Una gran matemática, pero además escritora y defensora de los intereses de las mujeres en el siglo XIX
En memoria de mi vieja
Este es un momento diferente en la historia de la humanidad. En todas partes del planeta hay múltiples manifestaciones en defensa de los derechos de la mujer. No importa el ángulo, cualquiera que uno elija, siempre hay alguna historia para representarlo, y me refiero no solo a los abusos sexuales sino a los ‘abusos en general’, a la minimización y denigración/segregación de la mujer en todos los aspectos posibles.
Como un aparte, me interesa señalar acá que mi madre, inmigrante polaca, escapando de lo que terminaría con la vida de toda su familia (salvo sus padres, hermano y hermana), recaló en la Argentina en 1934. Su padre había viajado siete años antes, en 1927. Solo. Llegó a Buenos Aires pero viajó al Chaco, más precisamente a Villa Angela. Y desde ese lugar intentó juntar el dinero suficiente para poder traer a toda su familia y de esa forma salvarla del nazismo. Lo logró a principios de 1934. Le alcanzó para enviar el dinero y traer a su mujer y tres hijos, a quienes no había visto durante ese tiempo: ¡siete años! El periplo de mi madre y su familia directa fue que se embarcaron del pueblo en el que vivían (Berezhno) en lo que en ese momento era Polonia pero a lo largo del tiempo ‘le perteneció’ a diferentes países y desde allí, en tren, llegaron a Varsovia (que era la capital de Polonia), y siempre en tren fueron hasta París hasta llegar a Cherburgo. Ese era el puerto. Desde allí se embarcaron en un barco inglés de nombre Alcántara. Viajaron en tercera clase. Mi madre recordaba que le habían regalado un libro particular que conservó toda la vida: un ejemplar de La Cabaña del Tío Tom, con dedicatoria incluida. Ese libro, que todavía conservamos, fue su único contacto con ese viaje.
Aunque no esté ligado específicamente con la historia que quiero contar acá, hubo dos momentos particulares que quiero compartir. El primero sucedió en Brasil. En una de las escalas, mi madre me recordaba que ni bien llegaron a Río de Janeiro, una multitud se acercó al puerto. No entendían nada. ¿Qué podría pasar para que hubiera tanta gente congregada para esperar un barco? Lo que ella supo después fue que en ese mismo barco, donde ellos habían pasado esos 21 días, viajaba también desde Europa Getúlio Vargas, quien en ese momento era el presidente brasileño. Eso daba respuesta a una de las preguntas.
Después mi madre, con su propia madre y tres hermanos, se fueron a Villa Angela, en el Chaco, para encontrarse con su padre. Pero se produciría un drama inesperado. Siete semanas después… digo, después de estar siete años sin ver a su familia, mi abuelo materno se enfermó de neumonía y ¡se murió! Sin que ninguno de ellos hablara castellano, recién emigrados, se encontraron en una situación desesperante.
Se volvieron a la Capital para instalarse en el barrio de Villa Crespo, donde vivía la mayor concentración de emigrantes judíos del país. La idea de mi abuela materna era volver a Polonia. Mi madre se plantó en una reunión familiar y el diálogo tuvo características de este tipo: “Ustedes vuelvan si quieren. Yo no me voy a ninguna parte. Yo me quedo acá”. Y se quedaron.
Gracias a esa decisión que mi madre tuvo la valentía de enfrentar, yo puedo seguir escribiendo y esta parte de mi familia existe. El resto lo perdimos en la guerra.
Pero para completar esta historia tan personal (ignoro por qué estoy escribiendo tanto sobre ella), después de algunos meses y cuando aún el proceso de adaptación estaba en un momento crítico, volvieron a enfrentarse a una segunda manifestación, increíblemente multitudinaria.
Columnas de personas que se contaban en los miles comenzaron a congregarse en la avenida Corrientes. Para aquellos que conocen la Capital Federal (y si no, no importa), el barrio de Villa Crespo está muy cerca del mayor cementerio que tiene la Argentina: el cementerio de Chacarita.
Esta nueva manifestación se originó en algo totalmente diferente. No había presidente ni figura política que motivara la congregación. El 24 de junio de 1935, en un accidente aéreo moría Carlos Gardel. Tuvieron que pasar más de ocho meses, y recién el 5 de febrero de 1936, después de infinitos trámites burocráticos, transportado ‘a pie’ por esa misma multitud, en un miércoles lluvioso y con gente llorando y entonando las canciones más famosas, enterraron a Gardel.
Esos dos episodios marcaron a mi madre. Ella siempre supo que –por razones que se me escapan— no quería vivir ‘a la sombra’ de un hombre, sintiéndose menos. En todo caso, estaba claro en mi casa que mis padres no solo formaban un matrimonio, sino que eran pares, amigos y que defendían intereses comunes.
Mi madre me enseñó a manejar, me enseñó música, me llevó a estudiar patinaje sobre hielo (aunque no nieva en Buenos Aires) y si bien no pudo terminar sus estudios universitarios (mi padre tampoco), fue tenedora de libros y defensora de los intereses de las mujeres. Me honra saber que mi hermana y yo somos hijos de nuestros padres, fuertemente adelantados a su época, y ni que decir que los dos venían de familias tan diferentes: mi padre de una familia italiana católica (tanto que él fue durante un tiempo monaguillo de la iglesia), y mi madre, como queda dicho, judía polaca. Pero lo extraordinario es que ambos fueron claramente ateos, comunistas y defensores de los intereses de los trabajadores. La educación que nos dieron no solo nos enorgullece a nosotros, sino que tendría que ser la norma y no la excepción a la que todo niño que nazca en cualquier parte del mundo debería tener garantizado. Y es por eso que acá y ahora, al hablar de Sofía Kovalevskaya, necesité también recorrer mi propia historia familiar, para que se entienda un poco más que cada vez que me enfrento con situaciones como las que voy a describir, más allá de lo que parece una anécdota, le otorgo una profunda importancia personal y me toca fuertemente.
Sofía Kovalevskaya, también conocida como Sonia Kovalevskaya, no solo fue una gran matemática sino también escritora y defensora de los intereses de las mujeres en el siglo XIX. Más aún: Kovalevskaya terminó siendo la primera mujer matemática que ofreció Rusia y la primera también que puso en duda lo que hasta ese momento era el sentimiento común (no solo allí sino en toda Europa): "La mujer es inferior y no está en condiciones de competir con el hombre en el ámbito científico". Tan brutal como suena.
Su padre era un general de artillería y su madre una mujer muy bien educada y de una cultura que describían como asombrosa, pero hasta ahí. Lo que también queda claro es que de alguna forma estaban conectados con la nobleza rusa a tal punto que entre los que frecuentaban el círculo de amigos estaba nada menos que Fedor Dostoievsky.
Hoy todo es más fácil. En aquel momento hubo mujeres (como Sophie Germain [1]) que tuvieron que esconder su condición de tales para poder ser siquiera consideradas o que alguien les prestara atención. Me cuesta trabajo aceptar (pero evidentemente es un problema mío), que lo que se haya juzgado no es el producido científico sino la autoría. Difícil por un lado y dramático por el otro. Pero me desvié. Sofía nació en el año 1850, la hija del medio, con dos hermanas (una mayor y otra menor), pero esa condición, la de estar ‘en el medio’, la hizo perder sistemáticamente frente a la fascinación que producía en su entorno el encanto de su hermana mayor (Anya) y la gracia que tenía la hermana menor (Fedya). En lugar de ser criada por sus padres, a Sofía le asignaron una gobernanta. (¿Se seguirá diciendo así?).
Su exposición a la matemática comenzó desde muy joven, y fíjese de qué forma tan curiosa. Su padre tenía empapelada las paredes de la habitación de Sofía con escritos de charlas y clases que había dado Ostrogradski, pero no eran notas sobre poesía, literatura o siquiera historia. Eran charlas sobre Análisis Diferencial e Integral. Su tío Pyotr fue quien la comenzó a estimular porque lo que ella leía en las paredes, cuando tenía ¡11 años!, la invitaba a tratar de entender.
La seducción que la matemática comenzó a tener en la vida de Sofía la hizo escribir: “Siento tal atracción por la matemática, es tan intenso, que ya no me interesa nada más de todo lo que tengo o tendría que estudiar”.
Para que esta historia tenga sentido, hubo alguien que comenzó a oponerse fuertemente a esta inclinación de Sofía. Tal como usted se imagina, fue su propio padre. A partir de ese momento le negó toda ayuda y cooperación externa para que pudiera acceder a más matemática, y la única forma que ella pudo continuar fue leyendo un libro de álgebra que su propio tío Pyotr logró ‘contrabandear’. Sofía solamente podía leerlo cuando el resto de la casa… dormía. Las discusiones entre el tío y el padre llegaron a puntos de serios conflictos familiares. El padre finalmente cedió pero como condición puso que tenía que terminar todas las materias del colegio secundario. A pesar de su inclinación por la matemática, Sofía sabía que el único camino que le quedaba era aceptar las condiciones impuestas.
Pero naturalmente, no sería sencillo. Para estudiar matemática en alguna universidad, no podía hacerlo donde estaba su vivienda. Las universidades más cercanas que podrían (‘potencial… podrían’) darle una chance a una mujer estaban en Suiza, y una mujer joven y encima soltera no sería aceptada, sin siquiera importar su capacidad. Esas eran las normas.
Como en una película, a Sofía no le quedó otra alternativa que buscar con quién casarse y que aceptara sus condiciones. Y lo consiguió cuando se casó con Vladimir Kovalevksy (de allí el nombre de Kovalevskaya en su apellido). Fue en septiembre de 1868. Ambos reconocieron y en forma no necesariamente privada, que el matrimonio había sido … ¡por conveniencia!
Se quedaron en Petersburgo durante un tiempo pero al final viajaron a Heidelberg, donde Sofía pudo acceder a lo que buscaba: una educación superior que no dependiera solamente de su capacidad para hacerlo solamente por su cuenta. Pero estando en Heidelberg Sofía tuvo una idea que la ayudaría para siempre. Su objetivo (y su obsesión) pasó a ser tratar de contactarse con Karl Weierstrass, en la Universidad de Berlín.
Weierstrass era considerado uno de los mejores matemáticos del mundo. Por supuesto, cuando finalmente supo de la existencia de Sofía, víctima él también del entorno de la época, no la tomó seriamente. Pero claro: Weierstrass era un científico de nota, y la mejor manera de convencerlo no era hablándole ni de mujeres ni de hombres. Weierstrass quería (o quiso) ver algún trabajo de Sofía. Y eso fue suficiente. A partir de allí advirtió del ‘genio’ (sus propias palabras) con el/la que se había tropezado. La universidad seguía sin darle autorización para contratar o incorporar a una mujer, pero a Weierstrass eso ya no le interesaba más: Sofía había llegado para quedarse. La tomó como alumna personal y le enseñó y la dirigió en todo lo que ella necesitaba saber para poder avanzar.
En palabras de ella: “Esos estudios tuvieron la más profunda influencia en toda mi carrera en matemática. Determinaron final e irrevocablemente la dirección que tomaría mi carrera científica. Todo mi trabajo está hecho como consecuencia de la guía de Weierstrass”.
Al finalizar los cuatro años que estuvieron juntos, Sofía había producido tres trabajos originales que hubieran sido más que suficientes para garantizarle el título que ella necesitaba para poder ‘ingresar’ al mundo. El primero de ellos, On the Theory of Partial Differential Equations” (Sobre la Teoría de Ecuaciones a Derivadas Parciales), fue incluso publicado por la revista Crelle, un honor tremendo para un matemático/a desconocido.
Pero recién en julio de 1874, Sofía Kovalevskaya consiguió el título de doctora que le entregó la Universidad de Gottingen. Aunque sea difícil de creer, incluso con este título particular que hubiera sido considerado como la mayor distinción posible, aún con la tutoría de Weierstrass… Sofía ¡no podía conseguir trabajo como matemática!
La historia personal es increíblemente dramática porque junto a Vladimir (su marido), ahora enamorados, volvieron y tuvieron una hija. Sofía dejó la matemática por un tiempo, y se dedicó a escribir… sí, a escribir literatura. Pero aún así no podía conseguir cómo trabajar como matemática [2]. En forma inesperada y acosado por las deudas, Vladimir se suicidó.
Recién en 1883 Sofía tuvo su momento de ‘suerte’, porque a través de un ex alumno de Weierstrass, Gosta Mittag-Leffler, consiguió una posición en Suecia, en la Universidad de Estocolmo. Volvió a casarse, esta vez con Maxim Kovalevsky [3], pero su marido quería que dejara la matemática y se dedicara solamente a él. No creo que haga falta que escriba lo que pasó: le dijo que no. Se siguieron viendo en forma esporádica, pero para Sofía ya no habría vuelta atrás.
Joven aún, el 10 de febrero de 1891, con 41 años recién cumplidos, víctima de episodios severos de depresión y neumonía, sucedió lo inexorable: se murió.
Hoy, cuando ya nada importa, cuando Sofía no vive para experimentarlo, el presidente de la Academia de Ciencias le entregó el premio máximo al cual un científico pueda aspirar. Ciertamente llegó tarde, pero la historia que traté de resumir en estos párrafos pretenden honrar a todas las pioneras que sacrificaron sus vidas para que hoy, todavía hoy, estemos luchando para que los derechos sean igualitarios. Debería avergonzarnos que todavía tenga que librarse este tipo de lucha.
Salud, Sofía. No fue en vano.
[1] https://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-64246-2006-03-14.html
[2] Una anécdota: en un momento determinado Sofía recibió finalmente una oferta de trabajo. Le propusieron ser maestra de aritmética en un curso para niñas en una escuela primaria. Sofía declinó con sarcasmo: “Lamentablemente una de mis debilidades son las tablas de multiplicar”.
[3] Maxim estaba relacionado con su primer marido. Hay discrepancias en las diferentes biografías sobre Kovalevskaya, pero la teoría más aceptada es que Maxim era primo ‘segundo’ de Vladimir. Tampoco queda claro si Maxim y Sofía se casaron formalmente, pero creo que a los efectos de esta historia es poco relevante.
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