Yo quiero ser juzgado
Por qué los jueces no deben juzgar a los jueces
In memoriam Enrique Petracchi
El 5 de octubre de 2011 tuvo lugar un acontecimiento inusual en el Comité Judicial del Senado del Congreso de los Estados Unidos. Dos magistrados de la Suprema Corte se presentaban a prestar testimonio sobre su rol bajo la Constitución.
La convocatoria tuvo lugar como corolario de un creciente debate en la sociedad norteamericana sobre la politización y activismo de los jueces, especialmente los de la Corte. La preocupación del Comité Judicial se centraba en dilucidar hasta qué punto jueces muy politizados respetaban en sus decisiones los textos de la Constitución y las leyes. Encomiable preocupación, inspirada en el ideal de que los jueces, primariamente, deben aplicar las normas, dejando a un lado su ideología y cualquier agenda –política, económica, mediática–extraña al ordenamiento jurídico.
No fue casual la elección de los jueces convocados: Stephen Breyer, uno de los jueces progresistas de la Corte, y Antonin Scalia, campeón de los conservadores. Scalia llegaba con algunos puntos a favor, era el abanderado de la corriente interpretativa “originalista”, que defiende un textualismo historicista algo extremo, admitiendo por ejemplo prescindir de los debates legislativos: si la norma se divorcia de esos debates debe prevalecer su interpretación textual tal como se encuentra “mal escrita” por el legislador iliterato. El Senado proyectaba contemplar un contrapunto entre el activista y progresista Breyer y el textualista y conservador Scalia, que confirmaría la politización interna dentro del Alto Tribunal.
La exposición transcurrió sin embargo por carriles muy diferentes. Breyer y Scalia aparecieron como buenos amigos y coincidieron mucho más de lo que disintieron. La nota distintiva quedó fijada por los brillantes comentarios introductorios de Scalia que, paradójicamente, se centraron en la importancia del pensamiento de los constituyentes sobre la Constitución, no en su texto. El público escuchó electrizado su exposición sobre el carácter dialéctico y confrontativo del sistema de separación de poderes, postulando que ese dinamismo era la clave del éxito del sistema institucional y de libertades por los que Estados Unidos es universalmente admirado. Quienes prefieran escuchar directamente a Scalia pueden ahorrarse la lectura de los párrafos siguientes.
Scalia reveló su temor frecuente de no estar explicando suficientemente bien a sus estudiantes –los de las mejores facultades– qué es la Constitución. Siendo tales estudiantes, presumiblemente, personas que se encuentran muy interesadas en el derecho, siempre les preguntaba cuántos habían leído El Federalista. Muchas manos se levantaban. Entonces les repreguntaba: “No, no solamente el número 48 o los grandes números. ¿Cuántos de ustedes han leído El Federalista de principio a fin?”. Nunca más del 5%. Scalia se lamenta por ese porcentaje y señala que es algo muy triste, porque El Federalista es el documento que expone lo que los Padres Fundadores pensaban cuando escribieron la Constitución. “Constituye una profunda exposición de ciencia política, y por ello es estudiado en todos los cursos de ciencia política en Europa”, destaca. Lamenta constatar que ha crecido ya una entera generación de abogados y juristas no familiarizada con esa obra.
Continúa: “Como consecuencia de lo anterior, cuando pregunto a esos mismos grupos cuál es la razón que hace de Estados Unidos un gran país libre, la respuesta generalizada –que es la misma que dan muchos estadounidenses– es una enumeración de algunas de las maravillosas provisiones del ‘Bill of Rights’: la libertad de pensamiento, la de prensa, la protección frente a confiscaciones injustificadas, la inviolabilidad del domicilio, etc.” Ante esa común respuesta Scalia revela lo que siempre les contesta: “Si ustedes piensan que el ‘Bill of Rights’ es lo que nos hace diferentes como país, están locos. Toda república bananera tiene un ‘Bill of Rights’. Todo dictador vitalicio tiene un ‘Bill of Rights’. El ‘Bill of Rights’ del desaparecido ‘imperio del mal’, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, era mucho mejor que el nuestro. Estados Unidos garantiza la libertad de discurso y de prensa; la Unión Soviética garantizaba la de discurso, la de prensa, la de realizar demostraciones y protestas callejeras, estableciendo que si alguno era sorprendido intentando oponerse a esas libertades debería rendir cuentas por ello. ¡Maravilloso!” exclama. “Por supuesto, en la Unión Soviética no se trataba más que de ‘palabras en un papel’; lo que los constituyentes de 1787 llamaban a “parchment guarantee” (una garantía de pergamino); la verdad es que la constitución real de la Unión Soviética –su estructura de poder– era totalitaria”.
“Piensen en la palabra Constitución. No significa ‘Bill of Rights’, significa ‘estructura’. Cuando decimos que una persona tiene una constitución sólida, significa que tiene una estructura sólida. Una ‘estructura’ es lo que los convencionales constituyentes discutieron en Filadelfia durante el verano de 1787. No hablaron sobre un ‘Bill of Rights’; el ‘Bill of Rights’ fue una idea tardía, ¿no es así?[1] La constitución real de la Unión Soviética no prevenía la centralización del poder en una sola persona o en un solo partido. Porque cuando eso sucede, el juego está perdido. En consecuencia, la clave real de la diferencia de Estados Unidos (con la Unión Soviética, las dictaduras o las repúblicas bananeras) es la estructura de su gobierno”.
Señala Scalia que “una parte de esa estructura es, por supuesto, la independencia de la rama judicial, pero hay mucho más. Hay muy pocos países en el mundo, por ejemplo, que tienen una legislatura bicameral; Inglaterra tiene una Casa de los Lores que no posee poder sustancial; basta que los Comunes aprueben la ley una segunda vez; Francia tiene un senado: es honorífico; Italia tiene un senado: también es honorífico. Muy pocos países tienen dos cuerpos separados en la legislatura igualmente poderosos; esto implica muchos problemas, como ustedes (senadores) indudablemente saben: se trata de encontrar el mismo idioma a través de dos cuerpos legislativos elegidos de modo muy diferente”.
“Muy pocos países en el mundo tiene un Poder Ejecutivo elegido de modo separado; a veces voy a Europa a hablar sobre separación de poderes y, cuando estoy ahí, encuentro que solamente se habla de la independencia del Poder Judicial; porque los europeos no imaginan dividir los dos poderes políticos en dos ramas –la legislatura y el Poder Ejecutivo–; en todos los países con gobierno parlamentario, el Poder Ejecutivo es una criatura del parlamento; nunca hay un desacuerdo entre la mayoría de la legislatura y el primer ministro, como a veces hay entre ustedes (el Congreso de Estados Unidos) y el Presidente; cuando hay un problema simplemente el Parlamento echa al primer ministro: un voto de desconfianza, una nueva elección, y ya tienen al primer ministro que actúa de acuerdo con el Parlamento”.
“Los europeos miran nuestro sistema y se admiran: un proyecto de ley pasa uno de los cuerpos legislativos, pero después no supera el otro (quizás porque está bajo el control de otro partido). O supera ambos cuerpos legislativos, pero luego el Presidente lo veta. Los europeos miran este sistema y dicen ‘es un embotellamiento’; y ahora también lo dicen algunos americanos, que hablan de un ‘gobierno disfuncional’ porque existen estos desacuerdos. Bien, los constituyentes hubieran respondido: ‘Sí, exactamente eso es lo que pensamos. Nuestro deseo era esto, un poder confrontando a otro poder. (…) Los americanos deben apreciar esto y aprender a amar la separación de poderes, que significa amar el ‘embotellamiento’ que esa separación a veces produce”.
Siguiendo a Scalia encontramos en la lectura del Federalista (números 78 y 79) que la Constitución da a los jueces dos atributos –la intangibilidad de su remuneración y la inamovilidad del cargo– a fin de asegurar su independencia. Estos dos atributos son inescindibles entre sí y sólo tienen vigencia contemporáneamente al ejercicio de la función judicial, perdiéndose sin remedio si esa función deja de ejercerse, por ejemplo porque los magistrados son destituidos por no mantener una “buena conducta”. En los números indicados de El Federalista se postula que sea el Congreso el órgano encargado del control sobre los jueces en su buena conducta; la Cámara de Representantes como órgano acusador, el Senado como juez de los jueces. Así lo consagraron las constituciones de Estados Unidos y también la nuestra en 1853/60.
No nos equivoquemos, prestemos atención al concepto de Scalia: la separación de poderes y la independencia del Poder Judicial, en el diseño constitucional, se protege y fortalece dinámicamente, tanto con los dos atributos de estabilidad concedidos a los magistrados como con el ejercicio por el Congreso del control sobre ellos, nunca con su ausencia y muchos menos con el aislamiento corporativo de la “familia judicial”, que se constituiría como un poder habilitado a actuar sin controles. Nada puede repugnar más a la Constitución que la existencia de una “famiglia” enquistada en uno de los tres poderes, del que dispondría sin control.
La respuesta condigna de un juez o fiscal, ante la legítima pretensión de control a la que puede quedar expuesto, es la del juez de la Corte Suprema Enrique Petracchi en el año 2002 cuando fue sometido a juicio político, citando al sereno Sócrates que enfrentaba a los juzgadores que tenían planeado condenarlo a muerte: “vengo feliz a ser juzgado por quienes la Constitución invistió de ese poder”. Qui ambulat simpliciter ambulat confidenter.
Como expusimos en una columna anterior, la reforma del año 1994 puso la acusación de los jueces en cabeza del Consejo de la Magistratura y su enjuiciamiento en un tribunal especial constituido por legisladores, magistrados y abogados. El Congreso quedaba limitado a la fundamental función de control institucional de la Corte Suprema, que sigue en su cabeza.
Actualmente la Comisión de Acusación del Consejo se encuentra integrada por ocho miembros, de los cuales tres son jueces. Una eventual reforma del Consejo, en línea con el sentido histórico de la Constitución desde El Federalista, debería dejar sin representación alguna a los magistrados en la fase de la Acusación, para evitar interferencias corporativas de la “familia” en esa etapa inicial esencial. Debe tenerse presente además que, cualquiera sea su facción política, los legisladores que integren la Acusación en el seno del Consejo son ante todo representantes del Congreso. Quizás la purificación de esta fase podría lograrse excluyendo de la Acusación en el Consejo de la Magistratura a senadores y diputados de los bloques e interbloques mayoritarios.
En ese sentido, cabe recordar que los controles que autónomamente puede –y debe– realizar el Congreso sobre todo el Poder Judicial –articulándolos luego a través del Consejo de la Magistratura– no sólo son constitucionales sino que responden a su papel natural y preeminente en el esquema de separación de poderes: el Congreso es el depositario de la soberanía del pueblo, y en él encontramos de modo residual todos los poderes concedidos por la Constitución al Gobierno de la Nación Argentina (artículo 75 inciso 32, conforme la reforma de 1860).
Bajo el sistema originario de la Constitución (1853-1994) fueron llevados adelante 25 juicios políticos contra jueces, que concluyeron en sentencias de condena o absolución. Su repaso desapasionado (ver anexo al final de la nota) no consiente un juicio crítico. Bajo el mismo procedimiento fueron juzgados también los jueces de la Corte en los años 1946 y 2003. Las críticas jurídicas contra el juicio político de 1946 se compensan con la justicia del tramitado en el año 2003, que concluyó con la destitución, por su actuación en el caso “Meller”, de los jueces Eduardo Moliné O`Connor y Antonio Boggiano, y la renuncia de Julio Nazareno y Adolfo Vázquez. Para legitimar en su juicio tales destituciones y renuncias bastará al lector leer las disidencias de los jueces Petracchi, Carlos Fayt y César Belluscio en “Meller” (Fallos 325:2893), no siendo casual que sean los mismos jueces que, unos meses antes, habían firmado severas disidencias en la causa “Macri” (Fallos 325.1932) por la que la mayoría de la Corte de entonces confirmó la absolución irregular de los imputados en graves crímenes de contrabando. Ambas lecturas explican, en los hechos, por qué algunos magistrados no necesitan clamar que está en peligro la independencia del Poder Judicial y la separación de poderes cuando legítimamente se quiere controlar su buen desempeño, con el que siempre deberían honrar sus altas funciones.
[1] Las enmiendas 1 a 10 a la Constitución de Estados Unidos, colectivamente denominadas “Bill of Rights”, fueron aprobadas recién en 1791, cuatro años después de la sanción de la Constitución.
Cuadro Anexo Yo quiero ser juzgado (2)
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