Pudre más el miedo que la muerte

La respuesta al despegue del cohete ha sido tan intensa y afectuosa que me autoriza a compartir con ustedes algunas de las peripecias previas al lanzamiento y las sensaciones que las acompañaron. Los invito a la sala de máquinas para que vean cómo funciona.

Una de mis primeras preocupaciones fue su aspecto. No quería que se pareciera a un diario ni a un blog, me interesaba que tuviera una personalidad definida y que fuera lindo.

La nota central que propulsó el lanzamiento fue la del blanqueo. Un artista plástico que siempre cuenta de su exilio durante la dictadura e incendia las redes antisociales con denuestos al gobierno interpretó en un dibujo lo que quise decir en el texto. Sobre esa base armamos la tapa del primer número, lo cual nos dio tranquilidad para trabajar en el resto del material con menos presión. Pero el sábado, este buen hombre nos pidió por mail desembarcar antes del despegue alegando vagos temores, que atribuyó a su esposa. De modo que pocas horas antes del lift-off tuvimos que replantear lo único que estaba resuelto y bien resuelto.

El joven director de arte, el patagónico Carlitos De Fazio, tuvo una idea simple y preciosa: un agujero negro en el centro de la página en blanco. Bien Malevich. Pero eso obligó a usar en el título el rojo del terciopelo sobre el que se desvistió Marylin a sus veinte años, para que resaltara sobre el negro del agujero y el blanco del fondo.

Me pareció que ese diseño expresaba el sentido de la nota mejor que el título que llevaba, “Hood Robin ataca otra vez”.

Recordé que ya había usado esa metáfora en el tercer número de El Periodista, el 29 de septiembre de 1984, cuando una parte de ustedes no había nacido y otra parte tenía pelo y/o hablaba de corrido. Sentí el olor a rancio de tantas repeticiones y cambié el título por el que vieron el domingo: “El agujero negro del blanqueo”. Un ejemplo de lo que produce el trabajo conjunto de periodistas y diseñadores.

A la madrugada, cuando el cohete ya estaba en el aire, recordé un episodio del pasado remoto. Cuando recibimos la primera noticia de que Paco Urondo había caído en Mendoza pero aún no sabíamos si vivo o muerto ni qué había ocurrido con Alicia Raboy y Angelita que en esos días cumplía un año, juntamos en un bolso las cosas imprescindibles y dejamos la casa, que Paco conocía. Se me ocurrió recurrir a un viejo amigo, de Urondo y nuestro, un poeta sofisticado que tres años antes me había pedido un contacto con los Cámpora y con Montoneros porque su simpatía intelectual no le alcanzaba y quería comprometerse en el proceso popular que se iniciaba.

Por el portero eléctrico le dije quiénes éramos. Oímos un cuchicheo nervioso y recién un par de minutos después nos hizo pasar.

Le explicamos la situación y dijo que por él estaba dispuesto pero que ahora debía cuidar de ella, una ratita pálida que nos presentó como su nueva pareja y que se acurrucaba aniñada y llorosa a su lado. Luego supimos que era la heredera de una de las grandes empresas de medicina prepaga que por entonces empezaban a expandirse y que las lágrimas se debían a que él nos había recibido contra su voluntad en el departamento que ella pagaba. Él quiso hablar de tiempos y amigos pasados pero lo cortamos en seco y volvimos a la calle desierta en la noche helada de la ciudad hostil.

Mi compañera estaba discretamente embarazada y llevaba un grueso tapado, lo que nos permitió refugiarnos sin llamar la atención en un hotel alojamiento del que salimos a media mañana para hacer otro contacto. La familia de un militante sindical que había muerto muy joven de leucemia nos acomodó en un departamento del centro, donde nos quedamos hasta que pudimos mudarnos. Sabían de nuestra militancia pero apenas nos conocían. Nos recibieron por pura solidaridad y decencia.

Son episodios incomparables, pero tienen algo en común. Con su discurso banal y su práctica feroz, el gobierno de Macrì ha logrado instalar el miedo, que hace 40 años tenía motivos terribles, entre personas muy diversas, sobre todo aquellas que no corren más riesgo que perder algún cliente, ser estigmatizadas con el tremendo marbete de populistas o imaginar que una letra K al rojo vivo les cruza la frente.

La última nota que cargamos en el cohete fue la respuesta de Héctor Timerman al procesamiento dictado por el juez Bonadío. Antes de dormirme, ya con el primer resplandor del domingo, recordé una frase de su padre, Jacobo Timerman, que la pasó aún peor que Héctor. En un papel engomado amarillo escribió con su letra despatarrada: “Pudre más el miedo que la muerte”.

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