(Des)bandados

La generación que creció a la intemperie durante el declive del estado-nación.

 

La editorial Tinta Limón acaba de reeditar el libro Chicos en banda: los caminos de la subjetividad en el declive de las instituciones, escrito por las investigadoras Silvia Duschatzky y Cristina Corea. El libro fue publicado por primera vez en 2002 y es el resultado de una investigación realizada en la ciudad de Córdoba con jóvenes de la periferia entre los años 2000 y 2001 a partir de un convenio entre la Unión de Educadores de la Provincia de Córdoba (UEPC) y la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO). Un libro, como dice el prologuista Diego Sztulwark, muy esperado, toda vez que estaba siendo una figurita difícil de conseguir en librerías.

Basta nombrar esos años para que el lector o la lectora se den cuenta enseguida el telón de fondo del trabajo de campo. Las reformas que definieron alguna vez al neoliberalismo habían mostrado su costado más crudo. El estado social se había desmantelado completamente, sin resignar su mano izquierda. Pero la desinversión implicaba una serie de transformaciones, entre ellas el reemplazo de las políticas asistenciales (universales, de oficio e inclusivas) por políticas de subsistencia (focalizadas, a requerimiento de parte previo certificación de pobreza y de mera contención). Pero también fortalecía su mano derecha: no sólo aumentaba la población encarcelada sino que cada vez había más policías en las calles, es decir, el Estado estaba invirtiendo cada vez más dinero en el sostenimiento del policiamiento intensivo y preventivo para regular los flujos poblacionales. Dos prácticas que llegaron para quedarse, por lo menos en las décadas que siguieron. Peor aún, el Estado no sólo fue descomprometiédose de determinados problemas que hasta antes de ayer constituían su razón de ser sino que se fue fragmentando. Tema que las autoras abordaron al comienzo del libro, en los términos propuestos y problematizados, entre otros, por Ignacio Lewkowicz –compañero de Cristina– en el libro Pensar sin Estado: la subjetividad en la era de la fluidez (2004) y por Mariana Cantarelli y el Grupo Doce en el libro Del fragmento a la situación (2002).

El declive institucional es el telón de fondo del desbande. El estado-nación, en tanto metainstitución dadora de sentido, generador de lazo social a través de la postulación de relatos articuladores, había estallado, se había desfondado o se encontraba en declive. Esa “impotencia instituyente” se ponía de manifiesto en la crisis de la familia y la escuela tradicionales. En efecto, los patrones identitarios perdieron su capacidad de interpelación. La desintitucionalización como la descomposición del Estado. Un Estado que se fragmenta, donde sus agencias se desacoplan, desenganchan y dejan de coordinar. En este contexto de agotamiento de las ficciones que aportaban sentido, los ciudadanos empezaron a desorientarse, replegándose en un presente que giraba en torno al mercado y que empezaba a organizarse cada vez más en torno al consumo.

Cuando apareció Chicos en banda allá por 2002 sabíamos todavía muy poco sobre estas experiencias y las trayectorias juveniles que aquí se describen y analizan. Todavía no se había publicado Sociología del delito amateur de Gabriel Kessler (2004), Cuando me muera quiero que me toquen cumbia de Cristian Alarcón (2003), ni los trabajos de Daniel Miguez, Alejandro Isla, Sergio Tonkonoff y María Epele. No estábamos en el grado cero: además de la criminología crítica de la serie negra de Siglo XXI se habían publicado Otra vez en la vía (1993) de Javier Auyero, Los pibes del fondo (2000) de Patricia Rojas y los trabajos coordinados por Mario Margulis. Pero no había muchos más, las preferencias de las editoriales estaban puestas en otros temas vinculados a la acción colectiva. Y lo mismo sucedía en el campo de la investigación social: la atención se la llevaba la protesta social. No eran mundos aparte pero había que leerlos conjuntamente sin perder de vista sus especificidades.

El piberío, esa zona donde la frontera entre la infancia y la adolescencia se vuelve borrosa, es el objeto de la “implicación”. Las investigadoras miran y no entienden lo que observan, están perplejas. Hace falta nuevas categorías para aprehender la novedad que ensayan estos jóvenes. En efecto, el trayecto que organizaba las biografías juveniles empezaba a descompaginarse. Entre la casa y la escuela, la esquina y la calle empezaban a gravitar con más intensidad la vida de estos jóvenes. Lo que estaba sucediendo no podía comprenderse apelando a los lugares comunes. Estas nuevas derivas situacionales necesitaban otras claves de lecturas para comprender no sólo el tamaño de las circunstancias sino, sobre todo, las apuestas creativas de los actores frente a esas circunstancias.

Porque para las autoras estos jóvenes, además de ser objetos de las políticas de exclusión y hostigamiento, son sujetos de experiencias a través de las cuales no sólo hacen frente a esas prácticas hostiles (desfondamiento) sino que, sobre todo, innovan, van componiendo nuevas formas de sociabilidad. Las autoras entonces se proponen reponer la capacidad de agencia de los pibes y pibas, tratar de leer sus derroteros haciendo hincapié en su capacidad de composición de subjetividades potentes. Estamos hablando de la generación desangelada, aquella que creció a la intemperie, sin la protección del Estado, pero también, en muchos casos, sin la protección de la familia y su comunidad. Es decir, hablamos de chicos y chicas en problemas pero también con montones de respuestas, que no se quedaron de brazos cruzados aceptando con resignación lo que en suerte les tocó, que desarrollaron prácticas que, por más frágiles que fueran, buscaban componer otras relaciones que los rescatase de sus derroteros.

Uno de ellos es la banda. Los chicos están y andan en banda. Es muy interesante el título que eligieron las autoras. Por un lado hablamos de chicos que están en banda, es decir, que fueron abandonados o se encuentran arrojados, más allá del Estado, a la deriva. Pero también de chicos que andan en banda, jóvenes que hicieron de la banda –y la deriva también– una manera de hacer frente a ese abandono. Jóvenes que encontraron en la grupalidad un punto de apoyo y protección, un laboratorio y una resistencia.

 

El libro gira alrededor de la violencia. Una violencia que asume múltiples formas, que será vivida de distintas maneras, como estallido (para señalar por ejemplo el fuera de lugar de la escuela), como ritual situacional (forma instituida que marca y funda las relaciones entre pares como relaciones de reconocimiento), como acontecimiento (forma de expresión y catarsis) y como matriz (la argamasa o telón de fondo de sus experiencias cotidianas). Jóvenes que encontraron en la violencia la materia prima para componer sus relaciones y tramitar otros problemas. Violencias que, en un contexto de impotencia instituyente, se presenta y vive como una manera de estar con los otros, de buscarlos, una forma incluso de remar la temporalidad con la que se miden cotidianamente.

Hay dos prácticas asociadas a estos jóvenes: el robo y la droga. ¿Qué lugar ocupa el delito en los jóvenes en este contexto de declive institucional? ¿Qué hacen los jóvenes cuando usan drogas ilegalizadas? No son preguntas sencillas de responder. Las autoras ensayan algunas respuestas siguiéndoles el pulso a sus informantes claves. Por empezar, lo que hay que decir es que el “choreo” forma parte de un universo de opciones. No se lo presenta como una estrategia económica sino moral, la oportunidad para componer relaciones de pertenencia. Según las autoras, salir a robar es salir a hacer algo: “la práctica del choreo está impulsada por otras demandas o búsquedas vinculadas a la conquista de un lugar en el grupo y de un sistema referencial que organice de algún modo el caos de la experiencia: adónde pertenezco, en qué sistema de valoraciones me incluyo, cuáles son las ventajas de pertenecer a un grupo, etc.” El choreo, entonces como movilizante. Salir a robar es salir a hacer algo, llenar el tiempo muerto, romper la inercia cotidiana, adueñarse de algún modo del porvenir, empezar a decidir. El choreo, entonces, en tanto motorizador de la grupalidad, es una experiencia socializadora y generadora de códigos que funda solidaridades.

En cuanto al “faneo”, dicen las autoras, “el consumo es algo más que una adicción. Es el lugar donde las emociones se desbordan (agresión, dolor, angustia, rabia, impotencia) y al mismo tiempo se despiertan (coraje, control del miedo). El consumo es una práctica que se enlaza a una cadena de experiencias. Más allá de ser o no adicto, la droga es una marca, al estilo de un tatuaje y en la medida en que marca enlaza a un nosotros imaginario: somos ‘chorros’, ‘drogones’, ‘negros’, ‘cuarteteros’, etc.” El uso de drogas está lleno de riesgos, pero que los jóvenes asumen para encantar sus vidas y explorar sus cuerpos.

Pero los robos y el uso de drogas no son las actividades fundamentales. Son experiencias que hay que leerlas al lado de la jodas o las fiestas, las peleas o broncas en la calle con otras bandas, las resistencias a las autoridades (sean policías o maestros). Todas experiencias más o menos colectivas que motorizan la grupalidad, que expande sus experiencias en el aquí y ahora.

Tanto el “choreo” como el “faneo” son ritos situacionales que permiten establecer relaciones. Rituales cuyo carácter productivo sólo puede reconocerse cuando se piensa siguiendo de cerca el punto de vista de los propios jóvenes. La banda como configuración social se sostiene en el fluir de emociones desbordantes en los confines del barrio. El choreo como el faeno son dos momentos catárticos de aquellas emociones, pero no constituyen las prácticas definitorias de su identidad. Son prácticas concretas y situadas que hay que leerlas al lado de otros modos de existencia más o menos potentes a través de las cuales producen redes de cooperación y cuidado entre sí, tramas de lealtades y fidelidades más o menos móviles, más o menos frágiles pero llenas de promesas. No sólo quieren inmunizarse, agregarle certidumbre y protección a una vida experimentada con mucha inseguridad, sino desarrollar otras cualidades que les permitan seguir explorando sus cuerpos, saber –como bien dijo César González– lo que puede un cuerpo. En otras palabras: a las autoras les interesa indagar las disposiciones de los jóvenes para lidiar con los efectos de los estallidos de los diques de socialización, las practicas subterráneas de la vida a la intemperie.

Con todo, el libro de Duschatzky y Corea plantea una serie de preguntas con las que todavía nos seguimos midiendo. Ensayan algunas respuestas y apuntan algunos reparos que deberíamos tener presentes a la hora se continuar encarando nuestras investigaciones. Algunos de los problemas serán retomados por Silvia en libros posteriores, entre ellos en Maestros errantes, experiencias sociales en la intemperie, también por los colectivos Situaciones y la Comunidad Educativa Creciendo Juntos, autores de Un Elefante en la escuela. Lamentablemente un accidente fatal que le costó la vida a Cristina y su compañero Ignacio Lewkowicz nos privó de conocer el despliegue de muchas de las tesis que aquí se formularon, pero dejaron mucha tela para cortar.

Sólo resta decir lo siguiente sobre la “implicación” que auspician a la hora de investigar, una metodología que no está hecha de entrevistas sino de diálogos. Lo digo otra vez con las palabras de las autoras: “La suposición de un sustrato universal de violencia, la suposición de que en condiciones de expulsión no existen operaciones subjetivas de simbolización sino sólo de desubjetivación, son sólo algunos de los supuestos que nos veríamos obligadas a abandonar ante la decisión de avanzar más en la implicación de un pensamiento. La necesidad de implicarnos aún más en la interpretación y la lectura se nos revelaría en la necesidad de abandonar un saber construido para poder pensar la situación. (…) Pero el lento y trabajoso movimiento de implicación exhibe algo que estaba oculto a la mirada instituida y codificada de los investigadores: la presencia de unas subjetividades, de formas propias de habitar esos territorios, de modos de vinculación con las situaciones que delatan bastante más que la simple necesidad de ser algo más que puro despojo.”

 

 

* El autor es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor de Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.

** Las ilustraciones que acompañan la nota son de la artista Valentina Giménez.

 

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