Cancelaciones vitales
La tristeza terminal de la vejez, una etapa de pura ingratitud
“A veces, cuando se veía obligado a estar con ellos, le parecía experimentar la forma más pura de la soledad”.
Phililp Roth, en Elegía
“Cruel esta vida después de todo, ¿verdad?”
Maite Alberdi, en Agente topo
En mi última nota para El Cohete a la Luna les conté que mi mamá tenía Alzheimer. Su cabeza se reseteaba todo el tiempo, primero fue cada una hora, después cada 30 minutos, luego cada 15 y así hasta que su discurso se deshilvanó del todo. Había palabras en su boca que pronunciaba sin comprender, como chispazos de una memoria lejana que seguía agarrada a los modales y poses que tardaban más en irse. Un proceso irreversible que la medicación y sobre todo la dulzura y el trabajo de las AT que contratamos pudieron ralentizar. Les contaba en aquella nota que dos veces por semana iba al geriátrico a visitar a Alicita. Ella y yo nos comunicábamos afectivamente, era pura emoción y esas emociones eran un puente. Aprender a nombrar a mamá de esa manera me permitió abrir una ventana desde donde inventar otro vínculo y seguir aferrado a ella.
También les contaba que mi visita debía repartirse entre todas las personas que vivían en la residencia. Aquellas personas estaban solas y aburridas, de modo que cualquier visita era una ocasión que ellas no iban a dejar pasar, veían en la visita ajena la oportunidad para salir del limbo en el que se encontraban, un poco producto de la televisión, otro poco por culpa de las pastillas, el tedio y el abandono de muchos de sus familiares y amigos que sólo caían cada muerte de obispo.
Hace poco releí el pequeño ensayo de Norbert Elias, La soledad de los moribundos, cuya tesis es la siguiente: en las sociedades contemporáneas el aislamiento precoz de los moribundos es uno de sus puntos más flojos, atestigua la dificultad que encuentran muchas personas para identificarse con los viejos en general y los viejos moribundos en particular. La despedida suele comenzar muy temprano, basta visitar un geriátrico para darse uno cuenta: los viejos suelen ser depositados en ellos, retirados de la sociedad, excluidos. Si la salud tambalea y la plata no alcanza se los manda a guardar. Pero si tienen la suerte de que la salud resiste, suelen ser puestos igualmente entre bambalinas: no se los visitará o mantendrá a distancia para no sentir su aliento, sus achaques y rezongos. Sus palabras serán devaluadas hasta la desautorización, justificadas hasta ser objeto de una compasión cruel que nunca reclamaron: están gagá se dirá, a modo de justificación y descalificación.
Pero detrás de esa suerte de cancelación vital se busca ocultar un hecho fundamental con el que nos medimos todas y todos, y que algún día, indefectiblemente, llegará: no sólo la muerte sino el deterioro de la salud, la vejez. Porque el problema, señala Elias, no es la muerte sino la vejez, no es la muerte en sí lo que produce temor y espanto sino saber que la muerte empieza a respirarnos en la nuca, la idea anticipatoria de la muerte que representan los moribundos a nuestro alrededor.
Los vivos tienen cada vez más dificultades para identificarse con los moribundos. En una sociedad organizada alrededor de la juventud, que ha fetichizado a los y las jóvenes, la vejez se vuelve no sólo un objeto inútil sino una vergüenza, una maldición. Por eso invertimos mucho tiempo y dinero para aplazar la vejez y alcanzar la eterna juventud, para detener el tiempo, ralentizarlo. Como dice Marc Auge en el libro El tiempo sin edad: si se quiere permanecer joven hay que aprender a mentir, a disimular ante sí y los otros, como si tuviera otro cuerpo, otro fuera del cuerpo. Por eso recurrimos periódicamente al médico, hacemos deportes hasta extenuarnos, retiros espirituales, nos bañamos en cremas, modificamos las dietas y no escatimamos en los misterios de la farmacopea. Si la muerte es un hecho ineludible por lo menos hay que evitar convertirse en un moribundo: que la salud no decaiga y si empieza a declinar por lo menos que no se note.
Ya lo había dicho Simone de Beauvoir en su libro La vejez: “Nos negamos a reconocer en el viejo que seremos”. Con frecuencia preferimos la vejez a la muerte, pero cuando la vejez viene con ostracismo y pobreza, o la jubilación no alcanza, cuando llega con exclusión social y censura cultural, la vejez se convierte en una pesadilla. Porque a los viejos hay que sacarlos de carrera. La vejez se ha convertido en un adjetivo calificativo despectivo. A nadie le gusta que le digan “viejo”, mucho menos “viejo de mierda”, porque implica comprobar que está quedando afuera de los círculos sociales, del juego de la política, la cultura, la academia o la vida familiar.
Dice Philip Roth en el libro que citamos arriba: “Hubo un tiempo en que fui un ser humano completo”. En efecto, cuando la enfermedad distorsiona el carácter y el entorno empieza a cortar los vínculos, a espaciar los encuentros, cuando las personas comienzan a sentirse disculpados todo el tiempo, los viejos empiezan a sentirse superfluos, a vivir sus últimos días con pesimismo y desazón. No serán precisamente días de gracia sino de mucha antipatía. Porque son años que deberán aprender a transitar en soledad, soportando tanto el confinamiento como el deterioro físico y la tristeza que conlleva habitar un contexto de espera interminable. Las hospitalizaciones van minando la confianza, venciendo la resistencia, pero también el distanciamiento paulatino de la parentela y los amigos.
Uno de los problemas más importantes de nuestro tiempo, señalaba además Elias, es “la incapacidad de ofrecer a los moribundos esa ayuda, de mostrarles ese afecto que más necesitan a la hora de despedirse de los demás; y ello precisamente porque la muerte de los otros se nos presenta como un signo premonitorio de la propia muerte”. La ocultación y represión de la muerte, de lo inevitable e irrepetible, tiene un impacto en la organización de la comunidad. Cada vez resulta más difícil que una persona pueda verse como miembro limitado o finito de la cadena de generaciones, “portador de una antorcha en la carrera de relevos”. Los viejos no son un rito de paso sino un precipicio. Mirar a través de ellos nos llena de temor y angustia, y debemos escapar de ella como de la peste. Ser ganador en la sociedad-joven implica mantenerse lejos del mundo de los viejos.
La vida está hecha no sólo de obsolescencia programada sino percibida. Tarde o temprano la muerte llegará, pero antes el cuerpo se va a ir deteriorando y con él la salud. Pero también llega cuando nos vamos quedando afuera de la moda y nos sorprendemos vistiendo la misma camisa varias temporadas. Como dijo Simone de Beauvoir, para la sociedad “la vejez parece una especie de secreto vergonzoso del cual es indecente hablar”.
En los geriátricos el tiempo muerto no puede colmarse jamás, las personas no saben cómo rellenarlo. No alcanza media hora de visita cada una o dos semanas. Eso en el mejor de los casos, porque muchos familiares tardan meses y en algunos casos suelen pasar un par de años para que concurran a visitar a sus parientes. Lo digo otra vez con Elias: “Cuando una persona a punto de morir tiene la sensación de que, aunque todavía está viva, apenas significa ya nada para los que la rodean, esa persona se siente verdaderamente sola”. Más aún, en todos estos años que fui a visitar a mamá a un geriátrico siempre vi poquísimos niños. Dice Elias: “No hay nada más característico de la actitud hacia la muerte que el temor que muestran los adultos a familiarizar a los niños con los hechos relacionados con ellos”. Les ocultamos a los niños los hechos más sencillos de la vida con la excusa de que podría hacerles daño. Hay que ver la cara de los viejos cuando los visitan sus nietos, como les devuelven felicidad. La alegría se les nota en la mirada que adquiere una repentina vivacidad. Lo mismo sucede con los amigos. No hay amigos que vayan a visitarlos a estos espacios. Una vez que una persona ingresa a un geriátrico se perdió para los amigos.
El Estado no promueve los intercambios entre las distintas generaciones. Mantiene a las generaciones en instituciones compartimentadas. El mundo de los niños no puede tocarse con el mundo de los adultos mayores; entre los jardines de infantes y los geriátricos hay un muro.
A veces la soledad de los viejos tiene una historia secreta y no es mi intención sacarla de la mesa. No todos los familiares tienen los mismos recursos económicos y humanos para tramitar “las cosas no dichas” que, como escribió Carlos Fuentes, existen en cada familia. A veces morimos como hemos vivido y al final uno cosecha lo que sembró. Dicho esto tampoco me parece que debamos pensar la soledad de los viejos a través de casos extraordinarios. Y eso no significa que esos casos no merezcan ser pensados y comprendidos. Es importante reponer los escalas para no banalizar las cosas. Pero cuando eso sucede, el Estado deberá relevar a esas familias.
Hace rato que los viejos no forman parte de la fuerza económica y no tienen, por eso mismo, los medios para hacer valer sus derechos. Se han convertido en una carga para sus familias y el Estado. Una persona vieja que no puede desenvolverse por sí misma es “una persona condenada –dijo Simone de Beauvoir– a vegetar en soledad y aburrimiento, es un puro desecho”.
La vejez como pérdida de autonomía física y social. Socialmente se construye a la vejez como una persona inválida, que no sabe o puede desenvolverse con soltura. Se infantiliza a los viejos. Se les habla como si fueran niños, y en algunos casos lo son. De hecho mi madre, con 75 años de edad, parecía una niña de un año o menos. Pero la mayoría de los viejos que convivían con mamá eran muy conscientes de su soledad y del aburrimiento, es decir, sabían íntimamente aunque no siempre lo manifestasen, del abandono al que estaban confinados, al destrato social, de la dejadez del Estado, de su agonía. La vida se acerca al final y no es un momento de dicha y felicidad, sino de pura ingratitud. La familia, la sociedad y el Estado son ingratos con ellos.
No sólo se los oculta sino que además se los aísla. Los viejos se dan cuenta y sufren. Se sienten no sólo postrados sino abandonados, la angustia empieza a entumecerles el cuerpo, hasta que la soledad se confunde con la depresión y esta empieza a hacer el resto de su trabajo. Sienten que el paso del tiempo se reorganiza en función de las comidas, los programas de televisión y la polifarmacia. Conocen la muerte antes de que llegue. La conocen por medio del aburrimiento y la ausencia de diálogos y falta de cariño. De repente se volvieron seres inútiles, inconsultos, su opinión ya no interesa a nadie, tampoco sus sentimientos. En un mundo vertiginoso, que cambia cada diez años, la experiencia acumulada no vale nada. Si los viejos no son cancheros, serán vistos como un “problema”. A medida que nos volvemos viejos la sociedad nos impone la soledad con toda su tristeza terminal. Pero el ostracismo llega de a poco, y se les impone resignarse a perder su libertad. Tendrán la sexualidad proscrita o no recomendada. De hecho, cuando un matrimonio llega a un geriátrico tienen que dormir en camas separadas. Tampoco podrán desplazarse fácilmente por la calle. Las ciudades no están pensadas para la gente mayor. Las veredas están destruidas y el tránsito continuo no distingue los peatones. La indiferencia en la gran ciudad, que se les presenta en toda su crudeza, les va sacando las ganas de vivir.
Parafraseando a Cormac McCarthy, podemos agregar que no es un mundo para los adultos mayores: definitivamente no es un mundo para los viejos El mundo se ha ido acelerando, está organizado no sólo alrededor de las obsolescencias sino de méritos que pueden medirse en resultados concretos. Una persona que trabaja lenta es una persona que ya no sirve, hay que mandarla a la casa y ponerla a mirar televisión. Y si la angustia le gana el humor, habrá que medicalizarla y, en el peor de los casos, institucionalizarla. Las personas son desechables. Todas nuestras vidas tienen fecha de vencimiento y sin embargo nos comportamos como si eso nunca nos fuera a tocar.
No sólo pierden o se deteriora el derecho a la libertad, el amor, a circular y trabajar, también el derecho al pudor. Cuerpos requisados, que necesitan ser desnudados, limpiados, vestidos, alimentados. Esas invasiones van minando la autoestima, y si no hay cariño a su alrededor, si los familiares están ausentes, la tercera o cuarta edad empieza a vivirse como una pesadilla. La edad avanzada se trivializa y pierde el prestigio que tuvo alguna vez.
En definitiva, la vejez se ha ido volviendo un tabú, sobre todo cuando falla la salud y las personas necesitan cuidados especiales. Nos resulta difícil tomarles la mano, acariciarles el rostro, hacerles sentir cobijo. Delegamos los cuidados en especialistas sin darnos cuenta que los especialistas no dan abasto. El olor a pis nos espanta, produce horror, de la misma manera que el aroma a sopa impregnada en su ropa. La vejez institucionalizada es una vejez prohibida, que se vivirá con culpa. La decadencia los aísla.
La vejez y la muerte se han ido secularizando. Dejaron de estar rodeadas de rituales y creencias a través de las cuales se honraba a los ancianos y los muertos. Acompañar a los moribundos y llorar a los muertos eran maneras de aferrar la comunidad. La muerte sorprenderá a los moribundos cada vez más solos, medicalizados pero solos. En última instancia, las familias saben que las funerarias aceptan tarjetas de crédito y ofrecen pagos en varias cuotas.
El Covid-19 les ha resuelto problemas a muchas familias. No sólo les ha eximido de ir a ver a sus familiares sino que, finalmente, se los ha sacado de encima. Con todo el dolor que implica después cargar un duelo con esa culpa encima. Pero son costos anímicos que esta sociedad, cada vez más individualista y encerrada en su propio núcleo, está dispuesta a soportar para seguir consumiendo entretenimientos que la mantengan canchera y jovial. Por el contrario, otras familias vivimos la cuarentena con mucha incertidumbre: no sólo no pudimos visitar a los familiares durante meses sino que cargábamos con la responsabilidad de evitar contagiarlos. La salud de los ancianos es frágil y la gripe es un fantasma que hace siempre estragos.
No sabemos qué pasó con Alicita durante seis meses, qué fue de ella. Sólo nos quedaba cruzar los dedos y rezarle a San Expedito porque íntimamente sabíamos que cuando las familias están ausentes los viejos caen en picada, les gana el bajón. Y porque sabíamos que los cuidados que se les dispensan al interior de la institución son proporcionales al interés que demuestra cada familia que los visita periódicamente. Algunas enfermeras nos mandaban fotos o videos. Lo hacían a espaldas de las directivas de los administradores que habían compartimentado la clínica. Eso sí, nos llamaban para pedirnos pañales y remedios que entregábamos puntualmente sin siquiera poder verla por la ventana. Transitamos los últimos meses con mucha impotencia y perplejidad. La misma perplejidad que me llevó a escribir estos artículos como parte de un duelo que se demora.
* Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.
** La ilustración de esta nota fue especialmente realizada por el artista Martín Kovensky.
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