En estos días en la Argentina se han puesto en crisis las facultades regulatorias del Estado en una materia crucial para buena parte de los argentinos: los servicios de comunicación.
Estos servicios estuvieron regulados con dos regímenes distintos: aquellos que eran claramente servicios públicos, es decir sometidos a un control más estricto por parte del Estado en sus condiciones de prestación a los usuarios –la telefonía fija es el ejemplo más claro—; y los servicios de interés público, donde la regulación estatal era más morigerada – la televisión por cable, a título de ejemplo. Es justo señalar que el avance tecnológico y el crecimiento exponencial de la demanda de los servicios de interés público requirió mayores regulaciones estatales en sus condiciones de prestación.
De la mano de la situación inédita –e inesperada— de la pandemia por el Covid-19, la regulación estatal en materia de comunicaciones se consolidó mediante el dictado de un Decreto de Necesidad y Urgencia, el decreto N° 690/20, que declaró como servicios públicos tanto a los servicios de las Tecnologías de la información y las comunicaciones (básicamente la tv por cable y los servicios de internet), como así también la telefonía móvil, esto es los celulares, que hasta el dictado del Decreto 690/20 eran servicios de interés público.
Ironías del destino, a finales del 2015 el Presidente Mauricio Macri había modificado también por decreto de necesidad y urgencia el status jurídico de los servicios de TV por cable, sacándolos de la órbita de la regulación de los servicios de comunicación audiovisual y llevándolos a la órbita regulatoria de los servicios de las Tecnologías de la información y las comunicaciones (TIC). ¿Por qué Macri hizo eso? La respuesta es fácil, los servicios TIC no están sometidos a las regulaciones estrictas en materia de controles antimonopólicos como si lo están los servicios de comunicación audiovisual.
En buen criollo, fue la forma de cumplir el deseo de las empresas titulares de los servicios TIC de la Argentina, cuyo nivel de concentración oligopólica sería calificada de ilegal –al punto de ser tóxica— para buena parte de las regulaciones del mundo. La ironía es que aquella declaración del cable como servicio TIC de los sistemas de televisión por cable ha devenido, por el dictado del decreto 690/20, en la reciente consolidación de esos servicios TIC como servicios públicos. En materia de asuntos regulatorios, como en el amor, a veces las cosas no resultan como uno espera.
La declaración como servicios públicos tanto de los servicios TIC como de la telefonía móvil tiene consecuencias concretas. Implica en primer término que los servicios públicos están sujetos lo que en derecho administrativo se llama régimen exorbitante, esto es regímenes de derecho público bien diferentes al derecho común. Como señala Agustín Gordillo, “el poder público se hace así presente a través de un régimen jurídico especial que subordina los intereses privados al interés público, fundamentalmente en razón de proteger la continuidad del servicio”.
Ello implica –como he escrito miles de veces— que ese servicio debe reunir las siguientes características: a) debe ser general (generalidad), esto es que todos los habitantes tienen derecho a gozar del servicio; b) deben ser prestados uniformemente (uniformidad) esto es que todos tienen derecho a exigir el servicio en igualdad de condiciones; c) deben ser prestados de modo regular (regularidad), esto significa que deben prestarse conforme reglas y condiciones prestablecidas; y d) deben ser prestados en forma continua (continuidad), esto es que deben prestarse sin interrupciones, cada vez que aparezca la necesidad de contar con el servicio por parte del usuario.
Además los prestadores de servicios públicos tienen el deber de ofrecer prestaciones básicas, universales y obligatorias, es decir servicios a tarifas diferenciadas, más baratas para que puedan acceder a ellas todos los ciudadanos.
Ello porque los servicios públicos tienen un control estricto del Estado sobre el precio que pagamos los usuarios. Ya que en los servicios públicos se ponen en juego ni más ni menos que derechos, cuyo acceso no puede ser condicionado al pago de dichos servicios conforme determina la no tan invisible mano del mercado.
Y es en este punto donde está el inicio de la historia acerca de por qué fueron declarados servicios públicos los servicios de comunicaciones. Respecto del conflicto que vino después (SPOILER ALERT), la respuesta la cantaron Liza Minnelli y Joel Grey en Cabaret: “Money… [is what]… makes the world go round”.
Las empresas TIC y las de telefonía móvil sostuvieron aumentos de sus servicios, durante los cuatro años de gobierno macrista, en porcentajes que superaron ampliamente los índices de inflación. La llegada de la pandemia, la declaración de emergencia sanitaria y el dictado de las normas relativas primero al aislamiento social y luego al distanciamiento fueron la fuente primaria de limitación de las tarifas.
El 24 de marzo de 2020 el gobierno nacional dispuso que las empresas de “telefonía fija o móvil e Internet y TV por cable, por vínculo radioeléctrico o satelital, no podrán disponer la suspensión o el corte de los respectivos servicios a los usuarios y las usuarias indicados en el artículo 3°, en caso de mora o falta de pago de hasta TRES (3) facturas consecutivas o alternas, con vencimientos desde el 1° de marzo de 2020. Quedan comprendidos los usuarios con aviso de corte en curso".
"Si se tratare de servicios de telefonía fija o móvil, Internet y TV por cable, por vínculo radioeléctrico o satelital, las empresas prestatarias quedarán obligadas a mantener un servicio reducido, conforme se establezca en la reglamentación".
"Estas obligaciones se mantendrán por el plazo de CIENTO OCHENTA (180) días corridos a contar desde la vigencia de la presente medida” (Decreto 311/20).
El 18 de mayo de 2020 el gobierno nacional acordó con las empresas que los servicios de telefonía móvil y fija, Internet y TV paga suspenderían los aumentos de precios hasta el 31 de agosto de 2020.
Ya cerca del 31 de agosto, las empresas habían presentado propuestas de aumentos que, en honor a la verdad, desconocían la acuciante necesidad de la población, cuya actividad económica había descendido a niveles dramáticos, mientras el valor de dólar se desbocaba como un caballo enloquecido de la mano de maniobras especulativas.
Para sorpresa y desazón de las empresas y sobre todo, sin que desde gobierno se filtrase una sola palabra —fracaso mayúsculo de los lobistas acostumbrados a enterarse de todo mucho antes que salga publicado en el Boletín Oficial—, el 22 de agosto de 2020 se dictó el Decreto 690/2020, que declaró a los servicios TICs y la telefonía móvil como servicios públicos y, en lo que fue percibido por la industria como una tragedia, se dispuso “en el marco de la emergencia ampliada por el Decreto N° 260/20, cualquier aumento de precios o modificación de los mismos, establecidos o anunciados desde el 31 de julio y hasta el 31 de diciembre de 2020 por los licenciatarios TIC, incluyendo los servicios de radiodifusión por suscripción mediante vinculo físico o radioeléctrico y los correspondientes al servicio de telefonía fija o móvil, en cualquiera de sus modalidades. Esta suspensión se aplicará a los servicios de televisión satelital por suscripción”.
La respuesta de las empresas fue furibunda. Largas editoriales anunciando la llegada de “lapocalisis”. Foros de discusión gestados de la noche a la mañana donde se discutía la medida tomada por el gobierno sin que los usuarios tuviesen representación alguna. Básicamente eran los gerentes y entenados de las empresas diciendo en coro “que barbaridad”. Embajadas extranjeras y asociaciones de empresas lanzaban al aire no tan veladas amenazas y predicciones apocalípticas. Pero mientras tanto, las tarifas no aumentaron.
En esos meses causaba gracia que mientras se desgarraban las vestiduras, una de esas empresas repartió ganancias millonarias entre sus accionistas mientras que otra de las empresas que también controlaba la que repartía ganancias, solicitaba asistencia estatal para pagar sueldos. Cosas veredes, Sancho…
También veíamos las usuales estrategias de judicialización de las medidas gubernamentales. Mientras intentaban judicializar el decreto, las empresas negociaban con el gobierno la reglamentación, teniendo en la mira el 31 de diciembre, fecha en la que finalmente podrían aumentar las tarifas. Y debo decir, las solicitudes de aumentos presentadas por las empresas al Estado para su aprobación llegaron a superar el 20% de aumento.
Pero ya les adelanté, a veces las cosas no salen como uno espera. El 18 de diciembre se dictó la Resolución ENACOM 1466/2020 por la cual se autorizaba un 5% de aumento a las grandes empresas y un 8% a las pequeñas (menos de 100.000 accesos). También se dictó ese día la Resolución ENACOM 1467/2020 que establece las prestaciones básicas y universales que todas las empresas deben garantizar a los usuarios. Podría decir que la enorme mayoría de las empresas estuvieron en estado de emoción violenta en esos días.
Algunas, argumentando que ya habían emitido las facturas a pagar el mes de enero, cobraron el aumento, aunque luego se comprometerían a restituir lo cobrado a los usuarios.
Pero una empresa insistió en cobrar los aumentos que NO había sido autorizados. Para hacer eso básicamente desconocía la ley argentina y le explicaba a los usuarios que el aumento “autorizado por el ENACOM es insuficiente para poder seguir invirtiendo, asegurando la calidad de los servicios que te brindamos y ampliando las redes para acompañar el incremento de consumo. Tené en cuenta que solo durante 2020 a raíz de la pandemia, el consumo promedio aumentó un 40% y nuestras redes pudieron afrontarlo gracias a las inversiones que realizamos en los últimos años”. El hecho de que estuviese legalmente prohibido ese aumento era para la empresa en cuestión apenas un detalle. Como también omitía señalar que además de las inversiones que habían hecho, el 29 de abril de 2020 la empresa en cuestión había autorizado “la distribución de dividendos por más de 800 millones de pesos, luego de haber reportado una utilidad de 2.774 millones en el primer trimestre del año”, como relató David Cufre. Verán que a primera vista no se trata de una empresa en estado de necesidad.
También y en lo que ya era un escándalo, la empresa sostenía que podía aumentar los precios porque “todas las empresas del sector Tecnologías de la Información y la Comunicación han iniciado acciones administrativas y judiciales en defensa de sus derechos”. Omitiendo groseramente que los recursos administrativos y/o judiciales no suspenden los efectos de las normas legales, que gozan de obligatoriedad y ejecutoriedad, esto es, que son de cumplimento obligatorio para los administrados.
Quien informaba esto a los usuarios era la empresa Telecom, que lo hacía desde sus múltiples personalidades como Fibertel, Cablevisión y Personal. Y que todos conocemos como las diversas personalidades de un viejo amigo de la casa, el Grupo Clarín. Y sin animo de recordar viejas cuitas, resulta ser un grupo que detenta a nivel nacional una privilegiada posición dominante en el mercado de las comunicaciones y a nivel local posiciones prácticamente monopólicas en múltiples localidades de la Argentina. El grupo Clarín fue en su momento el principal grupo empresario que se opuso a la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual y el promotor de su modificación –hoy de irónicas consecuencias, como ya expliqué— por parte de Mauricio Macri.
Telecom impugnó el Decreto 690/2020. Su enorme poder le impide aprender de viejas derrotas.
Hace ya muchos años, ATA (asociación de televisoras abiertas de Argentina) había impugnado la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, invocando entre otras causas la presunta catástrofe económica que su aplicación traería aparejada. Y había ofrecido como prueba abrir al escrutinio judicial los balances de las televisoras. El organismo estatal regulador de entonces, llamado AFSCA, que era parte en el juicio, decidió aceptar dicha prueba e incluso exigirla. Tres días después de la presentación el ente estatal, ATA desistiría de aquel juicio. Y los balances no se someterían al escrutinio judicial.
Algo similar sucedió a Telecom con su impugnación al decreto 690/20. Invocó. entre otras razones para solicitar una medida cautelar que suspendiese el precitado decreto, el presunto perjuicio económico “irreparable “que su implementación le causaría. Lo que omitió enunciar Telecom fueron los efectos concretos que podría acarrear el hecho de afrontar dichos costos, en relación al giro normal de sus actividades. Porque, a decir verdad, invocan fácil el perjuicio económico –mientras reparten ganancias al mismo tiempo— pero suelen ser reacios a abrir para el escrutinio sus estructuras de costos y precios. Ari Lijalad escribió hace tiempo, al relatar que, en noviembre de 2020, Telecom repartió 430 millones de dólares entre sus accionistas: según informó la empresa a la Comisión Nacional de Valores (CNV), “los dividendos en especie que se acreditarán corresponden a resultados generados a partir del 1° de enero de 2018”. Lo curioso es que Telecom informó que tuvo pérdidas por 10.582 millones de pesos en 2018, por 22.151 millones en 2019 y por 1.249 millones en lo que va de 2020. ¿Cómo acumularon dividendos si tenían pérdidas?”
Por la falta de acreditación del perjuicio económica y otras razones de orden procesal, el juez que debía resolver la cautelar solicitada por Telecom resolvió denegarla. Nuevo SPOILER ALERT: la discusión judicial continuará sin dudas, pero no deja de ser una pequeña victoria para los usuarios.
Como señaló Rafael Bielsa (el abuelo) en 1929: “Si se pudiese admitir por un instante que, por efecto de los contratos de concesión, la voluntad de los concesionarios pudiera poner en jaque las decisiones tomadas por la Administración en un fin de utilidad pública, necesario sería condenar irremisiblemente el sistema de concesión como contrario al interés general.”
Envejecer tiene también consecuencias. Una de ellas es que las personas tienden a repetirse. Durante el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner una de las estrategias favoritas del Grupo Clarín fue motorizar sus reclamos a través de asociaciones de usuarios. Recuerdo con particular cariño la acción cautelar que en su momento interpuso una asociación de usuarios de Fibertel por sanciones que le habían sido aplicadas a la empresa. El detalle delicioso de la anécdota fue que la asociación de usuarios en cuestión se había constituido con domicilio en el estudio de abogados del Grupo Clarín. Y el dato de color que completa la anécdota: era el estudio de Carlos Rosenkrantz, quien dejó de ser miembro de ese estudio para convertirse en miembro de la Corte Suprema durante el gobierno de… Mauricio Macri, en una polémica designación como juez de la Corte por decreto.
En estos días una asociación de usuarios está reclamando judicialmente contra el decreto que limita los aumentos de tarifas de las empresas. Afirma que “que la negativa a autorizar el aumento del 20% compromete la competencia y sustentabilidad de las empresas y, por ende, la efectiva prestación de los servicios de telecomunicaciones a todos los usuarios”. A estas alturas no sorprenderá a nadie que la asociación de usuarios está vinculada a un funcionario de … el gobierno de Mauricio Macri. Precisamente a quien fuese el Director de Defensa del Consumidor durante el gobierno de Cambiemos, quien renuncio a la asociación para asumir el cargo en cuestión.
Mas allá de los debates judiciales, que son siempre apasionantes, creo oportuno recordar que “en el derecho comparado más moderno se reconoce como un derecho humano el acceso a las TIC. Así se verifica, por ejemplo, en los ESTADOS UNIDOS MEXICANOS, donde en 2013 se consagró en el artículo 6 de su Constitución Política el derecho de acceso a Internet, y también en la República de Francia, donde fue consagrado por el Conseil Constitutionnel como derecho fundamental el acceso a Internet en el año 2009”.
"Es un deber indelegable del Estado nacional garantizar el acceso y uso de las redes de telecomunicaciones utilizadas en la prestación de los servicios de TIC así como el carácter de servicio público esencial y estratégico de las tecnologías de la información y las comunicaciones en competencia, estableciendo no solo las pautas para el tendido y desarrollo de la infraestructura en término de redes de telecomunicaciones a lo largo y ancho de todo el territorio nacional sino también las condiciones de explotación de aquella, de modo tal que se garantice la función social y el carácter fundamental como parte del derecho humano a la comunicación de las Tecnologías de la Información y la Comunicación”.
No son más que algunas de las razones que enuncia en sus fundamentos el Decreto 690/20, que a la fecha ha sido ratificado por el Senado de la Nación. Concluyo enunciándolas porque es importante entender que mientras algunos reducen la discusión a balances números y dinero, lo que estamos discutiendo en verdad son los derechos de los ciudadanos y ciudadanas de este país.
Con o sin pandemia, todos necesitamos de los servicios de comunicación para trabajar, estudiar, entretenernos, pagar las cuentas, hacer trámites e incluso poder decir “te quiero”. Y cada una de esas actividades son modos de ejercer nuestros derechos y que no pueden estar librados al capricho y la rentabilidad de unas pocas empresas. Porque —y precisamente— son derechos y no mercancías.
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