Hasta no hace tanto, los héroes debían ser inmaculados. Carecer de fallas personales, ser íntegros, de una sola pieza. Aquiles era perfecto —bah, tenía un carácter del orto—, pero su única debilidad era consecuencia de un error ajeno. Su madre lo sostuvo por el talón cuando lo sumergió en la laguna Estigia, cuyas aguas lo volvieron invencible, y ese punto ciego, o seco para ser preciso, determinó su muerte. Edipo, el vencedor de la monstruosa Esfinge, era un hombre íntegro: ¿qué culpa tenía de no saber quiénes eran sus verdaderos padres, y de terminar matando a su viejo —un hijo de puta, dicho sea de paso— y casándose con su vieja, antes de entender quiénes eran en realidad? El mismo Superman es un bloque de hormigón: no tiene defectos, ni siquiera se sulfura. Su talón de Aquiles también es exógeno, ese mineral verde proveniente de su planeta natal, Krypton. (Qué cultura jodida, la nuestra. ¿Por qué la perdición de los héroes pasa siempre por una debilidad asociada a lo maternal?)
De chico fui muy fan de San Martín. Era mi héroe local. Miren si me habrá interesado, que le entré mil veces al bodoque ese que escribió Bartolo Mitre. Y también compraba cuanta versión de su historia adaptada al formato infanto-juvenil encontraba. Pero recuerdo haber encontrado una novela sobre el tipo, que mi abuelo tenía encanutada en un armario donde juntaba novelitas de cowboys, espadachines y espías que yo leía con unción. Lo que no me acuerdo es el título ni el autor (no era El santo de la espada, obvio), pero sí que me encantó porque presentaba un San Martín vivo, exultante y hasta puteador. Debo haber preguntado algo, y el viejo o mi abuela me respondieron que era una novela que había sido prohibida. ¿Por qué? Porque un San Martín que te mandaba al carajo era intolerable para aquellos que lucraban con la versión hagiográfica que Mitre oficializó a su gusto y conveniencia.
Ese dato y otros más pusieron la ruedita en movimiento. Me pregunté cuál era la gracia de ser héroe, si eras invencible y carecías de máculas. Así cualquiera, ¿o no? ¿No debía medirse el heroísmo en términos de las limitaciones personales que el tipo o tipa tuvieron que superar para convertirse en héroes? Porque si no, es como la meritocracia que pregonan los que vinieron a esta vida con todo ya resuelto. Lo difícil es ser héroe cuando no tenés pasta para ello, cuando no figura en el menú de opciones que te dieron al nacer. Mérito de verdad es arrancar de cero, o de menos que cero, y aun así salvar a la comunidad que los héroes profesionales dejaron en banda. Como David, que se enfrentó a Goliat con una gomera y casi en bolas. No hay mucho mérito en Superman, cuando la única duda a la que debe sobreponerse ante un enemigo es: ¿lo congelo de un soplo, uso mi visión para convertirlo en Kentucky Fried Villain o lo mando a Timbuctú de una piña?
Después de dedicarle alguna reflexión a este dudoso tema, di con una ecuación que creo justa: más heroico es aquel o aquella que más barreras personales debió trascender —ya sean condicionamientos sociales o defectos privados— para lograr sus objetivos. Heroico de verdad es Indiana Jones cuando se sobrepone a su fobia a las serpientes para seguir funcionando en modo aventurero. Así como lo es Juan Salvo, un tipo cualunque que pela coraje y recursos que ni imaginaba tener, para proteger a su familia y a su comunidad de la invasión que cuenta El eternauta.
Recordarán la frase de San Martín que dice que, de ser necesario, habría que defender nuestra libertad "en pelota, como nuestros paisanos los indios". (Qué visión política tenía, le debemos la raíz del proyecto nacional. En 1819 la osadía de llamar a los indios "nuestros paisanos" era enorme. No es que hoy sea mucho menor: ¿se imaginan a alguno de nuestros neofeudalistas diciendo "nuestros paisanos de los pueblos originarios"?) Cada vez que me acuerdo de esa frase pienso en Gandhi, que era indio literal y se enfrentó al imperio más grande vestido con un pañal geriátrico.
Ya que pasé al mundo real, digámoslo: Maradona arrancó con todas las variables en contra. Por condición social y geográfica, se le negaron gran parte de las oportunidades para capitalizar derechos que para nosotros son fragancia de todos los días. Por suerte habrá contado con la educación y la salud públicas, las piernas sin las cuales el proyecto nacional no iría a ninguna parte. (Y sin las cuales no habría sobrevivido, digámoslo.) Obviamente lo compensaron en casa, dotándolo de amor a carradas. Lo ves y escuchás de pibe y te das cuenta de la seguridad que ya tenía, el piojo al que le faltaba todo vivía como si no le faltase nada. El amor de sus viejos y hermanos, coraza contra todos los males de este mundo — su sistema inmunológico.
Hace unos días me llegó vía la periodista Telma Luzzani una foto en blanco y negro que, a juzgar por el logo que le encajaron, debe haber salido en la revista Sudestada. Es una imagen de Diego cebollita, que si no es la que mejor lo cuenta, le pega en el palo. Ahí se lo ve consolando a un jugador correntino por algo que —imagino— habrá sido una derrota o una injusticia en el campo de juego. La imagen constituye una suerte de Pietá popular: el pibe abrazando al adulto caído, diciéndole algo que se intuye amoroso. Su actitud es de contención, y sólo sabe contener quien fue bien contenido. No hay modo de ignorar que don Diego y doña Tota fueron testigos del primer peronismo y sujetos de sus milagros; esa fue la primera gran contención a nivel nacional. En fin: todos los Maradonas caben ya en el Dieguito de esa foto.
Me pregunto dónde adquirió esa sensibilidad que ya derrochaba. Será cosa de sus padres, y de Fiorito, y del potrero. No me consta a qué escuelas acudió, ni cuánto se dejó escolarizar, pero debe haber dado con maestras de guardapolvo blanco y sueldo magro que, lejos de adoctrinarlo, alentaron su capacidad de pensar en el bien del equipo.
Como en las tradicionales historias de héroes, el destino terció con gracia, dotándolo del único talento que en este mundo corta castas hacia arriba como un cohete ascendiendo en la atmósfera: la excelencia en un deporte popular. Pero para llegar al nivel con que deslumbró al mundo, tenés que ser más que una máquina de meter goles. Hay que ser un artista. Escribir, o componer, con los pies. Le tocó la fortuna extra de tener quien lo contase, que hiciese visible lo inefable. Nadie es reconocido como héroe si no es cantado como corresponde, si no cuenta con un bardo a su altura, y Diego —menos mal— lo tuvo a Víctor Hugo.
Deberíamos hacer un compilado de Diego vivando a la Argentina en infinidad de ocasiones —de deportes varios, rugby incluído, o políticas—, y asumir que nadie gritó el nombre de nuestro país con pasión más genuina y mayor convicción. Un clip que habría que ver cada vez que necesitemos un baño de humildad y/o ubicación, ya que se trata de un tipo que tenía las mejores razones para cagarse en el país que de pibe le negó todo y al que, sin embargo, quería más que todos nosotros juntos.
Por algo este lugar se convirtió, desde el miércoles 25, en una sala de velatorios de tres millones de kilómetros cuadrados. No podemos parar de compartir historias, mientras circula un mozo ofreciendo cafecito y saltamos del llanto a la risa y otra vez a moquear en segundos, como dementes.
Un artículo que apareció en la sombra de un diario dijo que su velatorio había sido como él: "Caótico, emocionante y plebeyo". En el contexto de esa institución arteroesclerótica del periodismo, plebeyo nunca es un término positivo. Es un cultismo para no poner cabeza o negro, que suena vulgar. Y sin embargo, una vez que le quitás de encima la hojarasca del prejuicio, lo expresa cabalmente. Eso era Diego. Eso son ustedes. Eso soy yo. Esa es también la humanidad del país profundo que salió de sus catacumbas y se desplazó al corazón de la ciudad —donde no suele asomar, por instinto de preservación—, para rendir homenaje a aquel que les hizo sentir que hasta ellos podían brillar, aunque más no fuese por su graciosa intercesión. Los goles de Diego los metíamos todos, cosa que no es lo que suele suceder. En general, los goles de los cracks —piensen en Ronaldo— son mérito personal, che.
Pero Maradona era plebeyo, como el país es plebeyo. Porque los Braun Behety Roca Unzué Anchorena Blaquier no hicieron la Argentina. La labraron los negritos y nuestros paisanos los indios, la mantenemos viva y a flote y en rumbo los cabezas. Si algo expresa esta hora —una verdad luminosa, que las mayorías esperábamos volver a ver en todo su esplendor, y que a otros deslumbra y ciega—, es el modo en que Maradona cristaliza un proyecto de país que llegó en el '45 y puso en caja su entera historia y su futuro, llenándolos de sentido y de destino — que son lo mismo. Un proyecto que podríamos sintetizar así: Miren lo que puede hacer un pobre cuando se le dan oportunidades como a los más privilegiados.
Diego encarna El Sueño Argentino, Maradona es The Argentinean Dream.
El hecho bendito del país plebeyo.
The Greatest
La caligrafía que producía con las piernas era tan de otro mundo, que llamó la atención hasta de aquellos a quienes el deporte no podría importarnos menos. Pero lo que redondeó el atractivo fue su personalidad deslumbrante. En la cancha no dejaba prestarle atención a ninguna otra cosa, era el epicentro del mundo; pero además —cosa rara incluso entre los grandes deportistas— lo que hacía afuera del estadio era tan interesante como lo que hacía adentro. Por eso lo asocio a Muhammad Alí.
Como Diego, Alí era el mejor del mundo en lo suyo: con estilo, gracia y precisión, convirtió un deporte cavernícola en una forma elevada del arte. Venían ambos de zonas sociales en conflicto, minoritaria en el caso de la población negra de Estados Unidos, mayoritaria pero igualmente sumergida en el caso de Maradona. Los dos tenían alma de entertainers, allí donde entrasen se armaba el show. Poseían un humor fenomenal y una destreza con las palabras que convertía sus lenguas en látigos: así como podían definir un tema complejo de forma simplísima pero aun así definitiva, si te convertías en blanco de sus críticas, más te valía cambiar de nombre y empezar otra vida. Con sus tipos físicos tan distintos, en su hora mejor fueron dos bellos hombres que eran conscientes —y que disfrutaban— de esa belleza. (Viendo el mar de fotos de los últimos días, hay que decirlo: Diego curtió más looks que David Bowie.)
A pesar de que no avanzaron en el terreno de la educación formal, poseían curiosidad de esponjas. Las suyas eran —qué duda cabe— inteligencias superiores: esas cabezas no descansaban nunca. Y se expresaban de modo memorable, creando figuras de lenguaje que reinventaban el nuestro. Cosas como la tenés adentro, la mano de Dios o se le escapó la tortuga son parte de nuestro repertorio expresivo. Podría armar un ping-pong de frases de ambos que durase el día entero.
Alí: "Si pudieron hacer penicilina a partir de un pan con hongos, habrá quien también pueda encontrarte alguna utilidad".
Diego: "(Equis) Es como Berisso: está detrás de La Plata".
Alí: "Soy tan malo, que hago que los remedios se enfermen".
Diego: “Llegar al área y no poder patear al arco es como bailar con tu hermana”.
Alí: "No cuentes los días. Hacé que los días cuenten".
Diego: "Yo crecí en un barrio privado de Buenos Aires. Privado de luz, de agua, de teléfono..."
Alí: "Si tus sueños no te asustan, es porque no son lo suficientemente grandes".
Diego: "Yo no soy ningún mago. Magos son los de Fiorito, que viven con mil pesos al mes".
Ali: "Odié cada minuto de entrenamiento, pero me dije: No abandones. Sufrí hoy, y viví el resto de tu vida como un campeón".
Diego: "El juez Bernasconi es muy rápido. Es capaz de meterle un supositorio a una liebre".
Es fácil imaginar que, con mínimas adaptaciones, cada uno hubiese hecho suyas las frases del otro. Y más fácil todavía creer que en algún lugar del universo, dos de los bocones más grandes de la Historia —cocoritos, pero porque tenían con qué— se están sacando chispas, hasta que las carcajadas les impidan seguir charlando y se marchen tomados del brazo a beber una birra celestial.
Rumble, baby, rumble.
Ante todo, fueron dos valientes. En el campo de juego, pero más aún fuera de él
Sin meterse nunca a hacer política tradicional, produjeron cambios políticos e impulsaron revoluciones culturales. Usaron el peso de su estrellato para llamar la atención sobre temas que los grandes medios rehuían o barrían debajo de la alfombra. Aun cuando siguiesen haciendo aquello que los había consagrado —boxear, jugar al fútbol—, el revuelo que armaba su sola presencia lo trastocaba todo. Es lo que hizo Alí en Zaire, cuando boxeó con Foreman y galvanizó la consciencia de los negros del mundo, de África a Louisville, Kentucky. Es lo que hizo Diego en Nápoles, como cuenta en un artículo el colaborador de El Cohete Rocco Carbone: "En la pelota de Maradona, por un instante dramático y fugaz estuvo el movimiento campesino del sur de Italia. También la bronca histórica y la voluntad de liberación (de revancha) de ese movimiento".
Sigue diciendo Rocco: "(Cuando llegó Maradona) Las calles de los suburbios de los pueblos y las ciudades del sur de Italia empezaron a cantar: “Sai perché mi batte il corazó? Ho visto Maradó, ho visto Maradó”. Era un migrante: como nosotros. También tenía el pelo enmarañado de los pibes que pisaban las calles de tierra de Fiorito, Catanzaro, Campana, Siracusa o Moreno. Su piel era parecida a la de esos brazos que bajaban de los vagones de tercera clase en la estación de Milano Centrale en los trenes del Visconti comunista. Su cara era la del Ninetto de Pasolini. Su lengua precaria le hablaba a nuestro uso precario de un italiano atravesado por vibraciones dialectales. Su estatura también era meridional: todos cebollitas. Su forma de vestir era la nuestra, con esas camisas kitsch, sus toques manieristas, que le confeccionaba Gianni Versace de Reggio Calabria. Esa identificación mutua y vertiginosa fue la manifestación de una alegría desprolija y también de una conciencia colectiva que de disminuido no tenía nada".
Pusieron el pecho y se bancaron las balas. Al concluir su paso, ya nada era igual. Donde intervinieron social, política y culturalmente, dejaron como saldo un mundo mejor. Y la promesa de un mundo mejor todavía, en el cual los explotados —como ellos lo fueron alguna vez, la conciencia de clase era el eje de su identidad— empiecen a pensar su propia potencia, que les sigue siendo denegada. Esto lo dijo Alí, pero imagínenlo con la voz de Diego:
“Imposible es una palabra grande manipulada por hombrecitos que encuentran más fácil vivir en el mundo que les fue dado que explorar el poder a su alcance para cambiarlo. Imposible no es un hecho. Es una opinión. Imposible no es una declaración. Es un desafío. Imposible es potencial. Imposible es temporario. Nada es imposible".
Para ellos, al menos, no lo fue.
Ecce Diego
El luto oficial duró tres días pero el duelo prosigue. Es comprensible. No estamos en condiciones de asimilar el cimbronazo en tiempo real. Hablamos de la muerte del mejor deportista de la historia del país, que al mismo tiempo era el más amado y el más popular del mundo. Lo más parecido que llegamos a ver fue el peregrinaje de la gente para homenajear a Néstor. Para encontrar otro parangón en materia del penar por figuras icónicas, hay que irse lejos: Perón, Eva, Gardel. Esa emoción que sentimos cada vez que vemos las imágenes en blanco y negro —las colas infinitas para saludar al caído, los llantos, la caravana, los abrazos, las flores, las pintadas, la escenografía fúnebre— son lo que está gestándose hoy para el reel nostalgioso del mañana. Un work in progress que en este caso saldrá al estilo Maradona: colorido, quilombero, bien guasón, triste pero reconfortante a la vez.
No hay forma de descularlo del todo, pero vale la pena imaginar lo que está ocurriendo. La materia del cuerpo de Maradona ya inició el camino de reducción a sus componentes esenciales, tal como lo reclama la Madre Tierra. (Como ella, se está volviendo elemental.) Pero en el punto donde descansa hay que clavar la punta del compás y empezar a trazar círculos cada vez más grandes. La onda expansiva del Big Bang del Diego cubre el orbe entero. Meses atrás el virus detonó y empezó a expandirse hasta envolver el planeta. Fue una temporada en un infierno que aún no acabó, la bola verdiagua que habitamos cubierta por un manto de cenizas. Pero lo que acaba de ocurrir ahora, lo que sigue pasando diez días después, es una suerte de contrafenómeno. A la ola de pestilencia y de muerte, la desaparición de Diego le opuso una ola de amor. Celebrar su vida está siendo un bálsamo, el único que ha estado a nuestro alcance en este año de mierda. En su camino hacia arriba, despejó el cielo y permitió que el mundo volviese a ver el sol.
Y yo disfruto del reconocimiento que obtiene por parte de los grandes de todas las disciplinas: otros deportistas, artistas, políticos y dignatarios de las latitudes más remotas. Pero nada disfruto más que de los tributos que le rinden y seguirán rindiendo los pibes de las Fioritos del mundo, en la Siria bombardeada o en la India de las castas o en el África profunda y hasta en la París soliviantada. A veces pienso: Por no entender lo que decía se pierden la mitad de la gracia de Diego, pobres. Pero después lo veo jugar y me corrijo. Todo lo que hay que entender está ahí. En su estilo, dicho en estrictos términos artísticos. Porque jugaba como pensaba.
En Maradona, la ideología empezaba en los pies. Lo veías meter quinta mientras a su alrededor volaban guadañazos y era como si dijese, sin necesidad de hablar: Soy retacón, paticorto, una heladerita Siam de las de antes, pero no me vas a parar ni vos ni tu ejército de teutones anabolizados. La viñeta que publicó The Guardian era buenísima —esa donde gambetea ingleses célebres de todos los tiempos: Churchill, Shakespeare, Los Beatles, la reina— pero habría que recrearla desde una perspectiva más amplia. Porque los pibes de las Fioritos del mundo no saben quién es Churchill, pero entienden que Diego gambeteó otras cosas que sí reconocen: la miseria, la marginación, el racismo, el clasismo, a la yuta, a la dictadura, a los garcas de los negocios y de la política y del periodismo — y siguen las firmas.
Lo que está teniendo lugar es una suerte de proceso de metabolización cultural a escala planetaria. En simultáneo y en todas partes, recordamos a Diego, aprendemos sobre Diego, reinventamos a Diego, porque estamos produciendo —masticando, asimilando, regurgitando— su nueva encarnación. El Diego persona está dando paso al Diego colectivo que quedará fijado en el inconsciente de la humanidad, y todos y cada uno de nosotros colaboramos hoy en el proceso creativo, sumando algo a esa trama que se está tejiendo hasta en los rincones más insólitos del orbe. Porque una cosa era ser coetáneo de Maradona, que ya era un mito en vida, y otra muy distinta será de acá en más convivir con el mito que se está creando ahora, a partir de su muerte. Piensen en el cómic Watchmen: lo que vimos hasta ahora, el Diego vivo, era Jon Osterman. Pero de aquí en adelante el Diego eterno será el todopoderoso Doctor Manhattan. Lo veremos surgir al mismo tiempo en distintas partes, materializarse a gusto, hacer lo imposible, luciendo su sonrisa pasota de Buda de las Pampas.
Ya había una mano mística en la devoción que concitaba, desde aquella invención de la Iglesia Maradoniana que ayer pareció ocurrente y ahora suena inevitable. Es un rasgo que recurre en nuestro pueblo, ese de alzar a ciertas, contadísimas figuras por encima de la plataforma de la admiración para elevarlas al nivel de la veneración. Pienso en las misas ricoteras, por ejemplo, que así le dijeron siempre a los conciertos de Los Redondos. Hay múltiples puntos en común entre los credos maradoniano y ricotero, pero acá me interesa uno en especial: el de su capacidad de producir felicidad en la gente. Te ponés a ver un partido viejo, algún video de Maradona boqueando en su salsa o a escuchar Todo un palo, y es como meterse un chute de felicidad en la vena más gorda del alma. El Indio viene hablando de la política del éxtasis desde el siglo pasado, y acá acá me permitiré reescribirlo un ápice: lo que tanto Diego como Los Redondos hicieron siempre fue consagrarse a la política de la felicidad. Cuando ellos irrumpieron en el firmamento, la felicidad era una utopía para las masas más jóvenes. Ahora es una experiencia conocida y además un derecho, que en el peor de los casos demanda ser robado como el fuego a los dioses.
Estamos en medio de la transustanciación, del paso del Diego corpóreo al Diego mítico. Me alivia saber que este mito en particular no es pasteurizable, que ni siquiera un Mitre podría blanquearlo: seguirá incluyendo sus errores, sus salidas de pista, sus bardos, porque —a diferencia de los héroes de antaño— Diego no necesita ser perfecto para ser Diego, Diego es Diego porque era imperfecto del único modo que vale la pena: aquel de los palos que te pegás, inexorablemente, cuando te bebés la vida como el más embriagador de los licores. Revean todas las fotos que quieran, y sean sinceros. ¿Conocen a mucha gente que haya vivido con la intensidad de Maradona?
De aquí en más ya no estará preso por su forma física pero aun así se colará en todo, Diego en espíritu intervendrá la realidad, creará realidad. Seguirá "armando quilombo y ordenando melones", como dijo por Twitter alguien que se hace llamar @guarda_la_moto. Ya ha empezado a hacerlo, de hecho.
Me mató una foto que me hizo llegar Pepe Albistur, porque le llamó la atención que incluyese el afiche de una campaña en la que había intervenido. Hay un pibito durmiendo en la calle, en patas, cubierto apenas por un toldito que ha improvisado. A sus pies hay una bolsota rellena de algo, más allá un tacho de pintura dado vuelta —banquito utilitario— con una pilcha tirada encima. El chiste de la cosa está en medio del cuadro. Es un afiche de esos que la gente de los Equipos de Difusión difundió en homenaje al Diego: Maradona en el corazón de una cancha, los brazos alzados al cielo, y arriba dice ADIÓS, nomás, con una A celeste y el resto en blanco. Se ve que el pibe ha encontrado el afiche, o despegado el afiche, y se lo ha llevado donde sus petates para colocarlo encima del bolsón como quien pega un poster en la pared de su cuarto. He ahí el Efecto Maradona, operando a pleno. Hasta la semana pasada, ese pibe sabía que vivía en la calle. Pero ahora, con el regalo que le cayó del cielo, ya no hay intemperie para él. Puso el afiche así nomás y dejó de pensar en términos de orfandad para pensar en términos de hogar. Donde había visto vacío, puro despojo, proyectaba ahora una casa imaginaria — un lugar donde vale la pena vivir.
Del millón de anécdotas que circulan (no hace falta ni que sean ciertas, el Diego apócrifo será a partir de ahora tan bueno o mejor que el Diego real), hoy me quedo con dos. Primero, la de la época que vivía en Barrio Parque —el epicentro burgués de Buenos Aires, donde moran muchos de nuestros famosos de cartón— y manejaba un camión Scania que estacionaba en cualquier parte. Se ve que hubo protestas de los vecinos, que encontraron la excusa perfecta para repudiar la intrusión plebeya. Y Diego le respondió a uno de ellos: "Si vos me decís cómo hiciste la guita, yo me llevo el camión y no lo ves más". Como imaginarán, no obtuvo respuesta.
La otra es del 31 de diciembre del '96, de cuando Coppola estaba preso. Maradona fue a verlo, decidido a empezar el Año Nuevo en su compañía. Coppola le explicó que lo veía difícil y Diego se fue a hablar con el director de la cárcel. Al rato cae el director a ver a Coppola y le explica que Maradona había intentado boxearlo. "Pensó que si me pegaba iba a quedar detenido con usted", explicó el director. Poco después, una gritería proveniente de los calabozos que daban a la calle le informó a Coppola que Diego no se había ido. Estaba "sentado en el cordón de la vereda, con la cabeza entre las piernas, solo... Parecía un nene de 5 años. Se me paró el corazón". Coppola tuvo que llamar a Claudia para que fuese a rescatarlo.
Esa es una de las más lindas razones por las cuales seguirá vivo y actuando en el mundo. Porque sabemos que, dada la circunstancia indicada, se habría peleado por cada uno de nosotros con el director de la cárcel o el más malo del pueblo, con tal de que no dejarnos solos a la hora en que pintan los abrazos.
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