Hoy en la Argentina se discuten dos temas económicos que alcanzan un alto voltaje. La deuda con el FMI y la intensa suba de los precios, especialmente de aquellos que tienen que ver con el consumo diario de los sectores populares. Este segundo tema ha convocado a una discusión sobre política y economía. Los partidarios de pensar las cuestiones de la vida social con la mirada tradicional de la economía ortodoxa, le dan preeminencia a la política monetaria y fiscal como instrumento para dominar la suba de los precios —la inflación— y a lo sumo aceptan sin demasiado entusiasmo el establecimiento de medidas sobre la relación precios/salarios, como procedimiento sólo circunstancial.
El Déficit Fiscal
El déficit fiscal resulta la base sobre la que se asienta la pasión de la corriente neoclásica. Tanto en términos del combate a la inflación como de variable macroeconómica estrella para negociar con el FMI. El diagnóstico de los economistas que transitaron, y transitan, la economía neoliberal, se nutre mucho más del sentido común que del análisis científico. Dicen que si el Estado gasta más de lo que recauda y no tiene margen para endeudarse, entonces incurre en déficit fiscal que debe financiar con la creación de moneda doméstica (en nuestro caso pesos). De allí se dirigen derechito a la teoría cuantitativa del dinero y postulan que si la cantidad de dinero aumenta respecto de la masa de bienes existentes, provoca el aumento de los precios. Este modo de razonar no es inocente respecto del sujeto imputado, ya que la responsabilidad sería del gobierno por no disciplinar el presupuesto y equilibrar las cuentas públicas. Sin embargo, a esta mirada tan atrayente e intuitiva como precopernicana, que suena tan verdadera como que el sol gira alrededor de la tierra, se le opone una inversa: que los precios aumentan por decisión del empresariado concentrado que está en condiciones de fijar sus valores en los mercados, esos incrementos desatan una lucha reivindicativa de los sectores de ingresos fijos que reclaman aumentos de salarios públicos y privados e incrementos de jubilaciones y otras prestaciones sociales a cargo del Estado. La demanda de crédito público y privado para atender el nuevo nivel de precios e ingresos de la economía presionaría sobre la necesidad de emisión de dinero por parte del gobierno. Por otra parte si los empresarios que aumentaron precios, y en general consiguieron mejoras en sus ganancias, se resisten a financiar las mayores erogaciones en las que debe incurrir el Estado mediante el pago de mayores tributos, hay un deterioro del saldo fiscal de las cuentas públicas.
La ecuación con la cual se analizan las dos miradas podría ser semejante. Pero el tema no es la ecuación, sino la función que se expresa en la misma con la hipótesis de causalidad fijadas en variables independientes diferentes. Para los que le achacan la culpa al Estado, el pregón clásico de los neoliberales, la variable independiente es lo que imprime la maquinita que tiene el que ejerce el gobierno, mientras que para los intelectuales que se alinean con la economía heterodoxa y la mirada crítica, el problema radica en las decisiones del poder económico concentrado que aumenta los precios y desata un encadenamiento de hechos que desembocan en los fenómenos inflacionarios.
Para los primeros, las variaciones del déficit serían una cuestión de disciplina y equilibrio macroeconómico, para los segundos esos cambios expresarían la puja distributiva y lucha de clases. Pero el déficit fiscal tiene otros costados que merecen analizarse y no sólo los sujetos y acciones que determinan su variación. Es necesario analizar que bajo el supuesto de que se logre cierta estabilidad del mismo resulta una cuestión relevante sopesar cuál es su nivel adecuado y qué evolución se propugna hacia el futuro. Por ejemplo, la Argentina hoy se encuentra en plena pandemia y requiere de un nivel de gasto público extraordinario. Como el resultado fiscal negativo resulta de la diferencia entre lo que el Estado gasta y lo que recauda, es esperable que esa diferencia aumente, a menos que el impuesto a las grandes fortunas se convierta en permanente y pase de la exigüidad de sus alícuotas a niveles razonables, que las retenciones a la soja y sus derivados crezcan en más de diez puntos porcentuales como merecen sus precios internacionales actuales y que se trabaje en una reforma que alcance niveles aceptables de progresividad tributaria, recomponiendo el sistema cuyo proceso de destrucción comenzó la dictadura militar.
Pero si afanarse en reducir el déficit supone construir una política de reducción del gasto público, estaríamos ante un error de concepción por parte del gobierno popular. Y en esto corresponde cierta rigurosidad técnica. No estamos hablando del gasto público en términos nominales. Ni tampoco en términos reales. Sostener el gasto público y no reducirlo significa ponerse el objetivo de su crecimiento en relación al PBI. O sea proponerse como política que el gasto público crezca más que el Producto. Y esto no se trata de la defensa de lo que despectivamente llaman dirigentes del PRO como “Estado planero”. Expresa la vocación de un Estado que aumente la Inversión pública, que haga centro en la Investigación Científica y Tecnológica, que construya un Sistema Único de Salud de excelencia, que mejore los ingresos de los jubilados, que recupere la centralidad en todos los niveles del sistema educativo – cuyo eje debe ser la construcción de ciudadanía, de cultura y de capacidades productivas, en ese orden. Y además que tenga capacidad de regular a la economía concentrada y de frenar el proceso de concentración. La discusión relevante es cómo puede y debe financiarse un proyecto instituyente de estas profundas reformas saludables para la sociedad argentina. El gasto se financia en primer lugar con impuestos. Mencionamos ya las reformas progresivas de estos, pero también debe recuperarse el nivel de aportes patronales a las cajas de jubilaciones. No es necesario un presupuesto equilibrado, pues el equilibrio en sí mismo reporta más a una cultura de remanso conservador que a una virtud de la economía, refiere a una lógica de quietud, a un punto sin movimiento. Sería virtuosa, en cambio, la construcción de un mercado financiero en pesos de volumen al cual pueda también acudir el Estado a financiarse. Nunca debería volver a hacerlo para sus gastos corrientes en moneda local tomando prestado a fondos internacionales en dólares, para terminar en la debacle espantosa de 2019, cuando Macri, Dujovne y sus colegas de equipo se bajaron los calzoncillos ante el FMI. Claro, después de haber permitido y estimulado una fuga de capitales de velocidad sin precedentes.
El proyecto de país y el negocio del desabastecimiento
Esta mirada sobre la inflación y el déficit no se remite a estas dos categorías. Pensarlas con profundidad implica pensar el proyecto de país. Un gasto público que caiga en proporción al PBI significa pensar que la iniciativa económica y productiva debe quedar en manos del empresariado, expulsando al Estado de esos planos o reservándole un lugar subsidiario. Dos graduaciones, estas últimas, de la misma política, Estado chico o Estado subsidiario. Un Proyecto Popular exige más que un Estado presente, necesita de la centralidad del mismo en la vida económica. No sólo debe regular las condiciones en que deberían actuar las empresas privadas, sino que debe dirigir el destino de la economía. Con un importante nivel de Inversión Pública y, también con un Plan Económico, que contenga los lineamientos del país que la voluntad popular debe decidir. Entiéndase bien: un Plan Económico, que es una cuestión poco familiar con un Programa Macroeconómico de ordenamiento de las cuentas públicas (en argentino, esto es un plan de ajuste).
Frente al incumplimiento de las regulaciones de precios y comercialización que el Ministerio de la Producción dispuso, la Secretaría de Comercio intervino con inspecciones y sanciones. Los economistas neoclásicos descreen de este tipo de medidas. En su ingeniosa columna en el suplemento económico de La Nación del 28 de febrero de 2021, Juan Carlos De Pablo recurre a su toque de humor, simulando un reportaje a Joseph Louis Francois Bertrand, que le permite compartir ideas y supuestas coincidencias que el imaginario reporteado tendría con las que el tradicional economista ortodoxo propala actualmente por medios orales y escritos. Como sus colegas del mainstream, De Pablo cree e intenta fundamentar la neutralidad empresarial. Para él el responsable de la inflación es el gobierno que lleva adelante malas políticas económicas.
Dice De Pablo: “Cualquier monopolista, oligopolista o competidor solo obtiene beneficios si produce y vende, es decir, si 'abastece'. Cuando la cantidad óptima de producción y venta es cero, la empresa no está maximizando sus beneficios, sino minimizando sus pérdidas, porque igual tiene que afrontar costos fijos. Todo esto lo aprenden los alumnos en el más elemental curso de microeconomía. ¿Lo tendrán en cuenta los funcionarios del Poder Ejecutivo, que se ocupan del desabastecimiento?” El decano de los economistas neoclásicos del país se permite igualar las conductas maximizadoras de agentes que la propia economía que él exhibe como “objetiva” diferencia. Ya que la religión laica escrita en los “elementales manuales” que refiere De Pablo tiene un juicio de disvalor sobre los monopolios y los oligopolios, mientras que apologizan la libre competencia. La maximización de los primeros se da en un marco de fijación de precios (de poder de mercado), mientras que los competidores se presentan como tomadores atomísticos de precios. Los primeros los ponen, a los segundos se los da el mercado. Pero en el mundo de hoy quienes abogan por el dogma escrito en los manualitos de microeconomía, que según el autor deberían consultar más los miembros del Poder Ejecutivo, no defienden precisamente a las pymes, sino que lo hacen a los grandes empresarios que dirigen la Convergencia Empresarial, la AEA, la Sociedad Rural y la UIA. La sal del poder económico. Como buen neoclásico el enfoque de De Pablo es la comparación de fotografías (estática comparativa) y no el cinematográfico (la dinámica de los cambios). El empresario que desabastece es cierto que no vende, que no realiza. Ahora una cosa es una conducta de un empresario (sobre la que divagan los manuales) y otra la de un empresariado. Un colectivo con poder económico puede decidir no vender para desprestigiar una medida, para presionar por su derogación, para crear malestar popular con un gobierno, hasta para conspirar políticamente. Un empresariado puede disputar políticamente, puede decidir perder algo en una instancia para ganar mucho más después.
Hay también mercados específicos como el de los bienes-salario argentinos impactados por el precio internacional de la soja. Cuando sube este último, si el gobierno decidiera aumentar las retenciones y apropiar a la sociedad de parte del aumento de la renta diferencial, los empresarios agrarios podrían retener y no vender, ni afuera ni adentro, retener en los silobolsas para hacerlo luego de aprietes al gobierno para obligarlo a bajar los derechos de exportación. Estas conductas extorsivas privarían al gobierno de contar con las divisas para afrontar sus pagos de importaciones, deudas y remisión de utilidades empresariales. En estas cuestiones consiste el negocio de desabastecer: en la espera como lógica de obtener mayores ganancias, en la ganancia de poder político –que significa su sustracción a la voluntad popular— que importará mejores condiciones posteriores para el “clima de negocios, ganancias y rentas” que propician.
El paradigma de los manuales, a los cuales De Pablo les otorga el lugar de autoridad de la microeconomía, basados en la Nueva Economía que inventaron Edgeworth, Fisher, Marshall y Pareto, citados en el artículos, a los que se podrían agregar Walras, Menger , Jevons y Clark, entre otros, no se cumple. El axioma de tratar al gran empresario como una individualidad dentro de una sociedad en la cual los mismos actúan articulados para condicionar al poder político y modelar la distribución del ingreso y la riqueza es equivocado. Mientras esas reliquias que nunca tuvieron más que elegancia académica, pero nunca rigor científico, sigan guiando los estudios universitarios, una reforma pendiente remitirá a que los debates económicos trascendentes se desenvuelvan en aulas de cursos alternativos.
Ni saben sumar
Mientras tanto habrá que insistir en que economistas sistémicos, periodistas de medios concentrados y pretendientes de oradores televisivos se abstengan de sumar peras con limones. Eso hacen cuando suman deudas del Estado en moneda doméstica con la comprometida en divisas. Son advertidos por la heterodoxia en modo insistente, pero no parecen encontrar otro camino para ocultar la imperdonable política de endeudamiento del gobierno de Cambiemos. La ignorancia, real o simulada, parece el recurso único que tienen a mano para proteger el desastre del endeudamiento incurrido por los último cuatro años de liberalismo neo.
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