DEL VIRREINATO AL TIK TOK

Historias de una extranjera en el Perú de los ’70

 

Hasta hace poco tiempo eran sólo anécdotas de una era difícil, cuando tantos argentinos nos diseminamos por el mundo porque era acuciante o al menos sensato poner tierra de por medio entre la dictadura y nosotros. Relojeábamos la cultura del país que nos acogía –aún cuando habláramos la misma lengua– con curiosidad, con asombro, a veces con prejuicio y también con cierta sorpresa agradecida por el aprecio entrañable que nos ofrecía –en mi caso particular– la sociedad limeña. Recojo esos recuerdos con un toque de reflexión que me facilite cierta luz para observar la realidad de hoy.

Cuando Bibi Iturraspe llegó de visita a la casa de Chorrillos donde vivíamos, hacía varios días que nos habían cortado el teléfono por falta de pago. Un exiliado con angustia de sentirse abandonado nos había legado el crítico endeudamiento de sus extendidas conversaciones de larga distancia y nos era imposible juntar los reales necesarios con que solventar la herencia de su desconsuelo. Bibi era bella, blanca blanquísima, casi transparente como un hada de Laponia, o sea que de piel canela, nada. Pero cuando salía al Cercado de Lima con su cintura de avispa, la melena larga del color del trigo maduro y derramando la lisura de sus ojos apenas celestes, la vereda se estremecía al ritmo de sus caderas y los limeños de cualquier color que encontraba a su paso bailaban la borrachera de su hermosura para, inmediatamente, caer desmayados de amor. Así le pasó a un blanquiñoso funcionario de Extranjería que Bibi conoció no sé cómo ni cuándo y que logró arrancarle un papelito con el número de teléfono para guardarlo en el bolsillo antes de que ella bajara sus párpados seductores y la brisa de sus pestañas claras le hiciera perder los sentidos. A los pocos días, todos en la casa abrimos la boca desconcertados cuando sonó el teléfono siempre impago. Bibi es para vos. Aló, hace tres días que quiero comunicarme contigo y nunca nadie ha contestado. Hombre de su clase –humana y socio económica– había llamado a la compañía de teléfonos. Pues verá, ese número está cortado por falta de pago. Pues oye, yo soy Fulano de Tal de Tal Ministerio y te acuerdas, soy el primo de Luchito, tu enamorado, me lo vuelves a conectar, ¿ya? Listo.

Habrá sido costumbre en la república criolla heredera del virreinato porque mi amigo Alfonso P. tampoco tenía paciencia para esperar que una línea telefónica se desocupara cuando sus negocios lo urgían. Oye Lucecita, hace una hora que Mengano está hablando, imagínate, hazme un favorcito, ¿ya?, me le cortas la comunicación y me pones en su línea, tengo mucha prisa. Ya don Alfonso.

Así derivaba la lucha de clases por la continuidad independiente del Virreinato del Perú.

En cambio a Che Mario –como lo llamaban sus empleados, entre cariñosos y burlones– se le hacía difícil entender los nuevos códigos. Había partido apurado de su Rosario natal mascullando improperios contra las actividades políticas de su mujer que los obligaron a emigrar, pero consiguió el trabajo más gratificante de su vida, lleno de aventura, en la construcción y administración de un lodge para turistas alemanes en la selva de Madre de Dios, aguas arriba por el río Tambopata. Ya tenía otorgada la residencia pero fracasaba una y otra vez cuando viajaba a Lima para reclamar su credencial en la ventanilla de Extranjería. A la quichicienta vez que se presentó en vano, se acomodó sobre sus dos piernas abiertas, estiró su metro ochenta barbudo y frondoso, cruzó los brazos sobre su corpachón amenazante, miró inquisitivo al burócrata con sus ojos entre enojados y satíricos y descargó con vozarrón histriónico, pero qué carajo pasa con mi credencial. Es que tú no hablas fue la categórica respuesta. ¿Y qué estoy haciendo, maullando? Al otro lado de la ventanilla los ojitos se movieron expresivos, a derecha e izquierda y en un círculo insinuante. Hablar se habla con reales contantes y sonantes. Un señor tan blanco y con tanta barba peluda e importante ha de saberlo, digo yo, si quiere finiquitar el trámite de una vez.

En un trasfondo inasible de las escenas que relato sonaba el cajón peruano, en el recutecu cadencioso de los valsesitos criollos. Me encantaba bailarlos, imprimiendo ese leve y garboso meneo de caderas, que aprendí de Javier C., un contador muy costeño, de clase media, con casa grande y casa chica. Como en su casa chica no había tenido hijos no le era tan complicado hacer su declaración impositiva anual ya que no tenía que declarar retoños extramatrimoniales de los que las esposas de la casa grande no debían enterarse. Su vida de estudiante universitario no había estado exenta de alguna actividad política, confesaba. Había fundado una agrupación un poco floja de definiciones ideológicas porque su verdadera proyección en la vida política universitaria consistía en la colaboración con otras formaciones aunque fueran de pensamiento dispar. En eso no era sectario ni excluyente. Sólo que el apoyo a la hora eleccionaria estaba condicionado por alguna retribución que se calibrara en especies a considerar, que podían ser nomás unos cajones de cebadas –léase cervezas– como forma de gratificación y para compartir entre patas, eso ni hablar.

En cuanto a los distintos aspectos y advocaciones del amor de dios en los estratos sociales que pude espiar, me los sintetizó Quique G. cuando su niño ya adolescente le confesó que sus preferencias para el amor eran definitivamente homosexuales. Hijo, Dios perdona el pecado, pero no el escándalo, así nomás le dijo, no sé si acariciándole el pelo con ternura, mientras le extendía dos pasajes a una lejana ciudad extranjera para él y su pareja.

Está claro que todos los grupos humanos cocinan habas, pero yo sólo sé contar historias, las historias que recuerdo en el momento en que una chispa cualquiera me las trae a la mente.

Es la multitud joven inesperada, la generación equivocada, la que de pronto –o largamente, en el secreto de sus conversaciones no oídas– vio pasar ante sus ojos la larga película que malamente he resumido en mi memoria de extranjera. Han mirado a la chola que, silenciosa y sumisa, los cría, los limpia y les cocina, con una mirada nueva. Han renegado de un Parlamento regido por el interés empresarial en el que, si se habla de corrupción, pocos pueden tirar la primera piedra. Se hermanan con sus pares chilenos que no cargan la mochila de haberles hecho la guerra y bailan con ellos El baile de los que sobran y la cantan juntos sin importarles en qué lugar del Ande surgieron Los Prisioneros, la banda de rock que creó la canción. Se coparon con una red global que no nació en el Silicon Valley y no está obligada a rendir cuentas a la seguridad de los Estados Unidos. Necesitan reconstruir la dignidad de la política que se había rendido a las tradiciones de abuso de los que se han acostumbrado a derrochar en sí mismos sus amplias o miserables cuotas de poder.

El presidente Sagasti llega con un halo… pero con un ministro de economía… Los jóvenes de la generación equivocada estarán alertas.

 

 

 

 

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