El negro arte del oscurantismo

¿Estamos a las puertas de una nueva Edad Media?

 

La grabación es precaria, propia de un aficionado. (El detalle del encuadre vertical, sin voltear el teléfono para apaisar la imagen, lo revela.) El plano americano enmarca al grupo de gente, agitado por un remolino de viento y polvo. Por detrás, un helicóptero se eleva. (En nuestra historia reciente los helicópteros son aves de agüero, como los cuervos y los búhos.) De repente algo ocurre fuera de cuadro. Y la gente deja de ser agitada por las ráfagas para agitarse sola, por algo que seguimos sin ver. La imagen también enloquece, pierde el eje. Ahora el remolino es humano. Todos se abalanzan sobre algo que está en el suelo. La montonera humana se devora a alguien, lo último que desaparece es una de sus piernas. La imagen termina por volverse abstracta, como si aquel que filma también fuese —también quisiese ser— devorado.

Eso es todo lo que la grabación telefónica dice. La escena podría haber ocurrido en cualquier momento de las últimas décadas, en infinidad de lugares. Para entender su significado hay que acudir a otras fuentes, contextualizar. Se nos dice que el hecho ocurrió días atrás en Salta, en una localidad llamada Las Vertientes, Santa Victoria, que padece las consecuencias de una inundación. Y que el elemento invisible (un concepto ubícuo en estos días: también son invisibles los brotes verdes —los funcionarios son "transparentes"—, así como el crecimiento del que habla MM y por qué no su feminismo) son los víveres que el conductor del helicóptero arrojó fuera del vehículo al elevarse.

Comida. La gente del video telefónico se desmelena, disputa con su vecino (pierde el eje) por comida.

 

 

 

Life During Wartime

Hace dieciséis años, durante otro ciclo oscuro, escribí esto como parte de una novela que se llama Kamchatka:

Mi país, Argentina, vive su Edad Media. La tierra está manejada por señores feudales, que se quedan con la parte del león y envían su diezmo a un rey distante. Las calles son el dominio de bandidos en busca del sustento que no pueden obtener de otra forma y de los soldados que dicen protegernos. Las ciudades están sucias y malolientes, y en sus rincones más oscuros anidan lo gérmenes de futuras epidemias. Un ejército de menesterosos hurga las basuras, detrás de un bocado y de algún objeto que valga en el trueque. Y cientos de miles de niños comen poco y mal, creciendo frágiles, sus cerebros prematuramente cansados, mientras ven que del otro lado de los cercos se cosechan los granos que irán a dar a bocas lejanas.

El video de Salta me trajo a la mente una imagen de 2001, el año que inspiró ese pasaje de Kamchatka: recuerdo un camión lleno de huesos con jirones de carne y a la gente lanzándose como si recogiese maná en pleno desierto. La busco en internet, pero no la encuentro. En cambio (ir a Google, tipear crisis 2001 argentina saqueos, cliquear la opción Imágenes) me encuentro con una multiplicidad de otras estampas que, de modo sugestivo, deconstruyen el video de Salta mejor de lo que lo haría un artista contemporáneo. En esas fotos de antaño, los mismos elementos se repiten, aislados o en combinación aleatoria. El polvo. Las piedras. Helicópteros. Turbamulta. Hambre, inquietud. Y el fantasma de la violencia rampante, enhebrando el collar de escenas.

El nuestro es un universo de ritmos cíclicos: día / noche, marea /reflujo, verano / invierno. Los ciclos históricos también suelen ser pausados, dotados de una cierta previsibilidad: responden siempre a un groove, el beat siguiente no sorprende, más bien lo vemos venir. En la Argentina, sin embargo, son cada vez más cortos y frenéticos. Lo que va de un extremo a otro del surco de un disco rayado. Hace tac y repite lo que ya habíamos oído. Como si la Historia estuviese condenada a no progresar, encerrada dentro de un Ciclo de la Marmota: llegamos a un punto donde se estaría por producir un cambio perdurable y ahí se resetea todo, reenviándonos al principio. Y los mismos hijos de puta (o sus sucesores) nos vuelven a hacer lo mismo. (O casi.) Cada nuevo ciclo probamos algo distinto, pero el tiempo es acotado y cuando queremos acordarnos volvemos a ser víctimas del guión de hierro.

Anoto una secuencia de años de crisis, tratando de pensarla como lo haría Adrián Paenza. Del '76 (dictadura) al '89 (hiperinflación) son trece años. Del '89 a 2001 (crisis económica terminal) ya son doce. La brecha se acortó. Pero de 2001 hasta el presente (2018, o 2019 si prefieren ser cautos) volvió a alargarse. ¿Debería endilgárselo a la anomalía kirchnerista? ¿Sería lícito, a cuenta de esa excepcionalidad, descontar de la serie sus doce años de gobierno? Entonces el ciclo se achicaría abruptamente, quedaría en 5 o a lo sumo 6 años. (En serio, Adrián: ¿se te ocurre algo? Mirá la secuencia, ¿qué te dice? ¡A ver si descubrís el Teorema de la Crisis Argentina!)

1976 / 1989 / 2001 / ¿2018?

Todos los países conocen períodos de zozobra. Pero no me viene a la mente ninguno, a excepción del nuestro y de algunos africanos, que los tenga tan profundos y seguidos. Imaginen una Nación donde asesinaran a su presidentx, sufriesen una epidemia, un genocidio, un terremoto y viesen colapsar su economía hasta el default cada diez o doce años. Porque así vivimos: la nuestra es, en sentido metafórico, la zona de mayor actividad volcánica del planeta. ¿Cuántas tragedias de dimensión sísmica —cuántos ciclos de muerte, resurrección y nueva muerte— atravesó ya mi generación?

Si se llevase al país a un diván, hasta el analista menos perspicaz percibiría al vuelo que Argentina tiene problemitas con su pulsión vital; tiende a lo tanático, está compelida a la autodestrucción. Pero como no se la puede psicoanalizar, y en consecuencia no habrá tratamiento del que esperar éxitos, nos limitamos a desesperar y ya. ¿Se acuerdan de aquel programa de MTV, protagonizado por una banda de delirantes que hacían pruebas físicas para las que no estaban preparados, se pegaban porrazos horrendos y se cagaban de risa? Hace poco se reunieron para celebrar un aniversario. Varios están muertos y los que sobreviven dan pena. ¿Nos habrá tocado vivir en una versión de Jackass a escala nacional?

Con cada nueva catástrofe —con cada topetazo inevitable, desde que se recae en una conducta insensata—, vuelve el lamento: no aprendemos más. Y caemos en la tentación del determinismo: estamos malditos, presos dentro de un loop inquebrantable. Somos inviables, no tenemos destino. ¿Quién de nosotros no pensó esto alguna vez? Enseguida nos sentimos culpables, porque existe gente que no deja de luchar y belleza que sorprende en medio del basural. Pero no deberíamos formular acto de contrición alguno. Cuando uno hace aquello para lo que fue condicionado, golpearse el pecho no tiene sentido. Perdón habría que pedir, en todo caso, si no terminásemos de romper con ese condicionamiento. Porque todos nosotros hemos sido sometidos, durante décadas, a un régimen de rigor pavloviano. Cada período de relativa prosperidad y libertad ciudadana que hemos vivido desembocó en violencia (física, económica, social, emocional) que, una vez institucionalizada, nos condenó a una dieta de oscurantismo: censura informativa, aislamiento del contexto internacional, caída estrepitosa del nivel educativo.

Hasta los más lúcidos han debido sortear temporadas de blackout, apagones intelectuales que equivalen a un cerebro privado de oxígeno. Atenazados por el miedo, reducidos a la condición instintiva de aquel a quien no le queda otra que dedicar cada segundo a sobrevivir.

¿Cómo podríamos no pensar como esclavos?

 

Talking Heads, 'Vida en tiempos de guerra': "Esto no es una fiesta, esto no es una disco... Ahora no tengo tiempo para eso".

 

 

Una política de la ofuscación

Cuando analizamos la violencia que procuran los tiempos oscuros, tendemos a concentrarnos en la física (la amenaza de tortura y muerte) y en la económica. Es decir, en los golpes y privaciones palpables. A lo sumo atendemos a actos puntuales de censura, en nombre de la libertad de expresión. Pero estas cosas que quieren prohibirnos —ejemplo concreto: la presión expresa que Herr Kommisar Lombardi, cabeza de los medios oficiales, aplicó a los conductores de Cocineros argentinos por permitir que sonase el Hit del Verano— son manifestaciones sintomáticas. La enfermedad en sí, el mal que subyace, es lo que tendemos a soslayar, precisamente porque es tan ostensible, tan evidente, que se torna invisible como la carta robada del cuento de Poe.

Cada período de opresión de las mayorías está signado por violencia física, penuria económica y vigilancia censora, pero siempre en el contexto de una política de oscurantismo: la deliberada ofuscación de hechos y conocimientos, de los que la población resulta privada. Siempre se verifica el mismo fenómeno: se cooptan los medios de comunicación masivos y se ataca a la educación pública. Para decirlo de otro modo: se cierra la canilla de ciertas informaciones, se abre más el grifo de otros contenidos (frivolidad, el imperio de lo banal) y se impide que las nuevas generaciones se preparen para pensar bien. Algunos dirán que el ataque a la escuela pública se debe a imperativos económicos, el deseo de derivar fondos a los bolsillos del poder. Pero en este caso, el beneficio de ciertos particulares es una consideración menor. El verdadero objetivo es político, uno que saben esencial para seguir al mando y cimentar el régimen. Así ha sido durante la dictadura, el menemismo y el macrismo. Por esa razón esto que también escribí en Kamchatka a principios del siglo es válido aún.

...El hecho de que (los maestros) sigan trabajando día tras día es una afrenta para los poderes de este mundo, que alientan la ignorancia de las mayorías porque saben que es condición de su supervivencia: nos necesitan torpes, aletargados, dóciles. Creo, de todos modos, que la principal causa por la que hoy se combate a los maestros con sueldos magros y tareas quiméricas es otra, más miserable y por eso inconfesa. Un maestro es alguien que decidió pasar su vida encendiendo en otros la chispa que encendieron en él cuando niño; devolver el bien recibido, multiplicándolo. Para los poderosos de este mundo, que de niños lo recibieron todo y ahora lo arrebatan todo, la lógica de esa decisión es obscena, un espejo en que no quieren mirarse y por eso rompen, huyendo del escándalo.

 

El imperio de los hombres oscuros

No hay nada de nuevo en el oscurantismo. El término proviene de una sátira del siglo XVI, Epistolæ Obscurorum Virorum (Cartas de los hombres oscuros), que se ríe de la disputa entre el humanista alemán Johann Reuchlin y los monjes dominicos de su época, dispuestos a quemar todos los ejemplares del Talmud. El compendio de leyes y tradiciones judías sobrevivió, pero los libros sagrados de los mayas no: fray Diego de Landa los incineró durante ese mismo siglo, borrando toda una rama de la aventura humana; un crimen tan fenomenal como lo sería eliminar una especie entera — un genocidio cultural.

Ya en el siglo XIX, Nietzsche demostró que entendía el fenómeno y que además le preocupaba, cuando escribió esta frase en Humano, demasiado humano, un libro para espíritus libres (1878): «El elemento esencial en el negro arte del oscurantismo no es que quiera oscurecer la comprensión individual, sino que quiere ennegrecer nuestra imagen del mundo, y oscurecer nuestra idea de la existencia».

Esa es la razón por la cual afecta no sólo a los que están en edad escolar, sino también —y de forma más perversa— a los adultos. Cuando el mecanismo se pone en funcionamiento, gatilla en nosotros el retorno de experiencias pasadas. Y entonces, a modo de reflejo adquirido, nos apresuramos a sobreadaptarnos a las nociones de inteligencia que promueve la época. Y así es que toleramos sin chistar (¡sin siquiera advertirlo!) hechos que hasta hace dos años hubiesen constituído una afrenta.

Vuelvo al ejemplo del video de Salta. Semanas atrás el gobernador Urtubey había minimizado el daño padecido por la comunidad wichi, diciendo que “perdieron todo y a la vez no perdieron casi nada, porque no tenían casi nada”. (Me pregunto: si uno no tiene casi nada, ¿no valoraría esas pocas cosas que posee como si fuesen, en efecto, todo?) Ahora lamentó el incidente del helicóptero y dio paso a un costado, para ceder el ejercicio de la boutade a su subalterno, el Secretario de Protección Civil Néstor Ruiz de los Llanos.

Convencido de hablar desde un sentido común a prueba de balas, Ruiz de los Llanos culpó a las víctimas. "Necesitamos colaboración. Hay muchas familiares y es demasiada la asistencia para el piloto que viaja solo", dijo. (¿En qué cabeza cabe enviar un helicóptero a una zona en crisis con un piloto solo? ¿No habrá asistentes sociales que trabajen para el Estado salteño, o presupuesto para contratar asistencia extra durante una emergencia?) Lejos de detenerse ahí, Ruiz de los Llanos buchoneó el nombre de aquel a quien sindica como responsable de la situación: "En la zona de Santa Victoria el encargado de hacer la distribución era el Cacique Timoteo (Ñato)", dijo. Que, oh casualidad, es aquel que grabó el video.

Supongamos que Ruiz de los Llanos dice la verdad. Que el Cacique le hizo una cama —no debe tener nada más urgente a qué dedicarse, ¿no?— y que, para conservar un souvenir que mostrarle a sus nietos, armó la escena, instruyó a los 'actores' y la filmó con su telefonito. Aun en el caso de que así fuese, el más elemental sentido del decoro debería haber frenado al funcionario antes de inculpar a las víctimas. Como hacen tantos tipos, que ante una mujer agredida preguntan si llevaba falda corta. Nada que el Cacique hiciese debería borrar la conciencia de que Timoteo Ñato es el líder de una comunidad que ha sufrido una inundación y está cagada de hambre. Acusarlos de cualquier cosa no puede sino acarrear vergüenza sobre el acusador. Lo de Ruiz de los Llanos —un contemporáneo que cuadra dentro de la categoría de los obscurorum virorum— es, o al menos debería ser, un escándalo.

El problema es que incurrió en algo que, en estos tiempos, no es la excepción sino la norma.

 

Los aristogatos

La mayoría de los funcionarios de primera línea del gobierno pertenece a una clase social definida. En consecuencia, han llevado adelante una vida que, aun con la mejor de las voluntades, no podría parecernos a nosotros los del llano sino enrarecida. ¿Qué es eso de vivir rodeados de 'servidumbre' a la que ignoran mientras hacen su rutina, salvo para pedirle algo determinado o reclamarle que salga del recinto? (Llevo años recordando una intervención televisiva de MM, donde aclaró que en esas circunstancias le decía a sus empleadxs: Retirate. Una palabra en imperativo que el tiempo puede volver en su contra.)

Esa gente tiene una experiencia vital que no puede ser más diferente de la nuestra. Detrás de las apariencias, tendríamos más en común con un marciano o con un erizo de mar que con alguien que se crió en semejante atmósfera. Razón por la cual están cableados diferente, sus circuitos de pensamiento son totalmente otros. Por eso, por más coacheados que estén para parecer cancheros y accesibles, derrapan todo el tiempo y, ante micrófonos y cámaras, revelan ocasionales perlas de su sabiduría de clase dominante.

Cuando Urtubey confunde lo que para los wichi era todo y para él es nada, está hablando desde su clase. Cuando MM apura a la morenita que no entra su juego diciéndole Ya te vas a aflojar, está hablando desde su clase. (Me gustaría apuntar algo aquí sobre la tradición en materia de patrones y morochitas de la servidumbre, pero las feministas lo hacen mejor.) Cuando el Presidente oye que la maestra vende carbón al salir de la escuela y en vez de decir: "Qué horror, cómo puede ser que tu sueldo no alcance", le dice: "Muy bien, está bueno, está bueno", no habla como primer mandatario sino, again, como patroncito de estancia acostumbrado a que la peonada se las rebusque. No entiende su propia responsabilidad en el asunto, no puede leerla — para él es invisible.

 

 

En la casa de Amalia

A LA MAÑANA ES MAESTRA Y A LA TARDE VENDE CARBÓNHoy visité la casa de Amalia en Corrientes. Es profesora de Lengua y por las tardes ayuda a su marido, que es camionero y distribuye carbón. Fue una gran alegría conocerla.

Posted by Mauricio Macri on Monday, March 5, 2018

 

 

Por eso nos resulta difícil entenderlos. Lo que impresiona como ocasional rasgo de cinismo es, en realidad, sincera expresión que trasunta cómo ven el mundo, qué jerarquías cuentan para ellos y cuáles no. Cada vez que acceden al poder desembozadamente —a través de los militares, de políticos serviles como Menem o de nuevos ricos como los Macri—, demuestran que sus intereses están por encima de cualquier otra consideración. Sólo guardan las formas (los buenos modales que nuestras clases medias tanto valoran), para no perder las riendas y que la peonada se retobe. Preferirían ser una aristocracia tradicional a la burda y despótica que son en realidad, y por eso apelan a la memoria colectiva de un orden arcaico. Pero por supuesto, si para conservar la casa en orden hay que balear a un negrito de 11 años por la nuca, se lo balea. Después los medios barren la mugre debajo de la alfombra y sanseacabó. Para eso estamos, los negros: para ser negreados o, en su defecto, para servir de ejemplo.

Pocas anécdotas desnudan mejor este orden que desempolvan que la que contó días atrás Carlos Propatto, durante el juicio de la Causa Ford. En plena tortura, el policía que lo interrogaba le contó cómo funciona este mundo: “Si el patrón te dice ladrá, te pones en cuatro patas y hacés que sos un perro”.

Para mucha gente nada esencial cambió desde entonces. Por eso se comportan con una impudicia que desconcierta. Nos cuesta aceptar que haya un régimen que se caga en lo que entendemos por democracia, y por eso entramos en shock. ¿Cuántos, en el '76, creyeron que iba a tratarse de una dictadura más, y no midieron que esa en particular estaba dispuesta a extralimitarse hasta la demencia? ¿Cuántos imaginaron, en el 2015 y en el '17 también, que esta fuerza política que hablaba de honestidad, republicanismo y buenas ondas iba a ser tan salvaje, tan poco respetuosa de la legalidad más esencial y tan autoritaria con los demás poderes del Estado y con la ciudadanía en general?

Pero esta moneda tiene otra cara. No los entendemos, pero tampoco nos entienden. De momento creen que dominan la pelota, porque están habituados a que les pertenezca. Cuentan con el poder de fuego mediático-económico y conservan sus votos fieles. Como no perciben una oposición organizada, creen que todavía imponen su juego. Mientras tanto, los de la tribuna pasamos de subestimarlos a sobrevalorarlos. Con la Alianza en el gobierno, durante algún tiempo nos convencimos de que De la Rúa y sus pretorianos Sushi sabían lo que hacían. Ahora ocurre lo mismo: como están en el poder, concedemos a los funcionarios de Cambiemos una estatura que ninguno de sus actos justifica, así como Menem pareció en algún momento alto y rubio.

Sin embargo la realidad no se aviene a las reglas del fútbol convencional. Y cuando el hambre apremia, lxs de la tribuna bajamos a los saltos e invadimos la cancha. Una variante del juego que la clase dominante sabe reprimir pero no controlar. El intento oficial de surfear la ola del feminismo como si se tratase del peronismo formal —al que efectivamente partió y domesticó— es de un candor tal que, de no mediar lo tremendo de las circunstancias, sería enternecedor.

Lo esencial es registrar que, como dijo el decano del periodismo de los Estados Unidos, Seymour M. Hersh, al primer signo de oscurantismo de parte de un gobierno debemos actuar. Se trata de un rasgo que hay que combatir desde el vamos, porque es fundamentalmente antidemocrático. ¿De qué otro modo podría entenderse la iniciativa de restringir el conocimiento a una elite dominante? (Seymour M. Hersh"Selective Intelligence"The New Yorker, 12 de mayo de 2003.) Y este gobierno está lanzado a fondo a restringir la libertad de prensa y a bajar a cero nuestro standard educativo, mediante maniobra de pinzas: doblegando a los maestros y hambreando a los alumnos.

 

Pronóstico: tormentas

Esta es (otra vez en nuestras vidas, y van...) una Edad Oscura. Que es como alguna vez se definió al Medioevo temprano, por su aparente falta de producción cultural a la caída de Roma. Petrarca difundió la expresión en el siglo XIV, repelido por la penumbra que oponía a la luz de la cultura clásica. Pero nunca permitió que esa opacidad lo empujase al fatalismo. Al contrario, se consagró a producir belleza a modo de antídoto. Al final de su poema heroico llamado África escribió: "Mi destino es vivir entre tormentas tan variadas como desconcertantes. Pero para usted, quizás, si como espero y deseo vive más que yo, llegará finalmente una era mejor. Este sueño del olvido no durará para siempre. Cuando la oscuridad se haya dispersado, nuestros descendientes volverán al antiguo esplendor".

Para que eso ocurra tenemos que hacer mucho, empezando por recuperar la capacidad de reaccionar ante un ultraje. (Asesinar a un niño es un ultraje. Abusar de los pobres y extranjeros es un ultraje. Culpar a un indio de su propia desgracia es un ultraje. Violentar y ningunear a un ser de cualquier género es un ultraje. Privar a una generación de la educación que podría obtener es un ultraje.) Lo mínimo que podemos hacer ante algo así es recordar lo que Joseph Welch le dijo al rey de los oscurantistas, el senador McCarthy, el 9 de julio de 1954, y gritarle a quienes nos indignan a diario:

¿No tiene usted decencia alguna, señor? Por lo que más quiera, ¿no le queda el más mínimo sentido de decencia?

 

 

 

 

 

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