Los fotógrafos estamos entrenados en la ilusión. Sabemos tratar con ella cotidianamente, ya que nuestro trabajo consiste en transferir una realidad de tres dimensiones a las dos que tiene el papel. El problema está en que esta transferencia no siempre asegura la autenticidad de aquello captado por una fotografía. Quienes fotografiamos, sabemos que la elección del encuadre, de la luz adecuada o del instante decisivo de un disparo puede cargar de diferentes sentidos nuestras imágenes. Puede volverlas más reales, engañosas, o hasta enteramente falsas. El gran éxito de la fotografía en sus inicios fue el asombro que produjo su capacidad de reproducir el mundo de un modo fehaciente, su idoneidad para mostrarla verdad. Pero hoy, la fotografía como herramienta de comprensión del mundo ha perdido las certezas empujada a un mercado de arte que prioriza el autor a lo fotografiado, privando a esta disciplina de lo que constituye una de las virtudes más nobles de este arte y atributo inmanente a su naturaleza: su capacidad de mostrar la realidad.
Paralelamente, la proliferación de medios digitales cada vez más perfectos han ido convirtiendo la realidad en un espejo virtual y las imágenes del mundo aparecen a veces más jerarquizadas en esos soportes, gracias a su reproducción y multiplicación exponencial en medios como las redes sociales. Allí cada uno muestra y dice lo que le parece sobre cualquier tema. La opinión personal adquiere el mismo valor que la científica y las ideas e imágenes no tienen muchas veces más sustento que otras previas, dadas por ciertas sin ninguna corroboración. Todo este bombardeo gigantesco y desinformante, sumado a la traslación del mundo a lenguajes cada vez más sintéticos cuya quintaesencia son los emoticones, capaces de resolver la alegría o el dolor en un símbolo, nos alejan más y más del mundo real que tiene como característica principal su complejidad. Estamos viendo nacer una nueva generación que piensa con la yema de ese dedo para pasar de pantalla. Un tipo humano que muchas veces reacciona con la misma irreflexiva velocidad que le propone ese medio.
La pandemia empeoró aún más las cosas, agudizando el distanciamiento de todos respecto de la realidad. Hace meses que nuestra vida real está semi congelada y dedicamos horas a observar el mundo a través de radios y televisores. Las pantallas ocupan hoy el lugar de nuestros ojos y la realidad virtual que transmiten, el sitio de nuestros sentidos. Para agravar el panorama, los comunicadores y periodistas de estos medios dejaron hace tiempo de ser informantes de la realidad para convertirse en comentadores, transformando muchas veces cada noticia en un relato ficcional más que en una información pura y cruda. A veces, en el afán por la primicia o por conseguir rating, esas historias llegan a tomar formas tan sazonadas y encendidas que se vuelven capaces de hacer estallar en las mentes frágiles impulsos paleolíticos y antisociales de grado tsunami en medio de una simple disputa familiar, de una marcha callejera, o hasta por la sola presencia en la calle de alguien que simbolice un proyecto político opuesto (lo hemos visto hace poco).
Esta habilidad para manejar la ilusión de un modo capaz de transformar lo blanco en negro, convierte muchas veces a esta novelesca periodística en esa especie de relato alucinado del Kurtz de El corazón de las tinieblas, tan disociado de la realidad como lo estaba aquel personaje de Conrad. El análisis profundo de la permeabilidad humana a mundos irreales de todo tipo, muy similar a su afición por los museos de cera donde lo real y lo falso se confunden, donde el juego y la ilusión se entremezclan, ya fue planteado por Umberto Eco en su libro La estrategia de la ilusión, allá por los años '80. En él describe cómo el gusto por los modelos a escala y la preferencia por una copia del mundo antes que por lo real, son una manera de apaciguar el horror vacui que propone una realidad en su forma más pura. Otra versión del mismo fenómeno puede observarse en los millares de turistas que andan (andaban hasta la pandemia) dando vueltas por el mundo, agotados, apuntando sus tablets hacia lo que indican los guías de sus tours velocísimos, sin saber si estaban en Buenos Aires o Estambul, para luego gozar “realmente” del periplo cuando sus videos eran reproducidos en sus plasmas, dentro de la climatizada irrealidad de sus hogares.
Pero vayamos a nuestra propia realidad. Una mirada rápida a los operadores de ilusión que nos bombardean hoy en la Argentina desde los medios muestra que cada uno de ellos tiene a su cargo un capítulo de una novela nacional perfectamente orquestada y tan fabulosa que ni el mismo Méliès hubiera podido imaginar. Y todo para sostener intereses. Feinmann se dedica a criticar a todo el que sea joven y comprometido con un cambio social, a quien encuadra inmediatamente en alguna de las únicas dos categorías con las que es capaz de identificar cualquier cuerpo extraño: comunista o choriplanero. Majul se ocupa de deambular por los túneles más oscuros de la Justicia con tanto ahínco, que es capaz de encontrar archivos completos de inteligencia junto a árboles en los que nosotros solo podríamos observar meadas de perro. Leuco's Father and Son –dos frutos de una misma especie– se abocan a que todos los males del mundo provengan del peronismo y confluyan en Cristina, dama a quién atribuyen con discursos pentecostales las siete plagas del Universo, transformándola así en la Cruella de Vil local, pronta a desollar a los 101 perritos que corretean encerrados en el redil de su republiqueta K (entre los cuales se encuentra el pichicho Alberto, por supuesto), solo para hacerse de sus pieles con las que forrará su colección de carteras Vuitton. En el fondo de este elenco encontramos al sheriff Etchecopar, dedicado a alimentar los sentimientos más ordinarios de una barriada patotera, con un discurso donde la prepotencia de lenguaje y una concepción social antediluviana siempre reñida con la convivencia, se dan un abrazo macho luego de soplar los caños de sus pistolas humeantes. Y, finalmente Lanata, el compositor estrella, el Verdi de la escena local, que construye domingo a domingo la gran ópera de la política argentina en la cual actores y panelistas cantan a coro con su dedo mayor erguido para denostar cualquier cosa de significado argentino. Su obsesión es arrastrar por el suelo de la burla cualquier proyecto vernáculo noble, comparándolo con los países supuestamente de primera (como Uruguay, por ejemplo), transformó su programa en una ópera bufa que fue perdiendo la gracia en un camino más triste que los vícolos de Nápoles en donde actores mal reputados representaban este género en el siglo XVIII.
Las disquisiciones eternas de estos periodistas opositores al gobierno, que se autotitulan periodismo libre, fueron dibujando así, sobre nuestra realidad, este mapa nuevo y fantástico de la Argentina, en el que Alí Babáes y sus ladrones se robaron dos PBI al solo grito de ¡ábrete Sésamo! frente al Banco Central; bucaneros hábiles en enterrar tesoros en las selvas del Caribe perfeccionaron su técnica en las mesetas patagónicas, prestidigitadores fueron capaces de hacer desaparecer lingotes en Puerto Madero frente a los ojos de todos y 007 locales entraron y salieron por la rendija de la puerta del departamento de Nisman luego de asesinarlo en nombre de CFK. Estos y otros argumentos conspirativos acerca de cosas, fueron construyendo poco a poco un demiurgo amenazante que aparece hoy agazapado detrás de cualquier verdad, listo a saltar sobre la realidad que percibimos para sorprendernos con la noticia de que es otra cosa muy distinta de lo que vemos.
Pero aquí no termina el problema. Todo este desembarco masivo de la ilusión en nuestras vidas se convirtió en los últimos años en la gran arma política para encauzar deseos y voluntades de los pueblos enteros en Sudamérica y hasta, en muchos casos, logró cambiar sus propios objetivos y necesidades. Prueba de esto es la incidencia que han tenido las fake news en las campañas electorales de muchos países de la región y allende. Para quienes piensen que esta idea es una exageración, les recuerdo que el pensamiento mágico apareció entre nosotros ya hace miles de años y que ha sido esa la causa de esclavitud de civilizaciones enteras, ha conseguido hacer tomar por cierto el cielo y el infierno a un quinto de la humanidad y ha justificado guerras, masacres de pueblos originarios, cruzadas e intifadas, apoyándose en argumentos ilusorios que fueron capaces de empujar hasta los más cautos a la concreción de atrocidades inimaginables.
El actual gobierno argentino se ve obligado diariamente a deshacer esta perversa madeja de ilusión que inyectan los medios. Y a veces tengo la sensación de que no le da las patas para la carrera. En medio de esta panelización generalizada de la realidad, es muy difícil saber cuál es la verdadera Argentina. Y creo que no se podrá recrear la patria sin hacer un pacto de coincidencia entre los argentinos respecto de la realidad que tenemos. Que habría que sellar y firmar un mapa preciso de cuál es la Argentina real, para poder iniciar la reconstrucción desde una base común. Sin el conocimiento colectivo de nuestras verdades y un diagnóstico cierto de la Argentina, no será posible encontrar el remedio adecuado para tanta frustración repetida que nos persigue desde hace años.
Y aquí me atrevo a hacer una humilde propuesta. La fotografía puede ser una herramienta útil en la construcción de un gran mapa nacional. Su capacidad de mostrar la realidad la pone en excelente posición para mostrar las verdades de nuestra patria. En este sentido, hace tiempo que he propuesto la creación de un Instituto Nacional de Fotografía que ayude a los fotógrafos de todo el país, especialmente a aquellos que viven en el interior, alejados de las posibilidades que brinda Buenos Aires, a realizar ensayos fotográficos sobre sus propias realidades. Un Instituto que permita vislumbrar la realidad argentina a través de una iconografía visual, compuesta por autores próximos a cada problemática. Por fotógrafos que registren en imágenes sus propias realidades con miradas diversas, para luego volcarlas al imaginario colectivo nacional, a través de un gran banco de imágenes.
El proyecto no es oneroso. Este Instituto podría solventarse en gran parte con el cobro de derechos de autor sobre la publicación de fotografías en los medios, recursos que podrían ser gestionados por alguna asociación –como lo hace SADAIC para los músicos, SAGAI para los actores o DAC para los directores de cine– que debería depender o estar ligada de algún modo al Instituto. Hace tiempo que existe en nuestro país un colectivo de gestión de derechos fotográficos que viene trabajando arduamente en esto y su experiencia debería ser aprovechada. Parte de los fondos así recaudados podrían ayudar a cierta autosustentabilidad del Instituto, que sería capaz de financiar proyectos con muy poca erogación por parte del Estado. Una ley de fotografía que contenga esta y otras ideas relacionadas al tema sería necesaria para concretar esta iniciativa. Ella debería contemplar además la homologación de los años de derechos de autor de la fotografía con los de otras artes (hoy los derechos de autor en la literatura y en la música tienen 70 años de vigencia mientras que para la fotografía son, increíblemente, solo de 20) y la creación de una Fototeca Nacional que funcione como un gran Archivo Nacional de la Memoria ampliado, donde conservar las miles de imágenes que constituyen el acervo personal de muchos fotógrafos que han consagrado su vida a esta profesión y cuyos archivos se encuentran siempre en riesgo de desaparecer junto con ellos.
Hablando de ilusiones, esta es una ilusión que arrastro desde hace tiempo. Una ilusión que ayudaría a dibujar nuestro país de un modo más real y más federal. Que contribuiría a mostrar nuestras verdades de forma más directa y a desenhebrar las mentiras de un país que está librando hoy su mayor batalla: aquella por la verdad. Ojalá las autoridades escuchen. Al fin y al cabo, de ilusión también se vive.
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