como terrorismo. Lo mal que le fue a la OLP desde avenirse en 1993 a reconocer explícitamente a Israel y rechazar el terrorismo no podría servir más que de pobre aliciente para Hamas, entretanto descalificado como organización terrorista, como si la amnesia pudiese ocultar la realidad. Con sus víctimas civiles, la lucha armada fue practicada, entre otros, por el Etzel, organización predecesora del Likud, el partido del premier Benjamin Netanyahu. Sirvan de ejemplo la voladura durante el período preestatal del hotel King David en Jerusalén, con casi una centena de muertos, y el asesinato impune meses después, post-independencia de Israel, de un mediador de Naciones Unidas (ONU) a manos del Lehi, banda de la que provendría un eventual premier hebreo, Yitzhak Shamir. No sorprende pues que el no mencionado opus de Menahem Begin, La revuelta, líder del Etzel y eventual premio Nobel de Paz, cuya incumbencia como jefe de gobierno israelí coincidió con la matanza de no menos de 450 civiles palestinos en Sabra y Chatila por socios libaneses del Estado hebreo, integra la bibliografía consultada por distintos interesados, argentinos incluidos, en el estudio y praxis de la lucha armada.

Lejos de ser sólo israelí, el temor a la influencia de Hamas es compartido por otros, entre ellos Estados Unidos, Egipto, países árabes adicionales y la AP. Es que Fatah se ha visto debilitado desde que la AP, entrenada por la CIA, tomó a su cargo la prevención de ataques armados palestinos contra Israel y sus asentamientos, también decididamente ilegales para el concierto internacional. Ello volvió a la AP en tercerizado a cargo de evitar los ataques anti-israelíes, mientras se extienden en Cisjordania por ejemplo los asentamientos hebreos. Por añadidura, Fatah se ha visto desgastado por alegaciones de corrupción, algunas con el propio Abbas como denunciante.

Más allá de amenazar con constreñir las tierras a disposición de un Estado palestino, tales reducciones ilegales han contribuido al esmerilado de la solución biestatal, con algunos de los proponentes israelíes de un Estado palestino volcándose por una confederación israelo-palestina. De alguna manera, esta remite a la idea post-1967 de una confederación israelo-palestino-jordana para atenazar al nacionalismo palestino.

Así las cosas, no son de extrañar los desprendimientos de Fatah representados por Libertad y Futuro respectivamente. A decir verdad, la treintena de participantes en la elección diferida eran, de una u otra forma, subsidiarias de Fatah a ojos de la inteligencia israelí, una exageración que pasa por alto que estas podrían debilitar a Fatah, incrementando las perspectivas de un triunfo hamasiano.

Libertad, la primera de las listas mencionadas, tiene a la cabeza a Nasser al-Qudwa, ex canciller palestino y sobrino del fallecido dirigente histórico de la OLP, Yasser Arafat. Más amenazador para Abbas es el hecho de que el número dos de Libertad fuese un dirigente altamente popular de Fatah, Marwan al-Barghouti, equiparado desde tiempo atrás con Nelson Mandela. Claramente limitado por las cinco condenas israelíes de cadena perpetua que carga consigo, sigue siendo sin embargo para muchos el candidato a presidir Fatah y/o la AP.

A su turno, Futuro cuenta con Samir Masharawi como líder y con el académico Sari Nusseibeh –ex rector de una casa palestina de altos estudios, la Universidad de al-Quds– como número dos. Detrás de ambos está su patrocinante, Mohamad Dahlan, ex jefe de Fatah en Gaza y otrora ministro de Seguridad es un ex protégé de Abbas, caído en desgracia en 2011. Desde su expulsión, Dahlan se exilió en Emiratos Árabes Unidos (EAU), donde supo ganarse la confianza de Mohamed bin Zayed al-Nahyan, príncipe heredero de Abu Dhabi y actual gobernante de hecho de EAU. Que Dahlan no oculta su aspiración presidencial lo dio a entender, por ejemplo, al medio emiratí al-Arabiya, de propiedad saudí, lo que acaso permita verlo como posible caballo emiratí-saudí. En apoyo de esa hipótesis están las vacunas anti-covid para Palestina, cortesía de EAU, y la protesta emiratí por las recientes restricciones israelíes al acceso de fieles a la mezquita de al-Aqsa, la tercera más importante del islam.

A propósito de la cuestionada reluctancia gubernamental israelí de vacunar al total de los palestinos de los territorios ocupados, esta es una de las obligaciones de toda potencia ocupante, según varias fuentes israelíes. Pero el Estado hebreo se ha limitado esencialmente a inocular a los 130.000 palestinos que cruzan a diario para trabajar en su economía, en demasía de aquellos con status de residentes en el Jerusalén anexado, y la ciudadanía palestina del Estado hebreo. Esa refractariedad llevó a una comentarista de un medio estadounidense a catalogar a Israel como coronapartheid, caracterización compartida en cuanto al apartheid se refiere por B’Tzelem, ONG israelí internacionalmente reconocida por su labor contra el pisoteo de los derechos humanos de los palestinos bajo ocupación, y la estadounidense Human Rights Watch, entre otros. El requerimiento de esta última de un pronunciamiento de la Corte Penal Internacional y la ONU ameritó esta semana un rechazo del Departamento de Estado, menos acrítico de Israel, empero, que los ataques del entonces Presidente Trump contra los críticos del Estado hebreo en la ONU.

Con prescindencia de las aspiraciones de Dahlan, ni duda cabe que su lid para llegar a encabezar la AP, y aquella de Barghouti, le costarían votos a Fatah, sin necesariamente garantizar un recambio de Abbas. De hecho, Dahlan está impedido de participar en el proceso electoral al estar procesado por corrupción en una corte palestina. Aunque los cargos levantados en su contra fueron denunciados por el acusado como políticamente motivados, dichas denuncias no permiten ocultar que una medición de opinión palestina halló que la aprobación de Dahlan no excede el 7%, en tanto que Barghouti atrae al 22%. Dichos números podrían subir en caso de entente entre Hamas y alguno de los escindidos de Fatah.

De acontecer, las elecciones podrán ganarle cierta cuota de legitimidad a la AP de cara al pueblo palestino y otros. Ello en momentos en que Joseph Biden, actual ocupante de la Casa Blanca, ha revivido el compromiso estadounidense con la solución biestatal de la cuestión palestina y renovado la asistencia económica que Trump había cortado en represalia al rechazo palestino de los bantustanes contemplados como su Estado en el esquema trumpiano. Las elecciones también podrían significar un pequeño acercamiento entre secciones del nacionalismo palestino laico y su contraparte islamista, pudiendo redituarle a Fatah la recuperación de algún espacio gazitano. Para Hamas, el acercamiento involucraría al sector proclive a la negociación con Israel de una tregua prolongada, casi perenne, y la solución biestatal, nada de ello suficientemente interesante para Netanyahu.

En cambio, el recurso a la posposición a futuro indefinido intima que a ojos de Fatah, así como de israelíes, estadounidenses, egipcios et al, las elecciones, de realizarse, permitirían que Hamas se haga de una posición en la AP, y no a esta de recobrar cierta autoridad en Gaza. Entonces, las chances ahora son de más violencia, expandiéndose la ira palestina desde Jerusalén a Cisjordania y Gaza a causa de restricciones de acceso hebreas a al-Aqsa, sea para rezar o romper el ayuno de Ramadán. Todo ello mientras efectivos israelíes se hicieron de los minaretes para silenciar el llamado a la oración. Para colmo, la policía israelí permitió una demostración de ultraderechistas hebreos coreando “Muerte a los árabes” y “Váyanse”, que degeneró en violencia.

Con ese trasfondo, Alaa Tartir, director del programa de la red palestina al-Shabaka, piensa en los esfuerzos necesarios para lograr “la consolidación de objetivos colectivos basados en un programa liberador del colonialismo”. Desde un ángulo favorable a la AP y opuesto a Hamas, Amos Gilad, ex jefe de Asuntos Político-Militares del Ministerio de Defensa en Tel Aviv, pronostica que ausente de diálogo israelo-palestino “y sin avances económicos o políticos […] la AP continuará debilitándose y la violencia irrumpirá”.

Más que una solución consensuada, la no menos difícil opción es un arreglo impuesto por las grandes potencias en nombre de la comunidad internacional, versión corregida y aumentada del ultimátum estadounidense-soviético que paró la invasión israelí a Egipto (1956). Ello, empero, no acontecerá mientras las prioridades estadounidense-rusas sean otras, las washingtonianas por ahora limitadas a sólo evitar la desestabilización mesoriental.

Son muchos, pues, los que sierra en mano parecen intentar serrucharle el piso a la AP de Abbas, más que a asistir a la causa palestina.

 

 

 

 

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