Se cumplieron cuatro años de aquel 22 de febrero de 2017 cuando conocimos la triste noticia de la muerte de Carla Artes, con apenas 41 años. Una de las primeras nietas recuperadas, víctima del Plan Cóndor. Abuelas de Plaza de Mayo logró localizara en 1983. Carla se encontraba apropiada por Eduardo Alfredo Ruffo, integrante de la Triple A, y su esposa Amanda Cordero. El matrimonio estuvo prófugo de la justicia hasta 1985. La niña de 10 años pudo ser recuperada por su abuela Matilde Sacha Artes Company. Se realizaron los análisis inmunogenéticos en el Banco Nacional de Datos Genéticos (BNDG) que en septiembre de 1985 confirmaron que era la hija de Graciela Antonia Rutila Artes y del uruguayo Enrique Joaquín Luca López. Carla estaba escribiendo un libro, que compartía a quien escribe. Ella entendía de la importancia en que “no se olvide nunca lo que nos pasó”.
De ese libro hablamos mucho. La alentaba a escribir su historia. La conocí cuando todavía vivía en España, a la distancia y a través de una red social. Luego la crisis de ese país la trajo a nuestro suelo en 2011, gracias a las gestiones de Abuelas. Nos encontramos en el hotel Bauen, nos conocimos muy bien, nos queríamos mucho, compartimos sueños y proyectos que quedaron truncos. “Querido Fer, estás ahí”, me preguntó en una charla por chat. “Tengo que contarte algo difícil”, expresó. “Anteayer recibí mis resultados médicos, y estoy con cáncer, viajaré a Cuba a tratarme la semana que viene si logro arreglarlo todo”. Era el 3 de marzo de 2016. Me explicó que estaba alojado en el cuello del útero y luego de unos días, al saber el costo que tendría el tratamiento por la estadía, contó que había decidido tratarse aquí. Le expresé en qué podía serle útil y respondió “ya lo estás haciendo”, con una bondad proporcional a su valentía. “No quiero que se sepa”, me dijo. No volvió hablarme del tema.
Aquella niña, nieta recuperada, que escapó con su abuela a España, fue víctima del Plan Cóndor. Carla era tan sudamericana como la militancia de sus padres, aquella que narró y plasmó en palabras en su libro inconcluso que pensaba titular Pedacitos de Mí, que le sugerí como nombre luego de leer el estupendo libro de Ángela Urondo Raboy ¿Quién te crees que sos? “Hasta donde pude recabar información mis padres se conocen militando en la Junta de Coordinación Revolucionaria. Mi padre representando al Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros y mi mamá haciendo lo mismo con el Ejército de Liberación Nacional (ELN) boliviano. Supongo que habrán rozado varias veces hasta que el amor hizo su aparición”, escribió sobre Antonia y Enrique. “Ellos por separado eran increíbles personajes pero unidos eran uno sólo, con una fuerza inimaginable. Deciden que quieren agrandar la familia, pues ellos apostaban por la vida y tener hijos daba fe de ello”, describió.
Su nacimiento se produce en Lima, Perú, el 28 de junio del 1975. Sus padres tenían una militancia comprometida y el 11 de octubre se trasladan a Bolivia, donde se suman al ELN. Su madre, como dirigente estudiantil, participa en diferentes actos contra la explotación campesina y minera. El 2 de abril de 1976 asiste a una huelga minera y ese mismo día son secuestradas, madre e hija, en la casa donde vivían. A su mamá la llevan al Departamento de Orden Político y Carla es ingresada en un orfelinato con el nombre supuesto, Nora Nemtala (NN). Su padre, que estaba en Cochabamba, pudo enterarse de lo sucedido. Carla y su madre fueron trasladadas a la Argentina el 29 de agosto de 1976. La dictadura de Hugo Banzer las entregó a la de Videla a través de la frontera Villazón-La Quiaca. Carla contaba con un documento que daba fe de ello.
En nuestro país fueron llevadas al centro clandestino de detención Automotores Orletti. Su padre no llegó a saber que fueron trasladadas a la Argentina porque fue asesinado el 17 de septiembre de 1976 junto con otros compañeros en una casa de seguridad en Cochabamba. Mientras narraba las detenciones, Carla pensaba que eran un blanco fácil a pesar de los cuidados de sus padres porque “no dejaban de llamar mucho la atención por sus físicos: mi padre rubio con ojos azules y alto, mi madre castaña y con ojos color de miel, también alta, y yo un bebé rubio con ojos verdes. En un país donde la inmensa mayoría es de tez morena, bajitos y con rasgos muy característicos”, escribió. “Éramos la gotita de leche dentro del café”.
Sobre Ruffo, el apropiador, era categórica. “Mis recuerdos son sólo palizas y mucho maltrato psicológico, por no hablar de los abusos sexuales. Me imagino que criar a la hija de la persona que has asesinado y verla crecer pareciéndose cada vez más a tu víctima debe ser jodido”. Los golpes le generaron dudas sobre su identidad. “Cuando me pegaban tanto, no entendía que fueran tan crueles con una hija. Y cuando en 1984 llega a la Argentina mi abuela y comienza a salir en la tele –con las fotos de sus dos desaparecidos–, nosotros ya estábamos prófugos de la justicia y no nos llevaban al colegio, por lo tanto nos pasábamos mirando la tele casi todo el día. Así fue como vi a esa señora con la foto de Carlita, 9 meses desaparecida. Me reconocí en ella y pregunté:
–¿Qué hace esa señora con mi foto? –Y me llevé una soberana paliza.
–Es una vieja bruja que te está buscando para sacarte la sangre –no pregunte más. Días después salió en un periódico el cartel de buscados, la foto de ellos y la mía. Así se sembraron las dudas de mi identidad”.
Carla tuvo siempre claridad y justeza para narrar con sobriedad la inmoralidad que fue el abuso por parte de su apropiador en su niñez. Fue en sus primeras relaciones sexuales donde se dio cuenta de lo que había sufrido. Su cuerpo habló. “La explicación de no querer la luz apagada cuando me iba a acostar, porque no me podía meter en la ducha –sentía pánico a meterme en ella–, porque siempre recordaba la cara de Ruffo pegada a mi cara y su respiración”, me contó. “Lo he ido asumiendo poco a poco, el hablar con otras personas a las que les ha ocurrido lo mismo, abusos en la infancia. Cuando pasa esto tiendes a querer olvidarte. Y cuando resurge nuevamente es recién cuando uno está preparado para asumirlo. No es fácil, pero creo que es importantísimo que la gente sepa qué clase de gentuza es esta, en todos los sentidos de la palabra”.
Su increíble memoria sobre la niñez fue fundamental para permitirle dar testimonio en el juicio por robo de bebes, acusando a su apropiador y abusador Eduardo Ruffo. Recordaba aquel horror en forma gráfica y detallada. También las torturas cuando era apenas una beba, tras la detención en Bolivia. “Fui llevada muchas veces a las sesiones de torturas de mi mamá, para quebrantar su entereza. Me desnudaban y me agarraban de los pies poniéndome boca abajo y golpeándome sin cesar. La otra era que me pasaban de agua hirviendo a agua helada. Me privaban de comida durante muchas horas”.
En 2010, cuando Carla todavía seguía en España, el juez Baltasar Garzón, que hizo mucho por ella y por brindar la justicia que no existía en la Argentina de las leyes de impunidad y los indultos, ordenó extraditar a represores del Cono Sur. Esa actitud, festejada en España, no fue tan bien vista cuando el mismo Garzón intentó juzgar los crímenes del franquismo. La derecha española no se lo permitió. Carla Artés, junto a su abuela Matilde y demás organizaciones y organismos de Derechos Humanos, le dieron su espaldarazo a Garzón. Ahí estaba Carla con un pañuelo en su cabeza y su abuela sonriendo, ratificando aquello de que mujer bonita es la que lucha.
Su regreso al país en 2011 se enmarca en la situación terrible que vivía en España con sus tres hijos. Después de mucho meditar “pensé que volver a la Argentina estaría bueno para todos nosotros”, afirmó. “Había visto en mi viaje el año anterior que las cosas estaban prosperando, además estaban las Abuelas que me ayudarían en lo que me hiciera falta hasta que me estableciera”, dijo sin equivocarse sobre el giro que habían dado las políticas económicas de inclusión de Kirchner y Cristina Fernández. “Así que con todo decidido fui a un locutorio a llamar a Abuelas para contar esta difícil situación y a pedirles ayuda para que pudiéramos viajar. Esto era el 3 de mayo y el 6 teníamos los pasajes para viajar por la noche”.
A pesar de todos sus pesares apostaba a la vida, igual que sus padres. Entre las cosas más trascendentales que pudo enumerar en el libro que escribía mencionó “mi casamiento con Nicolás, un hombre maravilloso para el cual no tengo más que palabras de agradecimiento y amor, pues he de decir que está hecho de una pasta especial para aguantarme”. También mencionó con orgullo “el nacimiento de mi nieta, sí, leen bien, mi pequeña Nina Luna, que nació el 27 noviembre del 2013 y vino a llenar más aun mi vida y me hizo abuela con 38 años”. Carla fue todo de golpe: esposa y abuela en Argentina. Eso la hacía feliz y su baba de abuela la plasmaba en palabras al expresar “una bebita rubia, hermosa y con un carácter divino”.
Su hija mayor Graciela, que tiene hoy 25 años, es quien la hizo abuela. Carla le puso el nombre de su madre. Su hija del medio, Anahí, a punto de cumplir 22 años, lleva el nombre de la nieta de Chicha Mariani, que aún no conoce su identidad. Su hijo menor, Enrique, de casi 17 años, tiene el nombre de su abuelo, el padre de Carla. A su nieta, que este año cumple los 8, fue también Carla quien le escogió el nombre: Nina, porque así le decían de chiquita a su madre. Su hija Graciela (impresiona escucharla porque tiene el mismo tono de voz que Carla) cuenta a El Cohete la intervención de su madre en los nombres y en los valores inculcados. Graciela siente que cuando se derrumba, su madre está ahí para apuntalarla.
Graciela tiene como proyecto continuar con el libro inconcluso porque siente que es importante visibilizar la historia de Carla, “una de las tantas historias que hay en este país”, señala. Esa memoria tan vívida y envidiable, esa pasión y lucha que no la hacían dejar de sonreír, es lo que Graciela recuerda de cómo un ser lleno de luz se iba apagando, aunque siempre con una sonrisa.
La hija mayor de Carla brindó su muestra de ADN al Equipo de Antropología Forense para que se coteje con los 600 cuerpos NN encontrados. También está en contacto con gente de Bolivia, donde supuestamente descansan los restos de su abuelo Enrique, para que se pueda cotejar con el único resto óseo que existe: un cráneo con un orificio de bala, para poder corroborar si se trata de su abuelo. La versión es que Enrique fue asesinado en un enfrentamiento armado el 17 de septiembre de 1976, junto a otro compañero. La otra teoría, cuenta Graciela, es que lo sacaron de ahí junto a Pedro Silveti y que, siendo uruguayo, pudieron haberlo trasladado a otro destino del Plan Cóndor. Pero al encontrarse los restos óseos en una fosa común, la madre de Silveti fue quien dijo reconocer que se trataba de Pedro y Enrique. Su decisión fue la cremación. De Enrique Joaquín Luca López habría quedado el resto óseo que Graciela quiere cotejar porque Carla tenía sospechas de que podían no ser los de su papá. Es por ello que, exponiendo la última voluntad de su mamá, Graciela se comunicó con la Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos y Mártires por la Liberación Nacional de Bolivia, quienes respondieron que están de acuerdo en cotejar los restos y van hacer todo lo posible para el traslado de una muestra que permita confrontarlos con el Banco Nacional de Datos Genéticos.
Sus hijos intentan seguir unidos aunque nada ha sido fácil tras la muerte de Carla. Graciela siente la responsabilidad de hermana mayor y continúa con la voluntad de su madre de lugar por Memoria, Verdad y Justicia. Anahí está en España y acompaña a su bisabuela Matilde Sacha. También Graciela tiene pensado volver al hogar seguro de su bisabuela con su hermano Enrique y su hija Nina. La garantía del hogar propio y acompañar a su bisabuela de casi 89 años resulta fundamental para su regreso a España.
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