G20 y el futil afán de figurar

La relación costo/beneficio de realizar aquí la cumbre internacional no cierra

 

Ejercer la presidencia del Grupo de los 20 (G20) –que integran Alemania, Arabia Saudita, Argentina, Australia, Brasil, Canadá, China, Corea del Sur, Estados Unidos, Francia, India, Indonesia, Italia, Japón, México, Reino Unido, Rusia, Sudáfrica, Turquía y la Unión Europea— implica importantes compromisos y responsabilidades. A lo largo de un año deben llevarse a cabo varias reuniones sectoriales y temáticas que encuentran su punto culminante en una cumbre a la que suelen sumarse como invitados otros países o instituciones como el FMI y el Banco Mundial.

Cada una de esas cumbres requiere resolver dos asuntos centrales. Uno es construir una agenda, que es variada y compleja debido al actual estado del mundo y a la diversidad de los países concurrentes, en la que el anfitrión debe, además, tratar de incluir sus propios intereses: por algo ha tomado la decisión de organizarla. Y desde luego, esa agenda debe tratar de ser llevada a buen puerto. El otro asunto sería poner en práctica un consistente esquema de seguridad capaz de lidiar, por un lado, con las movilizaciones sociales que recurrentemente ejercen la protesta durante el desarrollo de aquellas y, por otro, con el latente riesgo del terrorismo internacional.

Mauricio Macri asumió la presidencia del G20 a fines del pasado noviembre y Buenos Aires albergará el próximo plenario entre el 31 de noviembre y el 1º de diciembre venideros.

La dimensión del brete en el que se ha metido la Argentina puede entreverse en lo sucedido en Hamburgo, sede de la última cumbre, en julio de 2017. Hubo allí acuerdos en numerosos asuntos de segunda línea. Pero en los temas densos hubo formulaciones cuasi protocolarias y disidencias abiertas. La Declaración titulada “Forjar un mundo interconectado”, por ejemplo, destacó los esfuerzos realizados para compartir los beneficios de la globalización, todo lo cual fue luego cotidianamente desmentido en los hechos por el proteccionismo trumpiano, la querella del Brexit y el brutal desarrollo de la guerra y de las tensiones en el mundo. Y, como se sabe, hubo una drástica discrepancia en relación al cambio climático, que culminó con el anuncio de los Estados Unidos de abandonar el Acuerdo de París.

En materia de seguridad hubo malas y buenas. “Bienvenidos al infierno” fue una de las consignas que levantaron durante tres días algunos grupos opositores. Y fue más o menos así. A pesar de que el contingente desplegado para dar seguridad y controlar los disturbios era de alrededor de 20.000 efectivos, hubo coches ardiendo, un tendal de destrozos, más de 300 policías y agentes de seguridad heridos y alrededor de 300 detenidos también. Hubo, asimismo, nutridas manifestaciones pacíficas. En el terreno del terrorismo internacional, no ocurrió nada, lo que indica que el control y la disuasión funcionaron adecuadamente.

Finalmente no puede decirse que la canciller Merkel haya obtenido lo que esperaba. No se alcanzaron acuerdos importantes, hubo mucha oquedad en las palabras y los incidentes fueron de envergadura.

La Argentina ha avanzado en la configuración de una agenda de trabajo. El lema general del evento es “Construyendo consenso para un desarrollo equitativo y sostenible” (https://www.g20.org). Parece un chiste de mal gusto. El gobierno de Macri, que viene de perjudicar a los jubilados, que busca una rebaja de los salarios e interfiere en las convenciones colectivas, que castiga al mercado interno, favorece la especulación financiera y en dos años ha tomado una deuda externa exorbitante ¡apoya un desarrollo sostenible y equitativo! Se dirá, tal vez, que como presidente del G20 debe dirigir su voz al mundo. Pero el asunto no deja de ser irónico. Tres prioridades acompañan esa intención mayor que no se respeta en casa: a) Futuro del trabajo; b) Infraestructura para el desarrollo; y c) Futuro alimentario sostenible. Todo muy bonito, pero el interés por lo nuestro, por tener alguna pizca de agenda propia, ¿dónde está?

El pasado 1º de febrero se realizó en Buenos Aires un seminario organizado por el T20, un thinktank vinculado al G20 que coordina usinas de ideas de todo el mundo. Lo encabezan hoy el Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales (CARI) y el Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento (CIPPEC), debido a la argentina presidencia del Grupo. Adalberto Rodríguez Giavarini, presidente del CARI, dijo en esa oportunidad, como saludando con sombrero ajeno: “Estamos convirtiendo al G20 en la referencia de la gobernanza global para construir una sociedad global equitativa”. Jorge Mandelbaum, presidente de CIPPEC, marcó un objetivo: “Mostrarle a nuestros aliados internacionales la verdadera Argentina y su enorme potencial”. Suena raro, ¿no? Para exhibir no hay nada, como ya se indicó; en todo caso sus dichos referirían sólo a una fantasía asentada sobre una mayestática aspiración: la de ser el dueño de la verdad de un país. Y habló también el ministro Dujovne. “Estamos convencidos –dijo— de que es un gran momento para que la Argentina asuma este enorme desafío. Estamos otra vez conectados con la economía global y profundizando nuestra relaciones con el resto del mundo”. (Todas las citas en https://www.g20.org.) En fin,  la agenda propia no se ve y solo se escucha el sonsonete de volver al mundo, que evoca a su vez el “berretín de figurar” mentado por un añoso tango.

En el plano de la seguridad las cosas no están mejores. El gobierno ha avanzado en el desarrollo de una policía brava y de gatillo fácil, como revelan entre otros los casos de Rafael Nahuel y Santiago Maldonado, que traen a la memoria la infausta figura de Ramón Falcón y de la Semana Trágica. Ha empeñado también una artera y violenta estrategia de represión a mansalva de la protesta social, como se observó en las jornadas del 14 y del 18 de diciembre pasados en Buenos Aires. Habrá que ver cómo se maneja en ocasión de la cumbre. El muy criticable y recurrente abuso de fuerza mostrado en los últimos tiempos probablemente no despierte simpatías entre las altas autoridades que llegarán al país.

El desafío del terrorismo internacional es ineludible mientras nuestros recursos estatales para neutralizarlo son casi nulos. No tenemos inteligencia propia, lo cual es absolutamente vital en este renglón, en tanto que las capacidades operativas de nuestras fuerzas policiales y de seguridad en este campo son muy limitadas. Y aun cuando se modificaran las leyes que inhabilitan la actuación militar directa en asuntos de seguridad pública –fruto de un solidísimo consenso democrático forjado hace ya años, expresado en las leyes de Defensa Nacional, de Seguridad Interior y de Inteligencia, que procura ser desmontado por el gobierno para permitir la no conveniente participación de los soldados en ese campo— la situación de fondo es que las Fuerzas Armadas son prácticamente incapaces de atender a su misión principal, que obviamente es la defensa nacional. Carecen de medios operativos suficientes (aviones, buques, baterías de misiles, etc.), en tanto que el ejército tiene una escasa masa de poco más de 17.000 soldados. Si, por ejemplo, se los asigna a las 120 unidades exclusivamente operativas actualmente existentes, se alcanza un promedio de 141 soldados por cada una, cifra por demás magra. Este cuadro no invita al optimismo; más bien indica que es poco lo que aquellas podrían aportar a una guerra contra el terrorismo aun cuando quedara habilitada su participación en ella.

El gobierno conoce esta debilidad. Por eso envió a la ministra Bullrich y al ministro Aguad, a mediados de febrero, a negociar con el Comando Sur sobre la dotación de seguridad para la Cumbre del G20. El diario Clarín del 14/02 informa que “se llevaron la promesa de que Estados Unidos los ayudará de la misma manera que lo hizo con Brasil en el Mundial y en los Juegos Olímpicos”. Dicho en breve: el gran país del norte proveerá la seguridad relativa al terrorismo, en el evento de fin de año.

Así las cosas, sin agenda ni inteligencia propias, sin capacidades para monitorear, controlar y disuadir al terrorismo internacional —al punto que hay que ir a pedirlas afuera—  y con una tan represiva como criticable manera de enfrentar una protesta social que probablemente será inevitable, no parece muy atinado haber maniobrado para conseguir la presidencia del G20 y haber tomado la responsabilidad de organizar la cumbre. La relación costo/beneficio no cierra. Tanto más cuanto que el único resultado alcanzable, en caso de que todo marchara bien, sería tan sólo el de una tanguera y fútil figuración.

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