No olvidar ni pecar por omisión
Se cumple un nuevo aniversario del genocidio armenio y Turquía no reconoce su responsabilidad
No podemos tolerar que no haya memoria activa sobre los genocidios para que no vuelvan a suceder. En ello también se debe trabajar fervientemente y no permitir nuevos genocidios, como el que se está dando ahora, en un silencio del mundo que aturde, respecto de la muerte de los ancianos indígenas de la zona amazónica. Repárese que Manaos, donde está la sepa más virulenta del coronavirus, es la puerta de entrada y salida del río Amazonas, por lo que a las tribus originarias que habitan en el interior de la amazonía las toma sin defensas, sin la infraestructura adecuada para defenderse del Covid-19, y particularmente los ancianos no tienen posibilidad alguna de sobrevivir.
También en la memoria básica esencial hay que recordar que el 24 de abril de 1915, conocido como el “Domingo Rojo Armenio”, se toma como el inicio del genocidio armenio propiamente dicho.
El imperio Otomano, desde un nacionalismo extremo, trabajó por una “unión sagrada de la raza turca” con un solo pueblo, una sola Nación y un solo idioma. Desde la perspectiva racista, los pueblos, esencialmente de creencia cristiana, que no eran de la raza turca y hablaban otros idiomas como el armenio (los armenios), el arameo (los asirios-siríacos) y el griego (los griegos), no encajaban en la consolidación de una nación que se consideraba superior y pretendía ser homogénea con la elite gobernante. Ello se tomaba como excusa macabra para llevar adelante las atrocidades que se cometieron.
Mehmet Talaat Pashá, el ministro del interior turco, en una reunión del Comité de gobierno Unión y Progreso (CUP), mocionó “el exterminio de los armenios hasta el último individuo”, que se aprobó por unanimidad. Ordenó que se llevara adelante la masacre genocida con un telegrama simple, escueto y cruel, que resumía el objetivo querido contra el pueblo cristiano: “Yak-Vur-Oldur” (quemar, demoler, matar).
Lo que siguió se puede significar por ejemplo con casos como el de Cevdet Bey, gobernador militar de la provincia de Van, quien a fines de 1915, a la entrada de la ciudad de Siirt, poblada por asirios y armenios, acompañado por un batallón de 8.000 soldados que se denominaban a ellos mismos “el batallón de los carniceros”, ordenó la masacre de los miles de cristianos que vivían allí.
En 1918, cerca de 15.000 armenios fueron masacrados en Bakú, en Azerbaiyán.
La población asiria del norte de Mesopotamia fue desplazada y masacrada por las fuerzas otomanas (turcos y sus aliados kurdos). Al pueblo de Qochanis, que era un centro religioso asirio, se lo destruyó completamente.
Lo referido se dio entre tantos otros hechos aberrantes que les tocó sufrir a los perseguidos cristianos.
Talaat Pashá señalaba el 9 de marzo de 1915: “todos los derechos de los armenios de vivir y trabajar en suelo turco han sido cancelados. Con respecto a esto el gobierno toma la responsabilidad y ordena no hacer excepciones de ninguna especie, incluyendo las criaturas recién nacidas... Sírvanse evacuarlos, ya sean mujeres o niños incluyendo a los incapacitados físicos... Podrán ser tomadas medidas directas, sin mayores miramientos...”. Estas referidas medidas directas eran el fusilamiento en el acto de aquellos o aquellas que no acataran las órdenes.
En dichas deportaciones, en principio, muchas veces a los hombres se los detenía y asesinaba antes de partir. Al resto se los sometía a las llamadas “Caravanas de la Muerte”, que consistían en interminables caminatas, a veces realizadas en círculo, para no llegar nunca a destino. A participar de esas marchas también se obligaba a enfermos, minusválidos, mujeres embarazadas, ancianos y niños.
Durante el proceso de destierro, una enorme cantidad de armenios murió de hambre, deshidratación, enfermedades, inclemencias climáticas y por la violencia en el trato. A muchos se los abandonó en el desierto de Der Zor y a otros directamente se los asesinó en los lugares en donde se los reubicaba. Las violaciones sexuales y otros actos de abuso sexual eran muy comunes contra las mujeres deportadas. Muchas jóvenes mujeres y niñas, en ciudades y pueblos, fueron raptadas o vendidas a los harenes turcos y kurdos.
En definitiva, en manos turcas-otomanas, desde 1915 a 1923, se eliminó 1.500.000 de civiles armenios, casi toda la riqueza del pueblo armenio le fue confiscada o robada y miles debieron huir a refugiarse en otros países vecinos a vivir precariamente.
En este genocidio murieron también 500.000 cristianos siríacos, en la denominada Sayfo (en arameo significa “espada”) y 350.000 griegos ortodoxos.
La Argentina, mediante la Ley Nacional 26.199, declaró el 24 de abril de todos los años como “Día de acción por la tolerancia y el respeto entre los pueblos”. La norma dice que es “en conmemoración del genocidio de que fue víctima el pueblo armenio y con el espíritu de que su memoria sea una lección permanente sobre los pasos del presente y las metas de nuestro futuro”. También ha habido reconocimientos en el mismo sentido a nivel municipal y provincial.
Hay que resaltar que, con motivo de la conmemoración del centenario del genocidio, la Iglesia apostólica armenia, el 23 de abril de 2015, canonizó a 1.500.000 de armenios que fueron masacrados, fusilados o murieron de hambre o de diversas maneras, pero manteniendo su fe cristiana, con motivo de la persecución genocida turco-otomana.
Turquía no reconoce el genocidio y, en los hechos, mantiene hasta hoy su objetivo de eliminar a los armenios y también sacarlos de la tierra que a ellos les pertenece con métodos crueles, como el aliento y ayuda directa dada en la guerra de Nagorno Karabagh, en una alianza estratégica con Aserbaiyán. También Turquía ha trasmitido su postura a los azeríes en general y en particular a su ejército. Así, el presidente azerí Ilham Aliyev no oculta su fanatismo de odio en contra los armenios, haciendo afirmaciones tales como que “(sus) mayores enemigos son los armenios del mundo”. Todo ello en sintonía con la estrategia de un panturquismo llevada adelante por Recep Tayyip Erdoğan, presidente de Turquía.
No perder la memoria y menos permitir nuevos genocidios debe ser el objetivo civilizador que nos guíe como humanidad, y en ello no pecar por omisión ni olvidar.
* El autor es abogado constitucionalista y periodista.
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