"Este tipo que veo acá en la foto, que fue un bebé, que se reía: ¿cómo terminó torturando gente?"
Cuando me casé empecé a escribir un libro para mis hijos, para que conozcan su historia. En realidad yo tampoco conocía la mía. Eso lo veo ahora, tenía una historia dibujada. Me casé a los 22 años. Y los escritos se interrumpen cuando mi mamá me llama por teléfono y me dice: Papá está preso. Entonces comencé a hacer otro tipo de registro, mío y de la historia de mi papá.
Las páginas arrancan en febrero de 1999. Yo era moza en una confitería. Atendía mesas desde hacía más de un año. Contaba la historia con Luis. Pegué el papelito en el que mi marido me escribió por primera vez su teléfono. O el mapa que hizo para llegar al Registro Civil. Cuando me enteré que estaba embarazada dejé de escribir y seguí dos años más tarde. En ese momento puse: Acá estoy, después de tanto tiempo, para continuar esta historia. Hablaba del embarazo. Y a mi papá nunca lo había vinculado a la dictadura. Mantenía una relación muy afectuosa. Era un padre muy protector, un dato que también impactó de manera particular al enterarme que estaba preso. Cuando mamá me llamó el 31 de agosto de 2005 para darme la noticia, no entendía de qué hablaba. Fui a visitarlo a Marcos Paz. Tenía una angustia terrible. Me parecía una situación absurda. ¡Este gobierno de zurdos revanchistas!, decía a tono con lo que circulaba en la familia, entendiendo que estaba mal, sin poder ni considerar que podía haber algo cierto. Ahí arrancó mi historia: la idea de poder pensar que tenía un padre genocida.
Primero la negación. ¿Cómo voy a traicionar a este padre? Y así hasta el año 2008, cuando se elevó la causa a juicio oral. Algo que según el discurso familiar no iba a pasar nunca porque supuestamente eran todas mentiras. Googleé el nombre de papá. Y leí la causa.
Yo tenía el expediente pero nunca lo había leído. Empecé a tomar idea de la magnitud de lo que estaba pasando. Comenzaban los juicios. Leí testimonios. Oí los casos de restitución de nietos. Y fue un camino sin retorno: entendí que me tenía que posicionar frente a esto y me posicioné claramente en contra del horror.
Mis hijos estaban en el jardín, contaban cosas, me llamaba la maestra. El mejor amigo de mi hijo tiene un tío desaparecido. Y aparecían situaciones de encuentros inesperados, por los circuitos donde me estaba moviendo: escuela pública, universidad pública, escuela de arte. Escenas con las que mis hermanas no lograban encontrarse. Dos de ellas trabajaban en la policía y estudiaron en la facultad de la policía. Mi familia no aceptaba que yo pudiera pensar de otra manera. Hubo un distanciamiento. Y en esa situación de desborde, empecé a hablar. Di una primera nota para Miradas al Sur en 2009. Estudiaba psicología y una de mis compañeras tenía a su hermana gemela periodista en esa publicación. Di testimonio para el libro Hijos de los '70 que salió seis años después. Empecé terapia. Volví a escribir. Pero ahora la pregunta era otra: ¿Como voy a explicar esto a mis hijos? Dante tenía 4 años y el más chiquito estaba naciendo. ¿Cómo les explico que de repente se quedaron sin abuelos? ¿Que de repente sus tías no los ven? ¿Que de repente cortaron vínculos con sus primos?
Un día me presenté en el juicio. Había una persona en la entrada. Dije explícitamente que no quería entrar como familia. Quienes van, están separados: los familiares se sientan en un lugar y la querella en otro. Con mucha vergüenza, dije mi apellido. Expliqué que iba como parte de una sociedad que repudia lo que hizo. Ese día mi papá comenzaba a ser juzgado en la causa del Primer Cuerpo del Ejército por el Circuito Atlético-Banco-Olimpo. Comodoro Py estaba lleno. No sé si el tipo me vio angustiada.
—Quedate ahí, a un costado— me dijo—, seguramente vas a poder entrar.
Entré. Lo vi entrar detrás de un vidrio. Y después no fui más. Dejé de ir por indicación de mi psicóloga. Seguí el juicio y leí la condena por los diarios.
Cuando me recibí de psicóloga empecé a trabajar en una escuela pública. Y en educación especial durante un año de mucho movimiento. Leí sobre la dictadura y el nazismo. Leí El alma de los verdugos de Baltazar Garzón y Vicente Romero. Vi el testimonio de una persona en una situación parecida. Conocía el caso de Vanina Falco porque hacía poco se había recuperado a Juan Cabandié. Y seguí con el registro. Traté de historizar a papá. De estudiarlo. En un intento de tratar de entender lo inentendible. Fui a buscar a mi abuela, fui a buscar a mi tía, busqué la lista de compañeros de primaria. Fui a la escuela, busqué legajos. Me contacté con gente del secundario. Traté de armar su historia, de ver donde estaba la falla. Este tipo que yo veo acá, que es un bebé, que se ríe: ¿cómo pudo terminar torturando gente? Traté de ver quiénes fueron mis abuelos. Empecé a armar la trayectoria familiar.
Encontré la tarjeta de bautismo.
Esta es la foto de mis abuelos paternos.
Y una constancia de escolaridad: el momento en el que se presentó en la Escuela de Cadetes Ramón Falcón. Me pregunto cuándo fue. ¿Cuándo entró? Hace poco leí su legajo. Supe que entró en 1971. Tendría que haber terminado la secundaria en el '70, pero abandonó en tercer año. Pero eso yo no lo conocía por el relato familiar. Según ese relato, mi papá era un genio. El mejor alumno. ¿Pero por qué abandonó? Iba al Nacional Buenos Aires. Hablé con una compañera del secundario. Me dijo: Porque no estudiaba. Dejó el colegio en tercer año, en 1967. Entró a la Policía como conscripto en 1971, creo que por una resolución. Y cuando estaba por entrar a la Escuela de Oficiales no pudo hacerlo porque no tenía el secundario. Supe que hizo un comercial, rindió las dos o tres materias pendientes y obtuvo esa constancia —dice acá— "para ser presentada en la Escuela de Policía Ramón Falcón".
Ingresó a la escuela de Oficiales de la Policía Federal y empezó la carrera en 1972 o 1973. Yo no sé por qué Policía. Yo invento cosas en mi cabeza. Mi abuelo era checoslovaco, sé que mis abuelos eran violentos entre ellos, había maltratos, que era una familia poco contenedora. Que estaba esta cuestión de que él estudie medicina. La idea de Mi hijo el doctor. Pero no sé por qué decidió entrar a la Policía. Sé que fue desalentado por mis abuelos, pero entró lo mismo.
Yo miraba todo esto y no podía parar de llorar. Acá están las fotos de mis abuelos. Tenían una quinta en Moreno. Este era mi abuelo paterno. Con sólo verlo, me da impresión: lo recuerdo como algo feo.
Fui juntando fotos. Y vi una familia desarmada. No conocíamos a los hermanos de mi abuelo. Hay fotos recortadas. Yo digo, ¿qué pasó con la persona que estaba acá?
Un día fui a ver a mi tía Laura, su hermana. Ella estuvo casada en primera nupcias con un compañero de trabajo de papá. También policía. Mi tía me contó cosas de la época. Me dijo que mi viejo le habló de un enfrentamiento en el que se encontró con una compañera del Buenos Aires. La busqué en las redes sociales. La ubiqué. Me encontré con ella hace dos años y empezamos a reconstruir la historia. Ella estuvo exiliada y tiene una compañera desaparecida: Rosita Pagés Larraya. Había sido compañera del secundario de papá. Me mostró una foto. Los egresados tenían un grupo cerrado de Facebook. Y ahí había una foto de Rosita.
—Esta foto que ves acá, la sacó tu papá—me dijo—. Estábamos en la quinta de Moreno que tenía la familia y donde a veces íbamos los fines de semana. Y tengo otra foto donde están tu papá y Rosita, pero por una cuestión de respeto, nunca la subí al Facebook.
Quedamos en vernos con otros compañeros para armar todo esto. En el grupo encontré una referencia negativa sobre quién era mi papá. Cuando apareció la noticia de la condena, alguien la subió con un comentario. "Sabrán reconocer en el nombre de Eduardo Kalinec a nuestro compañerito", dijeron. "Suerte que se hizo justicia". Y alguien escribió: Ya de chiquito era un hijo de puta.
Tremendo, dije yo. Eso quería decir que todo esto estaba presente desde chico. ¿De dónde viene esa maldad? Pensé en la institución. La Policía. Por qué refuerzan todo el tiempo el odio, el maltrato, el forreo. Y hoy están más enardecidos, alentados con estas políticas y esta línea que baja el Poder Ejecutivo. Esto también nos interpela en relación al colectivo. A salir a hablar. Y vuelve a las familias. Vuelve con distintas lógicas. Porque la mía era la familia Ingalls. Pero había una cuestión de padre omnipotente, jerárquica, donde se hacía todo lo que decía. Mamá era ama de casa y él un padre proveedor en casa de mujeres. Mamá se tragaba todo y se envenenó el cuerpo porque desde muy joven tuvo un cáncer en la sangre por un sistema inmune que no generaba defensas. Y como esto te atraviesa, la represión hace síntoma en su doble dimensión. En lo social, en lo personal y en lo familiar: como lo reprimido que vuelve.
Yo seguí escribiendo hasta que entré en un periodo de latencia: seis años de silencio durante los cuales se le reactivó el cáncer de mamá. Recompusimos la relación a los ponchazos. Y después de su muerte, avancé con ese nuevo posicionamiento como si hubiese habido algo de freno para no lastimarla. A mí me hacía mal no hablar. A ella, hablar. Estaba muy deteriorada. Murió el 9 de septiembre de 2015. Meses después salió el 2x1 y a los meses se fundaba Historias Desobedientes.
Para entonces tenía un Facebook. Cuando empecé a escribir y registrar, quedaba todo guardado en una computadora y un pendrive. Un año después de la muerte de mamá, empecé a preguntar qué hacer con esos relatos. Una amiga me sugirió armar una página en FB. Armé la página. Hijos Desobedientes, donde iba subiendo algunos textos. Uno de los textos se llamaba: De 'Colita de algodón' a la Obediencia Debida. Colita de algodón era un cuento que mi papá nos contaba de chicas y que después se lo relató a sus nietos: un conejito que por desobediente se cae y se lastima la colita. Ahí aparece la cosa de la desobediencia, que a mí tanto me molesta. Un día una amiga me dijo que estaban buenas esas historias desobedientes que les contaba a mis hijos y mis alumnos, y así quedó.
Era 2016. Dejé abierto el espacio con la idea de subir escritos autobiográficos y de invitar a otras personas a escribir. A partir del testimonio del libro de Hijos de los '70, me había contactado con Lili Furió. Me ubicó por las redes sociales. Y cuando salió el 2x1, llegué a mi psicóloga llorando. Cuando hay justicia, la sociedad puede estar tranquila. Pero lo que está pasando ahora nos pone a todos en estado de alerta. Dos días después, me llegó por todos lados la nota de Mariana Dopazo: Marché contra mi padre genocida. Llamé a Lili. Y dije: Lili, somos tres.
Empezaron a aparecer comentarios. Laura Va decía: Me siento identificada. La clickeé, le mandé un mensaje y me llamó enseguida. Y en breve armamos un grupo de Whatsapp que era una ensalada rusa. Mientras se armaba el grupo, Lili dice: Tenemos que salir al Ni Una Menos. Se mandó a imprimir la bandera. Y ahí hubo una discusión: si éramos hijos de represores o de genocidas. Ya estaba este gobierno que mandaba a reprimir a los maestros a la Plaza y queríamos asumir una postura que dijera que lo que hubo acá fue un genocidio. Después la historia es conocida. La primera reunión fue el Día del Padre.
A veces necesitás darte permisos con vínculos primarios tan fuertes. La ruptura genera mucha culpa. Pero en mi caso no era un dato menor el hecho de que mi papá estuviera preso. Ahí hubo un juicio. Hubo una sentencia. Él está con sentencia firme. Está con una condena. Y a mí eso me permitió no tener el peso de desconfiar de él en términos personales: No lo digo yo, lo está diciendo la Justicia. Y eso está bueno. El cambio de gobierno activó la necesidad de pronunciarnos. Porque mientras había Justicia y los juicios avanzaron, existía alivio. Pero de repente eso queda amenazado, aparece la vuelta atrás, la impunidad, la liberación de los genocidas, y es como que entrás en un estado de alerta y eso se transforma en una cuestión de compromiso social. Y esa voz que hasta ahora no se había pronunciado, salió. Nos cuesta porque, ¡hay que llevar esa banderita de ser hijo de genocida! Y a veces no se entiende y hay que construir todo un posicionamiento nuevo, colectivo, parte del trabajo que nos estamos dando.
Cuando conocí a Luis yo tenía 19 años y él 39. Venía de otra vivencia, familia anarquista, padre militante de la FORA, anti-sotana, anti-uniforme. Y yo venía de una cosa muy cuadrada. Pero se casó con la hija del comisario. Con la desaprobación de mi familia, pero me casé. Estuve tres años de novia y lo conocieron tres meses antes del casamiento. En esos años, ni él ni yo vinculábamos a mi viejo con la dictadura. Eran los años de impunidad. Soy de 1979. Empecé a leer por primera vez algo de todo esto cuando Néstor Kirchner puso el Día de la Memoria como feriado. Yo era maestra. Daba clases en una escuela privada y católica de Lugano, que encima me había conseguido mi papá. Cerca del 2004, se armó un lío bárbaro porque una maestra mandó una serie de preguntas a los alumnos de séptimo sobre la dictadura. ¿Qué piensan de la dictadura criminal?, escribió, adjetivando. Y los padres hicieron una queja:
—¡Cómo la maestra va a abordar esos temas!
Mi papá parece un tipo común y corriente. Agradable, compra el pan, come asados, compra medialunas. Hace chistes con el verdulero. Y nunca dijo nada. Basa su estrategia de defensa negando todo lo que pasó. De Cristina decía que era una montonera. Yo al principio no conectaba. Y de más chica recuerdo algunas cosas. La televisión con la noticia sobre la restitución de la identidad de los mellizos Reggiardo Tolosa. Un tema muy mediático. Escuché comentarios en casa. Y ahora mi papá comparte celda con Miara. Yo iba a la colonia de vacaciones del Círculo de Oficiales de la Policía Federal. Y Juan Cabandié dice que estuvo. Recuerdo a un Mariano y a una Vanina. Y es posible que hayamos coexistido en tiempo y espacio.
Cuando apareció Cabandié, yo estaba embarazada de Bruno. Había un ciclo en Telefé sobre la identidad y un capítulo sobre la historia de Juan. Yo no sabía nada. Pero evidentemente estaba movilizada. El contaba que sus apropiadores le habían puesto Mariano, pero él sabía que se llamaba Juan. Mostraron una escena que representaba a su mamá en cautiverio. Y yo me largué a llorar. Luis casi se muere. ¡Tranquilizate!, me decía. Pero yo sabía que algo tenía que ver conmigo. Por eso me gusta decir que el colectivo de Historias es consecuencia de la lucha de los organismos de derechos humanos, de Madres y de sobrevivientes porque de otra manera yo misma nunca me hubiese enterado de nada. No hubiese sabido quién fue mi papá. Y hasta ahora esas cosas circulan a nivel social. En la tele. En ficciones. En los juicios. Todos esos lugares que como sociedad nos permitieron poder sanar y hacen que hoy no sea una casualidad que en este país —el único donde hubo justicia, hubo juicios y todo esto se pudo trabajar socialmente—, esté surgiendo un colectivo de hijos de genocidas.
Este año el 24 de marzo va a ser fuerte por todo eso. Ir por primera vez a la Plaza organizados en un colectivo me parece que va a ser de fuerte impacto. Para todos. Por lo menos, entre los que estamos con esta bandera existe una necesidad de poder encontrar un lugar en medio de un mundo donde uno se siente como paria. A mí no me daba la cara para decir: Soy la hija de fulano. Me daba vergüenza. Y en todos los relatos aparece un poco lo mismo, porque tenemos que ver con esa persona. Socialmente existe un rechazo porque las voces que se vinieron pronunciando hasta ahora convalidaron el accionar de genocidas. Y hay una suerte de representación social que los engloba a todos en la misma bolsa. A mi me parece re-importante que este 24 estemos ahí con la bandera como emergente social. Y decir: Nosotros estamos acá, del lado de la memoria, la verdad y la justicia.
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