La corporación de los economistas
El “hay que” fácil, sin evaluar costos y beneficios, devalúa a la política
Noches pasadas escuché una defensa corporativa de la cofradía de los economistas. En esa misma tenida televisiva, habitual en el gremio, el entrevistado afirmó “hay que”.
Rara vez se repregunta el cómo. Jamás es explicado.
No se repregunta por las consecuencias, costo y beneficio, de lo que “hay que hacer”. Divorcio de la realidad.
En política económica, la realidad son las consecuencias, ¿pero de eso no se habla?
Si no decimos cómo se hace y no mencionamos las consecuencias y el costo de ese hacer, no estamos hablando de nada. Palabras vacías.
La emisión de tantas voces devalúa la palabra de los economistas. La política, con tanta emisión de voces vacías y contradictorias, está absolutamente devaluada.
Volvamos. La primera definición requerida es: ¿Quiénes son los miembros de la corporación de los “economistas”? Depende.
En una encuesta que dirigió hace años el sociólogo Francisco Pancho Suarez, Julio H.G. Olivera señaló (no cito sino que aproximo sus palabras) que “economista es todo aquél que trabaja en economía, sea investigador, ensayista, asesor, funcionario, etc., en temas económicos”.
Olivera era Doctor en Derecho, pero nadie dudaría que era y es “el economista” argentino que investigó, publicó artículos académicos y ensayos sobre cuestiones económicas. Además asesoró y fue funcionario: ministro de Economía en el interior y secretario, en la Nación, de Estructura Económica en 1973, con el ministro José Gelbard, quien estaba lejos de ser graduado en economía. Olivera era un economista, sin título.
Como Alvaro Alzogaray, Roberto Aleman y José Martínez de Hoz. Pero hicieron escuela, fueron muy influyentes en términos de pensamiento económico e instalaron un paradigma que, finalmente, resultó dominante en nuestro país. No nos fue bien con ellos y las consecuencias de sus “hay que”. ¿Le cuento?
El defensor se refería a los graduados en economía y abrió una “grieta” entre economistas y políticos. La defensa corporativa fue más o menos así: “La decadencia económica argentina es consecuencia de lo que los economistas (los científicos) en el gobierno le decimos a los políticos (los instrumentadores) en el gobierno, que es lo que hay que hacer (programa) y ellos no lo hacen porque no quieren pagar los costos (política)”.
¿Los economistas hicieron las propuestas sin medir consecuencias y costos?
¿Los políticos no toman las decisiones sugeridas porque saben y temen, sus consecuencias o sus costos?
¿Dónde se ubica la divergencia?
¿Debe un economista proponer medidas sin exponer costos y consecuencias? ¿O las propone aunque los costos sean mayores que los beneficios eventuales? ¿Eso está bien éticamente? ¿O por casualidad alguien cree que es sostenible?
Dijo el gran maestro JMK: “a largo plazo estaremos todos muertos”. La política económica transcurre en el tiempo y en el espacio.
En el espacio: lo que puede ser maravilloso para el planeta o para Ulan Bator puede ser espantoso para nosotros. Pensamiento situado.
La política económica se debe pensar en un espacio histórico concreto: un prudencial espacio de tiempo. El argumento de las consecuencias positivas en 2120, dentro de un siglo, debe ser descartado.
Cierto: no se le puede reclamar a las medidas que resulten plenas de un día para el otro. Pero hay un tiempo de “tolerancia colectiva” para la maduración del costo y los beneficios de las políticas.
Es posible la suficiente “tolerancia colectiva” para la maduración de una medida económica costosa. Deriva en un tema de administración de la política económica, economía política.
Hay consecuencias no deseadas de la política que pueden trocar en “enfermedad silenciosa” que se pretende tratar con “medicina del dolor”, pero eso es propia del enfermo terminal.
No procurar el remedio implica pretender “extender sine die la tolerancia colectiva”. Toda la política de atención a la pobreza, posterior a la Dictadura hasta nuestros días forma parte de la “medicina del dolor” lo que implica –tal vez sin saberlo– la renuncia al tratamiento de cura y recuperación. Podemos imaginar cómo termina.
En política económica “el éxito” no es una categoría propia.
Toda resolución de un problema implica, necesariamente, la generación de otro. El éxito es que el problema generado sea menor (y más fácil de resolver) que el problema resuelto.
La política económica correcta es la construcción de una escalera de soluciones que hace que cada peldaño sea menos difícil de superar que el anterior.
Por eso los “plazos” de vigencia de la construcción son proporcionales a la altura a alcanzar.
No hay ninguna medida de política económica que se pueda considerar “profesional” que no tenga en cuenta las consecuencias y la relación costo-beneficio. El problema que se genera debe ser menor al que se superó.
Proponer un costo que supera los beneficios no es racional ni ético. Si bien no “se debe” proponer, desafortunadamente “se puede” y diría que, por los resultados, es la práctica más habitual. “Beneficios y costos” son los términos de todo razonamiento económico.
La defensa corporativa aludida pone en escena a un economista del “tipo asesor” que informa, propone, aconseja. No ejecuta política económica. Escuchando esa intervención empecé a entender porque un joven economista me dijo “a nosotros nos enseñan modelos, no política económica”.
En los años ’60, en la UBA, la carrera era “economía política”, no economía a secas.
Creo, no cito, que JMK sostenía que para formarse en esta disciplina, había que estudiar filosofía, historia y matemáticas.
La “política”, el hacer y el sentido ético de la acción, eran materia prima de aquella formación que no excluía ni la matemática ni los modelos, pero (eso sí) incluía las cosas magnas, el análisis comparativo de otras sociedades, la geografía y alguna información de cómo funciona el mundo en tiempo real, el diseño y la articulación de la política económica.
Muchos graduados de aquellos años, becados, viajaban a las universidades norteamericanas e inglesas, pocos a universidades del continente europeo y a la Cepal en Santiago de Chile.
En esos primeros años de la profesión, “lo dominante” era la formación en la “teoría del desarrollo económico”.
El compromiso de la disciplina económica era estudiar y diseñar la manera de acelerar el crecimiento, pero atendiendo al desarrollo, que no son la misma cosa. Es difícil que exista desarrollo sin previo o acompasado crecimiento.
En aquellos años, Guido Di Tella, ingeniero en Argentina y economista en Estados Unidos, nos enseñó a discutir las distintas miradas acerca de cómo alcanzar el desarrollo. La preocupación de los economistas en un país que crecía era que no nos desarrollábamos lo posible y necesario.
Durante la Dictadura hubo un desembarco sostenido de otras visiones y la idea del desarrollo fue sustituida. Además, la otrora dominante keynesiana sufrió un enorme deterioro. El desembarco y el deterioro estaban alimentados por las becas que esta vez se orientaban a la escuela de pensamiento de “Chicago”. En el final de los ’70 “la estanflación” generó una respuesta en el debate económico que aquí desembarcó de la mano de los “Chicago Boys”.
Ese esquema simplificado de pensamiento económico se enfrentó a la multidimensionalidad de la política económica del “cuadrado mágico” del Estado de Bienestar: crecimiento, pleno empleo, equilibrio externo y estabilidad de precios. Objetivamente, desde entonces, se renunció al objetivo del pleno empleo, del equilibrio exterior y del crecimiento, para ordenar todo en términos de estabilidad.
Esa política nos instaló en el estancamiento, en el desempleo, la pobreza y la deuda externa, y persiguiéndola no sólo no logró la estabilidad sino que desde entonces tenemos el promedio de larga duración más alto de inflación de la economía argentina.
La economía es parte de un sistema multidimensional y es imposible alcanzar “un solo objetivo” si lo que se propone es obtener “un solo objetivo”.
La idea subyacente de las ideas dominantes en la “corporación de los defendidos” es que la persecución de la estabilidad lleva por sí sola al crecimiento, el pleno empleo y al equilibrio externo. La contundencia del fracaso de esas ideas por décadas ha generado en esos mismos creyentes una nueva Kriptonita contra esos males.
Dicen: no se trata de tener políticas para crecer, para el pleno empleo, para el equilibrio externo y para la estabilidad al mismo tiempo.
La fórmula es “reformas estructurales”. ¿Qué estructura hay que reformar? ¿El aparato productivo? ¿El comercio exterior? ¿La administración pública?
No. El discurso dominante, que no reposa ni en la realidad ni en la teoría, habla de reforma previsional, tributaria y laboral. Lo repiten ad nauseam.
¿Qué reforma previsional podría funcionar con 43% de pobreza que no tributa y recibe transferencias y con 30% –por decir poco– de trabajadores asalariados pero informales?
¿Qué reforma laboral per se produciría la eliminación del desempleo y el ansiado aumento de la productividad?
¿Qué reforma tributaria per se podría generar el incremento de la acumulación productiva y una mejora en la equidad distributiva?
Ninguna de las tres reformas por sí solas lograrían nada así fueran tomadas de manera simultánea y acatadas aplicadamente.
El régimen previsional es inequitativo e ineficiente; como lo es el sistema tributario y el régimen laboral.
Pero la “real estructura” en que se asientan esos institutos es una dominada por un modelo en el que el 80% de la fuerza laboral está ocupada en el sector servicios y sólo el 20% produce bienes transables. Dominada por un modelo de acumulación que no atrae y expulsa la inversión reproductiva e incentiva las inversiones financieras.
Una estructura gobernada por una clase dirigente, política, sindical, empresarial que no privilegia, en ningún caso, el horizonte y no pretende más que “la diaria”, vamos viendo, paso a paso.
No todos, pero la sugerente “corporación de los economistas” aspira a fungir de asesores de reformas que, en éste contexto, suponen consecuencias inimaginables. Hay costos y consecuencias. No “hay que”. En economía, el orden de los factores, cambia el resultado.
* Artículo publicado en El Economista.
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