Fantasmas en la máquina
El significado político de la inflación del 29% anual como hipótesis del presupuesto nacional
Cualquier observación desapasionada del promedio del comportamiento opositor durante la pandemia concluirá que el rasgo distintivo de la derecha argentina es el de una espeluznante irracionalidad. Es verdad que no hacía falta semejante desgracia para tomar nota de que el desbarro ha sido siempre el distingo de un proceder necesario de la derecha gorila, en vistas de que su objetivo perenne es el de hacer viable la indigerible Argentina para pocos. En todo caso, esto lo corrobora una vez más de la peor manera, en la peor circunstancia. Y eso a pesar de la gran evolución que significó que desde hace unos lustros la sustancia del golpismo aceptara jugar el juego democrático según las reglas acordadas por todos los participantes.
Hay un punto importante a tener en cuenta en la contradicción entre el país para todos y el país para unos pocos, en la que el primero prevalece y derrota fuerte al segundo, que hace a los procesos políticos que por definición no le aseguran a nadie tener compradas victorias irreversibles. Esta ambivalencia refiere al tiempo relativamente prolongado que le toma a la ciudadanía de a pie percibir las notables diferencias entre las bellas promesas y las feas realidades que caracterizan a la derecha gorila en cuestiones económicas y geopolíticas, y determinar las consecuencias de sus irracionalidades. Esto se confronta con la inmediatez del pico de la pandemia, durante el cual debería poder identificarse con facilidad la opción por la muerte. Sin embargo, está visto que en asuntos de disputas políticas arquitecturales no es cuestión de diferencias en los lapsos de tiempo para que las mayorías puedan acceder a una visión cabal de la realidad y actuar en la consecución de sus mejores intereses, sino de conciencia política, sin la cual cuando se cae una careta todo lo que puede pasar es que se agota esa experiencia política, y si no tiene reemplazo la crisis se haga crónica.
Si no fuera así, la actividad política para organizar a las mayorías en un programa de transformación que deje atrás el capitalismo de cinco o seis dólares la hora salarial promedio, para llevar las remuneraciones al nivel de las democracias industriales en el menor tiempo posible, sería una actividad advenediza, anti-económica. De hecho, sin organización política no es posible darle batalla en la cultura al sentido común vigente, que es la base de conservación del inicuo orden imperante y proceder a disputar la hegemonía. Una porción considerable de la balacera que le entra al movimiento nacional indudablemente proviene de una inescrupulosa guerra psicológica que incorpora lo más avanzado entre las técnicas disponibles. Medios no les faltan. Pero la otra parte, esa que da la sensación de que las balas entran como el cuchillo a la manteca, se debe a la falta de suficiente trabajo político en las distintas clases y sectores.
Ahora bien, sin el arma teórica para guiar la praxis, la transformación puede darse pero obedecería a la pura fortuna. El movimiento nacional está en mora respecto del entramado teórico que dote de verdadera solidez a la acción política. La tradición que reúne el materialismo histórico como ciencia general de la sociedad, para enfocar con un ángulo más adecuado que el de la herencia afrancesada abrumadoramente prevaleciente de seccionar las ciencias sociales en ingenierías que atienden los diversos aspectos del quehacer humano, no ha recibido todo el aporte que necesita desde la cultura nacional. Esa contribución es imprescindible, puesto que la universalidad de la teoría económica y de la disciplina histórica sienta las bases necesarias pero no suficientes para poner en marcha una política para elevar los ingresos de la mayoría haciendo sostenible el proceso mediante la sustitución de importaciones.
En este mundo de desarrollo desigual, los bajos salarios del sur una vez establecidos se impusieron para quedarse y reproducir el sistema al amparo de esa lógica asimétrica. Cada tanto la periferia entra en crisis porque el capitalismo hasta cierto punto no necesita subir los salarios para continuar desarrollándose: le alcanza con el consumo de los pudientes y las exportaciones. Pero ese punto se satura y ya no es posible seguir sin aumentar los salarios o condenar a más pobreza a las mayorías y que todo vuelva a empezar. La segunda opción es la más frecuentada porque el desarrollo de la periferia como un todo es imposible. De la misma forma que se aplaude que aparezcan unicornios porque no se teme que un día el conjunto de los proletarios se conviertan en propietarios, el sistema puede aguantar el desarrollo de ciertos países de la periferia que no comprometen su equilibrio de poder mundial. La Argentina está en condiciones, dado que su geografía le permite abastecerse de energía y alimentos. Para el grueso de los países subdesarrollados normalmente al crecer los ingresos aumenta la demanda de los dos ítems, que deben ser importados. Así se estropean las cuentas externas hasta tornar imposible la importación y las posibilidades del desarrollo quedan obturadas.
Keynes y los fantasmas
Únicamente aquellas sociedades con posibilidades de desarrollarse y que cuenten con un movimiento nacional consciente de sus responsabilidades podrán desde la cultura nacional diseñar el camino conceptual que posibilite ir aumentado el poder de compra de las remuneraciones de los trabajadores. Nadie hará por nosotros lo que nos corresponde hacer porque es de nuestro exclusivo interés.
Un episodio que permite ubicar en dónde estamos parados es la hipótesis de la inflación del 29% anual inserta en el presupuesto nacional. En la aproximación al tema, huelga tener presente dos ideas volcadas por Lord John Maynard Keynes en el capítulo 24 con el que cierra su célebre Teoría General de la Ocupación, el Interés y el Dinero de 1936, titulado “Notas finales sobre la filosofía a que podría conducir la teoría general”. Ni bien comienza ese capítulo, Keynes manifiesta que “los principales inconvenientes de la sociedad económica que vivimos son su incapacidad para procurar plena ocupación y su arbitraria y desigual distribución de la riqueza y los ingresos”.
La segunda es la del párrafo del final del capítulo 24, tan a menudo citada como olvidada en su aplicación, en el que Keynes advierte que “las ideas de los economistas y los filósofos políticos, tanto cuando son correctas como cuando están equivocas, son más poderosas de lo que comúnmente se cree. En realidad el mundo está gobernado por poco más que esto. Los hombres prácticos, que se creen exentos de cualquier influencia intelectual, son generalmente esclavos de algún economista difunto [Así es como] tarde o temprano, son las ideas y no los intereses creados las que presentan peligros, tanto para bien como para mal”.
Significado del 29%
Irónicamente la inflación verdadera de Keynes es un concepto en el que se ampararon los partidarios de la austeridad contra todos los males de este mundo. Para Keynes, en tanto haya factores de producción desempleados los precios no se mueven; si además no baja la productividad de esos factores, incentivar el consumo se impone para sacar a la economía del eventual marasmo. Los precios únicamente aumentan cuando se alcanza el pleno empleo. Entonces, aumentar el consumo deja de ser benéfico y es aquí donde la economía se encuentra en lo que Keynes denominó la verdadera inflación.
Algo que era impensable para el propio Keynes es que la misma recesión empuje al alza los costos. En todo lo que emplaza en el seno de la inflación verdadera, la que ocurre más allá del umbral del pleno empleo, Keynes hace suyo el dogma neoclásico de los costos crecientes en el que se basa. El postulado de los costos crecientes aleja todas las preocupaciones en el campo neoclásico tanto de los monetaristas como los de los contrincantes. Si la austeridad no hace bajar los precios por la compresión de la demanda, los hará bajar por la disminución del volumen de la producción y por lo tanto de los costos unitarios. Menos se produce, menos cuesta. En la realidad las cosas funcionan de manera muy diferente. En la producción moderna lo costos fijos son tan importantes, tan elevados, que la mínima caída de la producción provoca un agravamiento importante de los costos unitarios.
Entonces, inflación verdadera o la inflación por la demanda no puede registrarse en condiciones de subempleo como las de hoy en día. El problema es que en la base de la filosofía antiinflacionaria heredada de los fantasmas de los economistas difuntos se encuentra una asimilación falaz entre inflación y aumentos de precios. Si se acepta que toda inflación tiende a conllevar un aumento de los precios, la recíproca no es verdadera. Toda alza de precios no tiene necesariamente por causa a la inflación: puede ser debida a un aumento estructural de los costos, provengan estos de una modificación de las condiciones técnicas de la producción o una variación en las tasas de remuneración de los factores.
En razón de lo antedicho, la distinción entre inflación verdadera y simple alza de precios es un punto sustancial. No se trata simplemente de diferenciar, como se afirma habitualmente, dos causas paralelas del mismo fenómeno: los factores-demanda y los factores-costo de la inflación. No se trata de dos tipos de inflación sino de inflación propiamente dicha por una parte, y aumento de precios por la otra parte, lo cual no solamente no tiene nada que ver con la inflación sino –y es esto lo que es importante– puede acomodarse perfectamente a su contrario: la deflación.
Sobre la base de esta lógica se infiere que únicamente el encarecimiento de precio tan abarcador como el del dólar puede explicar el alza general de los precios acompañando la recesión. El dólar engendra a la vez el alza de los precios por su incidencia sobre los costos de producción y la deflación por su accionar sobre las cuentas externas de la Nación. También, junto al dólar, son susceptibles de generar un alza general de precios, en tanto factores de costos, los salarios y todos los otros factores cuyos precios son fijados de modo exógeno: vivienda, intereses, impuestos, etc. Como en el caso de los salarios, esta alza de precios, impropiamente llamada inflación, no tiene nada que ver con la inflación strictu sensu y puede ser muy bien compatible y coexistir con su contrario. Esta última combinación –con su contrario– es la que precisamente constituye la estanflación.
Con este esquema se advierte que la principal objeción al alza de precios del 29 % anual proyectada en el presupuesto (léase que ya es inalcanzable) deja a un lado el serio problema político que significa el mismo 29 % aún si se concretara. En las relaciones capitalistas de producción se gana en función de lo que se gasta y son los precios los que dependen de los salarios. De manera que ese porcentaje del 29% objetivamente organiza la deflación. Abate el costo de los factores, los que necesitan imperiosamente ser aumentados. Estratégicamente es un non sequitur. Pero es lo mejor, aun en su impertinencia, que la conciencia política realmente existente pudo parir. Alerta bien en dónde estamos situados y hacia dónde debemos fijar el rumbo. Ese derrotero trazado por el acuerdo de fondo de las mayorías nacionales es el que baña de realidad todas las ficciones posibles enunciadas con relación al FMI, el pasivo externo y demás deudos del atraso.
Cuando se hace cargo del gobierno, el movimiento nacional por lo común tiene que sobrellevar el desastre que hizo la espeluznante irracionalidad de la derecha gorila; la actualidad pandémica no fue la excepción. En tales situaciones no hay más remedio que patear el tablero de los precios; barajar y dar de nuevo a efectos de que los precios bajen encontrando su real centro de gravedad. Para hacerlo hay que tener el arma teórica que encienda la luz al final del túnel y el poder político que lo haga posible. De lo contrario comienza la rarefacción en el paisaje económico y social, la falta de resultado tangibles tienta a buscar adversarios, enemigos o culpables donde no los hay porque no los puede haber, y finalmente la crisis política se yergue amenazante en el horizonte.
En lo que queda del día, si la inflación se agrava en lugar de calmarse, tal y como viene la mano, la búsqueda de credibilidad política que se escurre en la aciaga coyuntura como agua entre las manos es muy probable que induzca a concluir que las restricciones aplicadas hasta el momento no han sido lo suficientemente drásticas y reforzarlas. Mientras la falta de crecimiento es en sí misma causa del espejismo de inflación tomada por verdadera, debido a que los costos suben cuando baja el volumen de producción y le mete presión al dólar, lo que realimenta el proceso; las medidas deflacionistas se convierten en un proceso que se autojustifica produciendo la situación misma que las vuelve necesarias.
El movimiento nacional tiene el mandato histórico de dejar atrás el subdesarrollo, la derecha gorila de conservarlo. La dialéctica inflación-deflación es un mero reflejo de esa profunda contradicción política cuya síntesis cabal se encuentra en hacer funcionar a pleno y a favor de los trabajadores esa máquina de crecimiento que es el capitalismo.
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