Ese mismo día al despertar, vimos en la tele lo de los cuadros y con solo mirarnos, decidimos que iríamos. No lo podíamos creer. Estábamos siendo sacudidos por un gesto político impactante que no llegábamos a dimensionar. Era raro ir a un acto convocado por el Estado, el padre severo de todas las instituciones odiadas en la vida. Siempre había sido enemigo, pero algo se desdoblaba, nos interpelaba y a pesar de todas las dudas internas, lo reconocíamos, no podíamos dejar de ir. Ese 24 de marzo iba a pasar otra cosa. Algo que podía ser un engaña pichangas, una trapisonda política, demagogia, cualquier cosa, o no, como fuera había que estar ahí para comprobarlo.
Vivíamos con el Pájaro en un departamentito atiborrado en Los Blancos, un barrio de monoblocks por Dellepiane y Escalada, frente al Barrio Zavaleta, rodeados a un lado por los edificios rojos del Nágera, detrás los Piletones, pasando el parque Indoamericano y más allá al fondo, del lado de Lugano uno y dos, la escuela de policía, el desarmado de autos y para el lado de Soldati, la torre de Interama.
Salimos de casa temprano para llegar a tiempo y con las monedas contadas, seguramente caminamos hasta Liniers y de ahí tomamos el 29 por General Paz, hasta mi ex barrio de Núñez. La otra vida. Era un escenario conocidísimo, ajeno y siempre incómodo para mí. Al bajar del colectivo, vimos que sobre Libertador el tránsito circulaba normalmente y por un momento, pensamos que nos habíamos equivocado, o que no había ido nadie, pero al llegar a Comodoro Rivadavia encontramos la multitud, un mar de gente.
Nos zambullimos de cabeza. Era ahí donde había que estar. Hola que tal. Todo el mundo apretado, desde Libertador hasta la autopista. El escenario ubicado al final de la calle, daba la espalda a Lugones, que nos interrumpía la vista del Río de la Plata, ahí nomás. A la izquierda, la ESMA vacía, recién desalojada, con sus calles internas, paredones blancos y los carteles de "prohibido circular y detenerse" en las garitas de seguridad. Las rejas llenas de compañeros trepados, colgando como racimos por todas partes para ver mejor. A la derecha, el Club Náutico Buchardo, donde me llevaban de chica, con el parque intacto, las canchas de tenis, las hamacas. Los mismos árboles. La misma sombra. Pero todo distinto. Nosotros ahí y los recuerdos que se empezaban a superponer y desordenar, transformándose en postales. Cosas que estaban pasando en múltiples dimensiones. Cerca y lejos. Hondo muy hondo.
En el escenario, Juan recién restituido señalaba hacia adentro mientras decía "yo nací acá". Y recuerdo haber volteado la vista, para buscar a mi hermana ahí adentro, entre las rejas. Entre los cuerpos. Entre todos. Ahí mismo, desde algún lugar, diciendo "aquí estoy, aquí estamos". Algo revelador estaba pasando. No sabíamos qué puertas se abrirían. Sobre una garita, una chica hacía flamear una bandera negra con una estrella roja. Recuerdo sus pantalones cortos, sus piernas fuertes, poderosas, su pelo largo anaranjado y su convicción. Yo no me sentía segura de nada. Desconfiaba de todo menos de mi instinto, que me había llevado y por algo ahí estaba. Recuerdo el sofoco, estar apretados, la sed, el calor enorme. El saludo de los funcionarios mezclados entre la gente. Cristina vestida de punta en blanco y algunas otras tilinguerías que por momentos me distraían de lo que en realidad estaba pasando. Era demasiado simbólico todo, para vivirlo y al mismo tiempo procesarlo. El acto avanzaba, yo tenía las piernas flojas y un nudo atado en la garganta, pero era imposible caerse, éramos una gran masa humana.
La tensión traspasaba cuando el Presidente dijo las primeras palabras. Habló de haber visto las manos de los desaparecidos en nuestras manos. ¿Él habrá visto, como yo, a mi hermana? Estaban todos ahí presentes, sin dudas. El Pájaro me sostenía por la espalda; él siempre veía fantasmas por todas partes y me decía que sí, su tía Susi también estaba. Pero no podía colgarme con eso, el tipo seguía diciendo cosas que no esperaba. Habló de "los especuladores" y "de la oscuridad agazapada". Sólo recuerdo su voz y los ojos verdes del Pajarito, que se iban llenando de lágrimas y con la cabeza me decía que sí, me confirmaba que todo lo que estaba escuchando era cierto, que no lo soñaba. En mi desconcierto, no podía creer nada, me pellizcaba, pero el tipo seguía y no paraba de decir cosas raras, como que “hay que decir las cosas por su nombre”. Y sí. Me estaba diciendo eso a mí, que no tenía todavía mi nombre y se me revolvía todo en la cabeza y en la panza. Me estaban tocando todas las cuerdas sensibles al mismo tiempo. Sentí en el cuerpo cómo algunas cosas para siempre cambiaban. El sentido de todo se volvía a repasar y yo quería llorar, pero sabía que si lo hacía, no iba a poder parar. Iba a llorar escandalosamente, a los gritos. Todo mal. Néstor se iba a preocupar, iba a tener que interrumpir su discurso, para bajar del escenario a calmarme, a consolarme y no era justo, necesitábamos escucharlo todo hasta el final, ver hasta dónde era capaz de llegar. Atrapar cada palabra que dijera…
“No como compañero o hermano de tantos compañeros que compartimos aquel tiempo, sino como Presidente de la Nación Argentina”… y como un rayo dijo: “Vengo a pedir perdón”. Perdón, dijo. “Perdón del Estado Nacional por la vergüenza de haber callado durante 20 años de democracia”. Perdón. No esperaba esa palabra. No esperaba que me importara así. Directo a la llaga, al núcleo del dolor. Algo pesado explotaba y se repartía. El daño renegado era reconocido cuando lo nombraba. El mal era devuelto a su lugar. “A los que hicieron este hecho tenebroso y macabro, tienen un solo nombre: son asesinos repudiados por el pueblo argentino”.
Otra vez, mil sentidos. Mil sentimientos. Un solo nombre. Certero. Reparador.
Ese día. Ese discurso. La palabra y la dimensión de la acción.
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